El día que Ray Bradbury, el autor de Crónicas Marcianas, fue una estrella de rock en Buenos Aires
“En la calle lo saludaban como un viejo amigo. En la Feria del Libro comió sándwiches de miga y tomó tres botellas y pico de vino”, recuerda su editor
“Después de salir de la Argentina los pilotos me invitaron a la cabina para conversar. Cuando llegué me pidieron que me sentara en el sillón del comandante y me hiciera cargo de la nave”, escribió Ray Bradbury, el 4 de abril de 2007, al cumplirse una década de su visita a Buenos Aires, en un e-mail dirigido a su amigo Marcial Souto, el editor y traductor que lo convenció de aterrizar en estas tierras tan lejanas a las suyas. Con prólogo, edición y selección de Souto, Libros del Zorro Rojo lanzó Otras crónicas marcianas, volumen ilustrado por David de las Heras que reúne 10 cuentos [algunos inéditos en castellano y otros publicados de forma dispersa] que en su momento habían quedado afuera de la publicación original de Crónicas marcianas.
“Hasta poco antes de la aparición del libro, el 6 de mayo de 1950, siguió discutiendo con el editor detalle de diversa índole, corrigiendo, quitando y poniendo cuentos, escribiendo ‘puentes’ breves entre episodios para hacer fluir mejor la narración”, explica Souto en el prólogo del libro que recupera estos 10 textos que permiten descubrir “la potencia de una mitología creada por un hombre joven en condiciones precarias que 75 años más tarde sigue fascinando y conmoviendo a los lectores”, asegura a LA NACION revista desde Barcelona este hombre clave en la difusión de la ciencia ficción y la literatura fantástica en Hispanoamérica. Marcial Souto (La Coruña, 1947), autor de Para bajar a un pozo de estrellas (1983), tradujo, además de a Bradbury, a J.G Ballard, George Orwell, Theodore Sturgeon, H. G. Wells, Samuel R. Delany y Cordwainer Smith, entre otros; trabajó codo a codo con Francisco Porrúa en la editorial Minotauro y fue el creador de la no menos legendaria revista El Péndulo.
- ¿Cómo conoció personalmente a Bradbury?
- En 1968, el instituto de enseñanza de inglés montevideano, donde yo había estudiado, organizó una competencia entre los alumnos que habían tenido el puntaje más alto en los últimos cuatro años. El premio era un pasaje de ida y vuelta a los Estados Unidos y un dinero para vivir allí un par de meses. Yo quería asistir a una Convención Mundial de Ciencia Ficción y esa era una gran oportunidad para lograrlo. Gané la competencia, viajé, llegué a la Convención, que ese año tenía lugar en Berkeley, cerca de San Francisco, empecé a conocer a escritores que me interesaban y, el segundo día por la tarde, al entrar en el vestíbulo del hotel, vi a un grupo grande de personas rodeando a un hombre jovial y carismático lleno de entusiasmo. Era Ray Bradbury.
- Como lector uno suele imaginar a los autores. ¿Qué le llamó la atención al tratarlo cara a cara?
- Cinco años antes, mientras leía Crónicas marcianas, Bradbury me había parecido un hombre sabio, pero serio y melancólico. Y allí estaba, con zapatos blancos, pantalón blanco, chaqueta blanca, sonrisa blanca y ojos luminosos. Rebosaba felicidad. En algún momento logré hablar con él un par de minutos y le dije que trabajaba con su editor argentino. Me propuso encontrarnos a las cinco de la tarde siguiente en la terraza y conversar un rato. Lo hicimos hasta que la terraza se llenó de gente. Así empezó todo.
- Una amistad que se mantuvo a través de los años. ¿Cómo fueron los encuentros siguientes?
- Cinco días más tarde, al terminar la Convención, un personaje legendario de la historia de la literatura de terror y de la ciencia ficción llamado Forrest J Ackerman, que había sido agente literario y dirigía una importante revista de cine de terror, Famous Monsters of Filmland, tenía un negocio de búsqueda, compra y venta de libros raros, coleccionaba películas y pósters de los lugares más recónditos y albergaba todo eso en una casona que llamaba The Ackermansion, y que era amigo de Bradbury desde la adolescencia, me invitó con su mujer, Wendayne, a pasar unos días con ellos en Los Ángeles. Al final, los días se transformaron en tres semanas y eso me permitió conocer a todo un grupo de escritores y gente de cine que vivían en la zona. Después de las 5 de la tarde iban llegando a la Ackermansion personajes como Robert Bloch, Fritz Leiber, Philip José Farmer, A. E. van Vogt, William Nolan, Roger Corman, Ray Harryhausen, a veces Fritz Lang. Casi todos los días, a eso de las 6 de la tarde, llegaba también Ray Bradbury en bicicleta. Todos eran amigos desde hacía mucho tiempo, y yo empecé a sentirme como parte de la familia.
- Una de las visitas más recordadas y celebradas que tuvo la Feria del Libro de Buenos Aires fue la de Bradbury, en 1997. ¿Cómo lo convenció para que aceptara la invitación?
- En octubre o noviembre de 1996, en Barcelona, donde vivía desde hacía 5 años, me enteré de que desde la feria estaban intentando comunicarse con los agentes de Bradbury para que asistiera en abril como invitado de honor. No sé si los agentes no contestaban o daban largas al asunto, pero no habían podido llegar a ningún acuerdo. Esa noche hablé con Ray y con Maggie [en 1947 Bradbury se casó con Marguerite Maggie McClure]. Ella ya casi nunca lo acompañaba en sus viajes, pero me pareció que en ese caso valía la pena intentar convencerla. Amables y cariñosos como siempre, no mostraban ningún entusiasmo por emprender un viaje tan largo a un sitio tan desconocido y exótico para ellos como Buenos Aires. Ray, de 76 años, estaba intentando cerrar todos los proyectos que tenía abiertos desde hacía décadas. Trataba de poner orden en grupos de relatos dispersos sobre un mismo tema, como había hecho con las Crónicas marcianas, con los cuentos de infancia de El vino del estío y con los cuentos irlandeses de Sombras verdes, ballena blanca. En ese momento trabajaba en lo que más tarde se llamaría De la ceniza volverás, reelaboraba por octava vez el guion de Fahrenheit 451 y quería cerrar, con Matemos todos a Constance, la trilogía que había empezado con La muerte es un asunto solitario y continuado con Cementerio para lunáticos. Al menos un día por semana yo los llamaba para hablarles de la pasión por la lectura que había en Buenos Aires, de lo que él representaba para muchos jóvenes como vehículo de ingreso a la lectura, del fenómeno abrumador de la Feria del Libro, del sincero cariño que lo estaba esperando. En resumen, Ray tenía allí, sin duda, sus mejores lectores. Por fin, más o menos a comienzos de marzo, los dos dijeron que sí.
- ¿Qué recuerda de esos días en Buenos Aires [lo acompañó como secretario e intérprete]?
- Recuerdo las reacciones de los argentinos, que lo trataban como si fuera una estrella de rock. En la calle, a veces lo reconocían por la ventanilla del auto y lo saludaban como si fuera un viejo amigo. Le escribían al hotel y él bajaba por la mañana con una brazada de cartas con respuestas para todos. El día que lo entrevistamos Pablo Capanna y yo, la sala de la Feria estaba repleta y el fervor del público iba en aumento. De repente me miró con expresión de pánico y me preguntó: “¿Podemos parar aquí?”. “Por supuesto”, dije levantándome. Lo sacamos como pudimos, me metí con él en el auto y fuimos hasta el restaurante donde la Secretaría de Cultura ofrecería una cena más tarde.
Cuando llegó la gente, ya le había pasado el susto. La noche que firmó ejemplares quiso quedarse hasta estampar su nombre en el último libro. Muchos le pedían sacarse una foto y él aceptaba y se incorporaba como podía. Se quedó para satisfacer hasta al último lector y el acto terminó a la una y media de la mañana. Entre las 9 y esa hora comió varios sándwiches de miga que le fueron trayendo y tomó tres botellas y pico de vino tinto: al llegar al hotel llevaba la cuarta en una mano y la corbata en la otra. Yo, tres bolsas grandes de regalos que le habían dado los lectores. El penúltimo día quiso almorzar solo con Maggie en Puerto Madero, y cuando fue a pagar se enteró de que alguien, silenciosamente, los había invitado.
En junio de 1968, Marcial Souto viajó a Buenos Aires a conocer Francisco Porrúa. “Un amigo uruguayo que importaba y distribuía libros argentinos me contó que el director de Minotauro también era el director literario de Sudamericana y se llamaba Porrúa”.
Con Crónicas marcianas, de un tal Ray Bradbury [que por aquel entonces tenía 35 años] Minotauro inició la aventura y se convirtió en el sello referente de la ciencia ficción y la fantasía en castellano. Porrúa no dudó en pedirle a Jorge Luis Borges que escribiera el prólogo de aquellas crónicas, que fueron un éxito y que despertó en la Argentina una legión de seguidores: “¿Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?”, se preguntaba el autor de El Aleph, rendido ante una de las obras fundamentales de la literatura universal.
- ¿Cómo fue ese encuentro con Porrúa?
- El año anterior, Porrúa había publicado en Sudamericana, sello del que era director literario, Cien años de soledad, de García Márquez, y cuatro antes Rayuela, de Cortázar. Era el editor estrella del momento, y ellos, los autores megaestrellas, cada uno con su foto grande en la pared. Toqué el timbre de la editorial Sudamericana y me recibió con la naturalidad y la sencillez con que trataba a todo el mundo. Después de expresarle mi admiración por las ediciones que hacía, muy especialmente por las traducciones, tan creativas e inteligentes, le pregunté quién era José Valdivieso, que firmaba la espléndida traducción de Más que humano, novela estilísticamente exigente y compleja, como todo lo de [Theodore] Sturgeon. “Soy yo”, dijo. ¿Y Francisco Abelenda, traductor de Crónicas marcianas y El hombre ilustrado, de Bradbury? “Soy yo”, repitió. Lo mismo ocurrió cuando le pregunté por Ricardo Gosseyn, Manuel Figueroa, Luis Domenech, etcétera. Durante los primeros años de la editorial, había sido el traductor de prácticamente todos los libros con hasta siete seudónimos. En ese momento, me contó, estaba trabajando en El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, que firmaría como Manuel Figueroa.
- ¿Porrúa le encargó su primera traducción?
- Tres días después del primer encuentro, volví a ver a Porrúa, que ya era Paco, para devolverle unos libros que me había prestado, y me propuso hacer una prueba de traducción. Me dio fotocopias de tres o cuatro páginas de no recuerdo qué autor y me las llevé para trabajar. En el tercer encuentro le entregué el resultado, él leyó con mucha atención y me dijo que estaba aceptado. Me pidió que eligiera qué quería traducir, y como el autor que más me interesaba era [J. G.] Ballard, le ofrecí hacer su último libro publicado, El hombre imposible, que acababa de leer.
- ¿Tomó contacto con Ballard?
- De vuelta en Montevideo, unos meses más tarde recibí una invitación para participar en Río de Janeiro, en marzo de 1969, en un simposio sobre ciencia ficción, que coincidiría con el II Festival Internacional de Cine. A él asistió Ballard. Estuvimos en el mismo hotel más de una semana y conversamos mucho, y, en décadas posteriores terminé traduciendo buena parte de su obra.
- ¿Cómo era el trabajo de traducción con Bradbury? ¿Era un ida y vuelta?
- Su prosa no suele presentar problemas mayores de comprensión. Nunca tuve que consultarle nada importante, aunque le traduje 10 libros: dos novelas, cinco volúmenes de cuentos, uno de poemas y dos de teatro.
Antes de su llegada a Buenos Aires, a solo dos meses para el comienzo de la Feria del Libro en Buenos Aires, Bradbury expresó su deseo de ver representada en la ciudad una de sus obras de teatro. Para cumplir el deseo, Souto trabajó de manera intensa durante 12 días y tradujo Columna de fuego, un volumen con tres piezas. Junto con Ernesto Schoo, director del Teatro San Martín en ese momento, y la Feria se organizó la lectura de uno de los textos: “La sirena”, que estuvo a cargo de Jorge Petraglia y Daniel Ruiz, en una velada especial en el San Martín a la que asistió el mismísimo Bradbury.
La última noche del más marciano de los escritores en la ciudad, Souto reunió en la habitación del hotel a Ray y a Paco. “Fue antes de salir a cenar. Los dos eran amigos míos desde hacía tiempo –cuenta con nostalgia–. Ellos se habían conocido personalmente unos años antes, en un curso sobre literatura fantástica, en El escorial [Madrid, España] y sinceramente quería brindar por esa ocasión de estar los tres juntos. Recuerdo que sobre la cama tenía unos 30 libros que esperaban la dedicatoria de Bradbury. Paco, al verlos, me dijo: ‘¿Por qué lo vas a hacer trabajar tanto? Seguramente, está cansado’. A Bradbury le encantaba firmar libros, miraba con atención el nombre que yo había colocado en un papel en cada uno de los libros. Se divertía, y copiaba los nombres en mayúsculas seguido de un signo de exclamación. Esa misma noche le firmó a Paco Crónicas marcianas, la obra que los unió”.
- Resulta curioso que haya sido Bradbury el primer autor en ofrecer una videoconferencia en la Feria del Libro en Buenos Aires, en 2006. ¿Cómo fue aquel encuentro, toda una novedad tecnológica?
- Fue un poco difícil organizarlo. Él había sufrido un ictus unos años antes y tenía limitaciones de todo tipo. Andaba con uno de esos bastones de cuatro patas que no sé cómo se llaman, estaba sordo de un oído y casi había perdido la visión de un ojo. Escribía dictando un par de páginas diarias por teléfono a su hija menor, Alexandra, que era su secretaria y vivía en Texas. Alexandra transcribía sus palabras y se las devolvía por fax. Él revisaba el resultado y el fax iba y venía hasta lograr algo aceptable. El sitio desde donde se hizo la transmisión no quedaba demasiado cerca y lo llevó en auto su hombre de confianza, el remisero Patrick Kachurka, que le había salvado la vida el día del ictus llevándolo a un hospital contra su voluntad.
- En el prólogo de Otras crónicas marcianas usted cuenta con detalles la composición de los relatos que vieron la luz en Crónicas marcianas. ¿En alguna oportunidad Bradbury le hizo referencia o comentarios de los relatos incluidos en este volumen?
- No, nunca hablamos del tema. Casi fue como si se hubiera quedado sin energías para tomar una decisión seria sobre esos materiales. De todos modos, ahí están, y creo que los diez incluidos en Otras crónicas... son los mejores del grupo, y los que mejor se acompañan mutuamente.
- De las 10 narraciones publicadas en Otras crónicas marcianas, ¿cuáles destaca y por qué?
- “La aventura”, “La botella azul”, “Piel morena...”, “El mesías”, “La ventana de color fresa” y “El que espera”, porque saben despertar una atención frágil que resulta irrompible.
- Los relatos cuentan con las ilustraciones de David de las Heras. ¿Qué cree que aportan a cada historia?
- El director de arte, Sebastián García Schnetzer, escogió a un creador joven, pero de creciente proyección internacional, que combina el naturalismo clásico con un toque surrealista. De las Heras ha revisado la idea que tenemos todos del Marte de Bradbury: emplea una paleta de colores tangencial a la que atribuimos al planeta rojo, se centra en los elementos cotidianos, que sobredimensiona, y a su vez homenajea la estética del género de los años 50.
- En su recorrido como editor, vale destacar que usted dio a conocer a Mario Levrero.
- Conocí a Levrero en el invierno de 1969, me lo presentó el dibujante Francisco Graells, Pancho, un maestro de la sátira política que todas las semanas dibujaba la contratapa de Marcha. Ese semanario había organizado un concurso de novela que acababa de ganar Cristina Peri Rossi con Los museos abandonados, y Mario Levrero había sido finalista con La ciudad. La editorial Tierra Nueva, por sugerencia de Pancho, me había propuesto hacer una colección de libros de ciencia ficción y literatura fantástica para lectores jóvenes, y en pocas semanas llegué a un acuerdo con ellos. Pancho organizó entonces un encuentro muy rápido e informal para que Levrero me dejara una copia de su novela. La leí de inmediato y al día siguiente lo llamé para decirle que me había sorprendido mucho y que haría lo imposible para publicársela. Tomamos un café y me entregó un manuscrito titulado La máquina de pensar en Gladys, que reunía todos sus cuentos, la mayoría inéditos. Un día más tarde le aseguré que también le publicaría eso. Los dos libros, casi juntos, tardaron solo unos meses en salir.
- ¿Cuál fue la apuesta de editar a Levrero y crear la Colección Literatura Diferente?
- Aprovechar el espacio que habíamos pensado nutrir sobre todo con traducciones y hacer algo mucho más interesante: poner en primer plano a un escritor uruguayo prácticamente desconocido, que era talentoso y original y que aún no había cumplido 30 años. Pero eran tiempos difíciles en Uruguay, los lectores buscaban libros sobre todo realistas y urgentes, y las pesadillas kafkianas de Levrero podían esperar. La colección Literatura Diferente, nombrada así para intentar describir libros vagos y raros, murió casi antes de nacer, pero dejó a Levrero flotando como una especie de brumosa leyenda en el inconsciente de los lectores más atentos. Yo me mudé a Buenos Aires, donde me puse a trabajar seriamente con Porrúa, pero donde en años posteriores logré publicar, en sitios diversos, parte de la obra levreriana nueva: El lugar, Nick Carter, Aguas salobres y el Manual de parapsicología. A pesar de que su nombre circulaba bastante, no lograba encontrar a sus lectores.
Cada día tenía más dificultades económicas y nuestro común amigo Jaime Poniachik lo invitó a trasladarse a Buenos Aires y trabajar en sus revistas de juegos, acertijos y crucigramas. Después de un par de años porteños, en los que por primera vez vivió casi como un burgués, mortificado por la culpa diaria de optar por la seguridad en desmedro de la creación, renunció al trabajo y se mudó a la ciudad uruguaya de Colonia con su nueva pareja. Allí escribió El discurso vacío, su obra maestra, pero terminó regresando a Montevideo, donde por fin obtuvo la codiciada beca Guggenheim, que, dada su frugalidad, le permitiría vivir sin sobresaltos un largo tiempo. Estaba en esa situación tan esperada cuando, de repente, sin darle tiempo a convencerse de que era uno de los más grandes escritores uruguayos de todos los tiempos, la injusta vida lo abandonó.
- No puedo dejar de preguntarle por la revista El Péndulo. A la distancia, ¿cómo ve aquella experiencia?
Fue una experiencia rara, inventada con mínimos recursos. Sin oficina, sin mesa, sin silla. Hoy, en este mundo digital, resultaría mucho más fácil hacerla y crearle un público. A veces, casi 40 años después de su desaparición, todavía me llegan voces de personas que dicen haber sido felices leyéndola. [En septiembre de 1979, vio la luz el primer número. En mayo de 1981, se lanzó la segunda etapa y desde septiembre de 1986 hasta mayo de 1987, se publicaron los últimos números. El Archivo Histórico de Revistas Argentinas digitalizó en 2019 el catálogo completo]. Junto con Paco Porrúa, planificó el regreso de la revista Minotauro, a la que se sumó buena parte del staff de El Péndulo.
- ¿Recuerda su última charla con Ray?
- Una llamada telefónica, que se alargó, para pedirle el teléfono de Richard Matheson, al que los organizadores de la Semana Negra de Gijón tenían mucho interés en invitar.
- Se imagina qué le diría hoy Bradbury al ver el protagonismo que nuevamente tiene Marte?
- Le parecería natural, porque para eso está la NASA: para llevar a los seres humanos al espacio. Esa, como propone en “La ventana de color fresa”, será la manera de sembrar nuestra especie por el universo y garantizar su inmortalidad.