Odiaba a los médicos que no habían salvado la vida de su hijo, a los maestros que lo habían menospreciado, a los que tenían hijos de edades similares, pero finalmente algo lo ayudó a salir del resentimiento y resignificar el dolor.
“ -¿Querés un pedacito de chocolate?- le pregunté. Sebi, con los ojos cerrados, asintió con la cabeza, y nos regaló su última y más hermosa sonrisa.”. Así es como Mario Grinberg narra en un texto de su blog Lo que no tiene nombre, el momento en que se despidió de su primer hijo, que moría, ese día de 2008, cuando solo tenía once años de edad. Pasaron quince años de ese punto de inflexión que marcó un antes y un después en el modo de ver la vida de este diseñador gráfico, dueño de una empresa de producción digital, casado hace 29 con Marta - instrumentadora quirúrgica que trabaja en la dirección del Hospital Penna- y, también con ella, padre de Sofía -estudiante de bioquímica y flamante ayudante de cátedra.
“Yo siempre tuve muchas resistencias a... Resistencias, punto. Para casarme, para tener hijos, para el primero y para la segunda. Nunca me sentí preparado pero lo hice. Tanto la existencia de Sebi como su nombre son producto de un diálogo en el colectivo mientras íbamos a comer un día a la casa de mis viejos. Marta tenía ganas de ser madre, pasados los treinta, pero yo me sentía más inmaduro y le traté de describir una situación como de caos: ‘¿Te imaginás una casa llena de hijos, que no te podés concentrar y yo diciendo Sebi dejá tranquila a tu hermana?’”, recuerda Mario remontándose a esa primera concepción, la de la idea. “Marta me dijo ‘Bueno, por lo menos ya sabés que se va a llamar Sebi y ya no pudimos pensar otro nombre’”, recuerda.
Todo lo que pasó desde ese momento hasta el presente fue una sucesión de desafíos que lo obligaron a vencer esas resistencias. El resultado es una historia de aprendizaje, adaptación al cambio, de alegrías intensas, de dolores -que no se superan pero se logran sobrellevar adquiriendo nuevos recursos emocionales-, de resignificación de vínculos afectivos, y, sobre todo, de mantener viva la memoria de Sebi, ese hijo que nació en una conversación en un viaje en colectivo y en su corto tiempo de vida fue “mucho más feliz que tanta gente que vive muchos más años”, como expresa Mario.
“No teníamos pronóstico de que no iba a vivir muchos años”
Sebi nació con una enfermedad poco frecuente llamada neurofibromatosis. El diagnóstico llegó cuando tenía un año de vida, cuando Mario y Marta decidieron cambiar de pediatra. Hasta entonces el médico que lo atendía desde el primer día de vida minimizaba los síntomas visibles que hacían sospechar de esta rara condición genética: más de seis manchas color café distribuidas en distintas partes del cuerpo. “Hasta ese momento el pediatra dijo ‘el chico tiene unas manchitas que puede corresponderse con algo que ya les voy a contar más adelante’, pero no quiso preocuparnos. Yo nunca me puse a averiguar, pero Marta, que siempre estuvo un paso adelante, sí sabía que algo andaba mal”, recuerda Mario.
Según revela el sitio Medline Plus, la neurofibromatosis es un trastorno genético del sistema nervioso. Afecta la manera en que las células crecen y se forman y provoca el crecimiento de tumores en los nervios. En general, los tumores son benignos (no cancerosos), pero a veces (un 10 por ciento de los casos) pueden convertirse en cáncer.
“No teníamos pronóstico de que Sebi no fuera a vivir muchos años. No es que no nos preocupamos al recibir el diagnóstico sino que nos mantuvimos optimistas pensando que sería difícil pero que íbamos a hacer lo necesario para controlar la enfermedad y que Sebi tuviera una buena vida . Nos pusimos en contacto con la Asociación Argentina de Neurofibromatosis y aprendimos mucho acerca del manejo de la enfermedad en la familia y en la escuela.”, explica Mario.
Al cuadro de neurofibromatosis se le sumó una segunda patología clínica: déficit de hormona de crecimiento, la misma condición que atravesó Lionel Messi. Como El tratamiento consiste en recibir una inyección diaria de esta hormona, Mario aprendió a aplicarle la medicación y ese ritual se terminó convirtiendo en otra resistencia vencida: la de dejar de ser un padre “con todos los clichés del patriarcado” para volverse un padre que disfrutaba de cada momento al lado de su hijo. “Creo que dentro de todo ese contexto desafiante que nos tocó, tuvimos una vida juntos con muchos hitos de felicidad combinados con otros de angustia”, evalúa.
Aunque no se mostraba demasiado interesado cuando su papá le contaba que a un joven y prometedor jugador de fútbol rosarino, Lionel Messi, también le ponían inyecciones todos los días, básicamente porque no era un fanático del fútbol, Sebi asistía a una escuela de fútbol de su barrio. Es otro de los rituales compartidos entre padre e hijo que hoy Mario resignifica como “un regalo que me hizo él a mí, porque a él no le importaba el fútbol, pero le gustaba que lo fuera a buscar y nos tomáramos algo después”.
Algo que sí le gustaba mucho a Sebi era estudiar inglés. Concurría una vez por semana a una casona un poco vieja y despintada en la esquina de Otamendi y Bogotá, donde una maestra particular -de hecho: muy particular- lo recibía con chocolatada y galletitas boca de dama. Mario y Marta no habían tenido una muy buena impresión de la mujer el día que la conocieron: los había recibido en pantuflas y deshabillé; además fumó durante la primera clase (aunque dejó de hacerlo a pedido de Sebi). Sebi no sabía su nombre, de modo que no tuvo mejor idea que bautizarla como un personaje de los Simpsons: la señorita Krabappel.
Mario tiene muy presente este recuerdo de Sebi, un chico ingenioso, que derrochaba entusiasmo y sentido del humor. Un ejemplo, otro de los muchos textos que escribió rememorando aquellos momentos únicos. “¿Por qué anotás los tiempos de los verbos al costado en lugar de hacerlo en los espacios en blanco, como dice el ejercicio?”, pregunté. La Señorita Krabappel me dijo que lo haga así, que antes de completar la tarea la anote a un costado y la revise con ella antes de escribirla en el cuaderno, así la llevo al colegio bien hecha”. “¿La señorita qué?” “Krabappel, como la de Los Simpson, esa que cuando Bart…” “Sí, yo sé quién es la Señorita Krabappel”, interrumpí, “pero ¿así llamás a tu profe de inglés?”. “Sí, no me digas que no se parece: es vieja, fuma, vive sola, y es profesora. Además parece mala pero es buena. Igual la llamo así porque nunca me dijo cómo se llama, y cuando le conté que para mí era la Señorita Krabappel se mató de la risa, pero dijo que no veía Los Simpson, así que no sé de qué se reía…”.
“Miro las fotos de esas vacaciones, su carita, y era evidente que algo andaba mal”
En febrero de 2008 la familia estaba de vacaciones en Aguas Verdes, una localidad balnearia de la costa atlántica, un lugar tranquilo, de esos en los que los chicos pueden ir solos por las calles de tierra porque casi no pasan autos y cuando pasan van a poca velocidad, siempre priorizando al turista. Hasta ese verano la vida familiar, adaptada a las rutinas y tratamientos que demandaban las condiciones de salud de Sebi, podía decirse que era como la de cualquier familia: los chicos iban a la escuela, disfrutaban de sus amigos, de sus actividades, de las salidas y de todo lo que aprendían a medida que crecían y ganaban autonomía. Por eso les llamó la atención el día en que Sebi pidió que le dieran la mano para cruzar la vereda. Después, durante un almuerzo en un restaurant de la playa, volcó la botella de gaseosa y ya fue evidente que iban a tener que consultar al neurólogo. “Los problemas de motricidad se volvieron llamativos y el neurólogo que lo controlaba periódicamente nos mandó a hacerle una resonancia de cerebro. El resultado mostró un fibroma en el cerebro que le oprimía el tallo ”, recuerda Mario.
El tallo troncoencefálico es una estructura central del sistema nervioso que transmite la información desde y hacia el cerebro, el cerebelo y la médula espinal; su funcionamiento interviene en la conciencia, el sueño, el control cardíaco, la respiración, y colabora en el trabajo de los nervios craneales. Era necesario reducir el tamaño del fibroma para poder extirparlo con una cirugía. El médico le indicó seguir un tratamiento de radioterapia durante 30 días pero no había garantías de que se lograra el objetivo.
Rápidamente Marta reconoció la gravedad de la nueva situación pero Mario se aferró a la ilusión de que tal vez se trataba de otra prueba que iban a superar haciendo todo lo que estuviera a su alcance, como venían haciendo desde siempre. Los siguientes seis meses los pasaron acompañando a Sebi a sus tratamientos médicos y buscando soluciones alternativas: visitaron al padre Mario, un famoso sanador, en la ciudad de Rosario; practicaron gemoterapia y hasta sucumbieron al fraude del Ecozul, un preparado obtenido de la disolución del veneno de una especie de escorpión azul, que se promueve como un medicamento cubano, pero que el Ministerio de Salud Pública de Cuba jamás aprobó para su comercialización.
“Es difícil contar que esos seis meses en realidad hicimos tantas cosas que disfrutamos y nos reímos tanto en muchos momentos, teniendo en cuenta que fueron seis meses de una agonía de nuestro hijo y nosotros acompañando esa agonía con todo el sufrimiento que la puede acompañar un padre”, reconoce Mario.
El derrotero por los distintos tratamientos transcurrió desde marzo hasta principios de mayo cuando comienza una nueva etapa de internaciones y externaciones en el hospital, hasta el 17 de julio cuando Sebi regaló su última sonrisa, la del comienzo de esta historia.
Escribir, hablar y recordar para sanar
Para tratar de entender lo que estaba atravesando, Mario se puso a escribir un blog. Lo llamó Lo que no tiene nombre, porque todo le resultaba inexplicable y en el ejercicio de poner en palabras cada vivencia esperaba encontrar las respuestas que no encontraba. Por eso cada noche, al acostarse, imaginaba cosas que escribiría en el blog sobre los hechos del día. Quizá, cuando con el tiempo, el desafío quedara superado, su testimonio ayudaría a otra familia a la que tocara atravesar una situación similar. Pero la historia no tuvo el final esperado. Los tratamientos no dieron resultado y cuando Sebi murió el blog dejó de tener sentido y lo abandonó. Pasó algún tiempo hasta que, finalmente Mario retomó el proyecto de la escritura. Fue cuando ya no le quedaron lágrimas por llorar. No confiaba en su memoria, así que al comienzo escribía con odio. “Odiaba a los médicos que no lo habían salvado, a los maestros que lo habían menospreciado, a los que tenían hijos de edades similares a Sebi, a los chicos de edad similar a Sebi, a padres de chicos de edades que Sebi supo tener, y a Lucy, la china del supermercado que le regalaba golosinas, también. Me odiaba a mí mismo por los errores que ya no podría reparar, por no haberle dado genes de mejor calidad, y odiaba a los que querían ser más víctimas que él, recordándome todo el tiempo lo que sufrían con su pérdida.”, según confiesa en uno de los prólogos al proyecto de un libro en memoria de Sebastián que tal vez algún día llegue a publicar. Por eso, desde hace cinco años recopila recuerdos como cartas que los compañeros de escuela le escribieron a Sebi, fotos, dibujos, objetos (desde una lapicera mordida al Game Box) y hasta un sitio web dedicado a la astronomía que a sus 9 años Sebi diseño usando Dream Weaver. Todo lo que reviva y resignifique las huellas que dejó en el corazón de tanta gente en su paso por sus vidas, Mario lo va juntando con obsesión de coleccionista. Junto con la artista Ale Feijó que ilustró muchos de los textos, proyectan realizar una obra en memoria de Sebi que combina imágenes con palabras, con la intención de transmitir que “sumergirse en el dolor sirve para después ver que se puede salir, sin olvido ni negación”.
“La campanita”
* Por Mario Grinberg
En sus últimas semanas, Sebi perdía progresivamente el habla, así que en casa usaba una campanita para llamarnos cuando quería algo.
Al principio era una gran solución, una forma de saber que necesitaba ir al baño, tenía hambre o estaba dolorido. Pero, al poco tiempo, ya nos tenía hartos con su campanita.
Que sonaba una vez para que le traiga agua, que sonaba otra para que lo lleve al baño, y así hasta transformar el sonido de la campanita en la reencarnación misma de la esclavitud.
Cuando Sebi ya no estuvo, la campanita pasó a ser un objeto decorativo en un estante. Por las noches me duermo deseando que suene, aunque sea, una vez más.
Más notas de Grandes Esperanzas
Más leídas de Lifestyle
“¡Qué mágico!” Descubrieron un antiguo bar abandonado en venta y decidieron abrir un “neo bodegón” que los llenó de sorpresas
¿Qué significa? “Mirá entre la T y la O en tu teclado”: el nuevo reto viral de las redes sociales explicado con memes
Del 1400 a.C. Desenterraron el palacio que perteneció a uno de los faraones más importantes del antiguo Egipto
Sofisticada y elegante. La reina Máxima se lució con un impresionante look total red en Ámsterdam y se robó toda la atención