*Relato de Santiago Olivieri
¿Qué carajo estoy haciendo acá? No es la primera vez que me lo pregunto. Les diría, es más, que es una pregunta recurrente. La más recurrente de todas las preguntas que me hago cada vez que corro una carrera de aventura. "Acá", ahora, es el cerro Bonete. Para subir al cerro Bonete hay que transitar una cascada, que todavía tiene algo de agua, y una pendiente muy pronunciada. Extremadamente pronunciada. Hay que hacerlo despacio, caminando. Porque correr por ahí es imposible. No hay piedras sueltas en las que puedas apoyarte, y el terreno es muy complicado. Hace unas cinco o seis horas que empezó la carrera, y me doy cuenta de que esto es difícil en serio. Hay vientos que rondan los 100 kilómetros por hora, y como necesito un sostén decido sacar los bastones de la mochila. Para sacar los bastones de la mochila tengo que sacarme los guantes. (Nota mental: la próxima vez, cuando arme la mochila, tengo que dejarlos más a mano). Debo haber tardado unos tres minutos para sacarlos. La logística, culpa mía, fue pésima. Y ahora tengo los bastones, pero me duelen las manos. En verdad, no es dolor. No las siento. Y tengo dormidas las puntas de los dedos y las falanges. Así que, de ahora en más, y hasta recobrar un poco la temperatura, no puedo dejar de mover los dedos para evitar que se me congelen. Para evitar que, por un descuido, se me caigan en pedacitos.
El pasado 6 de abril, Ushuaia fue la sede de una de las carreras más exigentes del mundo: la Ultra Trail de Mont Blanc (UTMB). Un evento clave para los amantes del trail que por primera vez se organizó en Argentina.
En este tipo de carreras, la clave es estar siempre en movimiento. Hace un rato estaba nevando. Parecía que iba a salir el sol. Había como una resolana y ya habíamos cruzado algunos arroyos, mojándonos los pies, pasando un frío tremendo, porque la temperatura era bajo cero. Y encima íbamos pasando turba. ¿Qué es la turba? Una planta típica que hay en Ushuaia, que es como un musgo y que, cuando lo pisás confiado, te hundís. Muchas veces hasta la rodilla. No está buena la turba.
La previa
Llegué el jueves a Tierra del Fuego, dos días antes de la carrera. Fue un choque de temperaturas, porque salí de Buenos Aires con 23 grados, sol, clima templado, y en Ushuaia el frío nos atacó apenas salimos del aeropuerto. Estaba cayendo nieve y el termómetro marcaba tres grados. Con mis compañeros de equipo llegamos al hotel y decidimos acreditarnos para la carrera. Nos dieron un kit que incluía un buzo, un chip para realizar un seguimiento en los distintos tramos de la carrera, porque había posibilidades de perderse en la montaña.Entonces la organización armó ese dispositivo de control. También la familia o los amigos te podían monitorear en el momento con una aplicación.
Esto no es común a todas las carreras, en ese sentido la organización fue impecable. Nos sentimos muy cuidados. Conozco gente que se perdió en la montaña, que quedó en un barranco esperando a que la fueran a rescatar. A mí también me pasó en cierto momento: me perdí, pero por suerte enganché rápido el camino.
Era la primera vez que la Ultra Trail de Mont Blanc (UTMB), que en Francia empezó en 2003, se corría en Argentina. Tiene cuatro categorías: una de 35 kilómetros, una de 50, una de 70 –que es la que hice yo– y una de 130. En mi categoría había unos 250 corredores.
Yo empecé a entrenarme en noviembre. Fueron seis meses de correr muchísimo, ir al gimnasio y subir montañitas y distintas cuestas. Incluso me fui a Tandil. Son competencias largas y tenés que llevar el cuerpo a un extremo. Para poder hacerlo, tenés que entrenar bastante.
Ya con el kit en mis manos, lo que necesitaba era descansar. Pensar en la carrera. Confiaba en que iba a estar todo bien, pese a que el clima estaba complicado. Ya se veían todas las montañas nevadas. Estábamos a 1.000 metros de altura. El cerro más alto en Ushuaia tiene unos 1.300 metros, que es una altura relativamente baja. Pero lo que me decían es que los 1.000 metros de Ushuaia son comparables con los 4.000 metros de un cerro en Mendoza. Porque a partir de los 700 metros ya no hay vegetación. Es un clima muy hostil y el viento viene directo de la Antártida.
Los 1.000 metros de altura en Ushuaia son comparables con los 4.000 de un cerro en Mendoza. A partir de los 700 metros ya no hay vegetación, el clima es hostil y el viento viene de la Antártida.
Al día siguiente fuimos a una charla técnica. Es importante porque, a diferencia de una carrera de calle, que tiene una distancia exacta, y que podés estimar cuánto tiempo vas a tardar en completarla, en una carrera de aventura tenés mil factores externos e impredecibles: el clima, la chance de perderte o tener una lesión complicada.
Ahí nos dieron una mala noticia. Anunciaban una tormenta para el fin de semana, así que tuvieron que cambiar obligatoriamente el circuito. Originalmente eran tres cerros, 70 kilómetros, y 4.200 metros de altimetría. Eso no significa necesariamente que subís 4.200 metros, sino que por ahí subís mil, bajás otros mil, y en total, a lo largo de esos 70 kilómetros, subís 4.200 metros.
Pero por el viento fuerte que había, soplaban ráfagas de más de 100 kilómetros por hora en las cumbres, nos sacaban uno de los tres cerros. Era una cagada porque queríamos concretar todos esos paisajes que habíamos visto por internet.
Nos quedó el sabor amargo, porque queríamos hacer las tres cumbres y para eso habíamos estudiado el terreno previamente. Y entrenado para esa geografía. Yo tenía cargado el mapa en el GPS del reloj, pero no lo pude ni usar. Igual es comprensible: lo hacen por la seguridad del corredor.
La largada
Siempre es difícil dormir la noche previa a una carrera como esta. Juegan los nervios. Además, hay que armar bien el bolso, con una serie de elementos obligatorios: silbato, manta de supervivencia, cierta cantidad de calorías, en el teléfono te tenés que bajar la aplicación para que sepan en todo momento dónde estamos, ropa de abrigo. Teléfono con carga y un power bank. También te exigían ropa de abrigo: una primera piel , un polar, una campera térmica. Y los bastones. Así que la mochila queda bastante cargada y pesada.
La largada era a las siete y media de la mañana. Yo debo haber dormido unas tres o cuatro horas. Cuando salimos del hotel, a eso de las cinco de la mañana, nevaba en el centro de Ushuaia; íbamos en busca de un bus que partía desde una plaza hasta la montaña donde empezaba la carrera. Cometí el error de ser de los primeros en llegar y tuve que aguantar más de una hora con viento y con nieve. Me cagué de frío.
La salida era a 10 kilómetros de la ciudad, se veían de lejos las lucecitas. Para la largada pusieron un tema de AC/DC a todo volumen. Salí con todo, muy rápido, con mi linterna frontal, como las que usan los mineros, sin poder ver nada más allá de unos tres metros. Apenas lo justo para ir viendo el camino. Salíamos en bajada a todo lo que da, muy excitados, con nieve que empezaba a caernos en la cara, pero, a pesar de las dificultades, muy felices.
En la montaña te sentís solo. Cuando llegan los primeros rayos de luz, el subidón anímico es importante.
Después de esa bajada había un bosque. En ese paisaje, pasada una hora de carrera, empezó a amanecer. El amanecer lo vi entre el bosque y unos caminos de tierra, más bien de barro y hielo, porque ya se había hecho escarcha el agua. Ibas rompiendo el hielo y hacías clac, clac, clac. Y empezaba a aparecer una capa blanca de nieve arriba de los caminos y se escuchaba el clac, clac, clac.
Cuando llegan los primeros rayos de luz, es un subidón anímico muy importante. Porque en el medio de la montaña te sentís solo, aunque haya cientos de corredores. Pero, por ahí, pasan 15 minutos y no ves a nadie. O capaz el que está más cerca tuyo está a un kilómetro y no lo ves, entonces te sentís solo. Por eso, cuando empieza a amanecer viene una especie de tranquilidad. En ese momento, pensé que el frío iba a bajar al salir el sol. Pero como lamentablemente no hubo sol, igual nos cagamos de frío. Encima nevó mucho. Fue un día bastante negro, aunque al haber luz, por lo menos veías el camino, las piedras, las raíces. Ves todo lo que de noche no podés ver.
Tenedor libre
En las carreras de montaña hay puestos en los que te dan de comer, de beber, y, de acuerdo con la distancia, la oferta incluye alimentos fríos y calientes. El inicio de la carrera fue relativamente rápido. Como empezó en bajada, fue increíble. Después se hizo un poco más lenta. El primer puesto era una mesa al aire libre, en medio de la montaña, con voluntarios que nos esperaban en plena nevada tomando unos mates. Estaban helados, pobres. Tenían maní salado, palitos, agua, bebidas isotónicas y fruta. Yo comí un poco de todo. Pero venía embalado, había hecho un buen tiempo y no quería demorarme mucho. Sí aproveché para rellenar dos caramañolas de medio litro de agua cada una. Además, venía comiendo algo que llevaba en la mochila.
Cuando corro, trato de comer cada media hora, eso es lo que dice el manual. Pero muchas veces, como en la montaña te pasan tantas cosas, no te das cuenta de que pasó media hora, porque apenas te moviste tres kilómetros. Yo igual tenía puesta una alarma, para que me sonara cada media hora, y agarraba alguna pavada de la mochila. Tenía barritas de cereal, barras energéticas y geles energéticos. También maní, palitos, alguna golosina, para que no te bajen ni el azúcar ni la sal. Todo lo de la mochila lo llevé yo. Es algo que aprendí después de correr varias carreras de montaña, que como son tan largas y de una exigencia física impresionante, tenés que llevar, sí o sí, salado y dulce.
Había otros puestos que eran espacios cerrados. Por ejemplo, un gimnasio con calefacción. En ese aproveché para parar un poco más y consumir más. Ahí había salamines en rodajas, jamón, queso, dulce de batata y de membrillo, papas fritas, Coca Cola, caldos calientes. Había uno a mitad de la carrera y otro en el kilómetro 50, más o menos. Después de una cumbre y entrando a otra. Ahí me tomé mi tiempo y comí todo. Una picadita en medio de esa locura. Un placer, como si fuese un tenedor libre chino, los clásicos de los 90, pero sin ningún orden. Comía dulce de batata, papas fritas, y después pasaba a comer algo dulce de vuelta. En el medio tomaba una sopa con coca y palitos. Un desastre. Pero es lo que pide el cuerpo a ese nivel. De hecho, yo me había llevado unos sandwichitos de miga y los fui comiendo mientras corría. Eso más los geles, que son clave, porque tenés un gasto energético altísimo.
Cuesta abajo
En la cumbre de ese cerro del principio del relato, el Bonete, había una chica que te marcaba para ver si habías llegado bien. Te tranquilizaba, de algún modo. Habían pasado seis horas y llevaba hechos casi 40 kilómetros. Empezaba la segunda parte de la carrera. Lo malo que tenía la bajada es que había nevado y se habían acumulado 40 o 50 centímetros de nieve. El terreno estaba lleno de piedras y había pozos. Entonces no se podía ir muy rápido, porque corrías el riesgo de lesionarte.
Luego de eso, llegamos a otro refugio, donde podías mandar ropa de recambio. Me terminé cambiando la remera y la campera, para tener algo seco y pensar en la segunda etapa. Estimaba que me iba a agarrar entrada la noche, y a eso le tenía un poco de respeto.
Esa parada fue un corte mental. Sabía que había pasado lo peor, el cerro Bonete, pero tenía por delante el Cerro del Medio. Así que si bien me quedaban otros 35 kilómetros, con nieve y temperaturas bajo cero, mentalmente sabías que lo peor había pasado. Si regulaba todo bien, tenía que llegar sin problemas.
Entonces después de otra dosis de salamines con mogul, palitos y coca, vinieron unos 15 kilómetros muy lindos, muy corribles. El desvío era bordeando la Ruta 3, fue la parte que tuvieron que improvisar y cambiar el recorrido por la tormenta. Veníamos de un lugar increíble, del bosque, de meternos en lagunas, y de repente nos encontramos esquivando el barro que tiraban los camiones y los autos. Los camioneros veían a unos locos corriendo por ahí, no entendían nada.
La carrera tiene que ver más que nada con la autosuperación. Es como una secta de locos, cada uno con su propio mambo. La competencia no es de uno con otro.
La subida al Cerro del Medio fue espectacular. Te metías en un bosque, con nieve, en medio de una nevada. A medida que subías, empezaba a haber cada vez más nieve. Hasta que llegabas a la cumbre.
En la cumbre había una laguna que estaba semicongelada. Por las dudas, no intenté caminar. También había otro puesto de control, donde nos advirtieron que en la bajada se había formado mucho hielo. ¿La verdad? Lo minimicé un poco. Pero cuando empecé a bajar no terminaba de identificar qué era nieve y qué era hielo.
Al no poder distinguir, te patinabas. Te patinabas al punto de no poder parar. Tenías que clavar los bastones y empezar a caer. Muchas veces caí de culo, haciendo culipatín, y a veces al revés, tratando de poner los dedos, como un gato. Una imagen ridícula. Me caí más de una vez, y era bastante empinado. Quizá bajabas 30 metros sin parar y podías hacerte pelota con una piedra, porque no se veía qué había abajo.
Llegar
Me quedaba una hora de sol, y venía cortando clavos. No quería llegar de noche, porque si bien tenía las luces, no es lo mismo que correr de día.
Lo bueno es que ya te empezabas a cruzar con otros corredores. Está bueno ir hablando con la gente y ver si están bien. Ayudar al otro es un mandamiento de los corredores de montaña.
La carrera tiene que ver más que nada con la autosuperación. Es como una secta de locos, cada uno con su propio mambo. La competencia no es de uno con otro. De hecho, la montaña da para hacerse amigos ocasionales. Con alguien que creo que se llamaba Daniel, por ejemplo, compartimos cinco kilómetros juntos. Se ve que corríamos a un ritmo parecido. Después nos perdimos. Pero en la recta final nos encontramos: él llegó 30 segundos antes que yo. Después nos abrazamos, festejamos, gritamos, le pregunté el nombre de vuelta, y nos sacamos una foto. Tengo una foto con un desconocido, pero la montaña hace eso, las carreras hacen eso.
Mi viejo falleció hace cinco años. Y, en ese momento, empecé a correr, religiosamente, todos los días. No tenía ningún día de descanso. Era mi cable a tierra. Mi momento de descargar, de enojarme, de pensar, de analizar todo. Llevé todos mis problemas para el lado del deporte.
Cada vez que corro, agradezco, porque tengo la posibilidad de meterme en lugares a los que no hay forma de llegar de otra manera. Son sitios en el medio de campos o de montañas o de valles, en el medio de la nada, a los que accedés solamente en un trekking, o a lo sumo en mula. Pero correrlos es distinto. Las vistas que te regalan son impresionantes, por eso creo que se disfrutan muchísimo este tipo de carreras.
Yo empecé a correr a los 32, en un running team que nos daban gratis en el laburo. Me enganché y no paré más. Ahora tengo 40 y nunca me hubiera imaginado que iba a correr este tipo de carreras.
Mi viejo falleció hace cinco años. Y, en ese momento, empecé a correr, religiosamente, todos los días. No tenía ningún día de descanso. Era mi cable a tierra. Mi momento de descargar, de enojarme, de pensar, de analizar todo. Llevé todos mis problemas para el lado del deporte.
Ahora, cuando estoy corriendo en medio de las montañas, muchas veces me pongo a llorar. Me pasa en las salidas y en las llegadas, pero también a mitad de la carrera. Creo que es porque me moviliza tanto el esfuerzo que hice y estoy haciendo, que me acuerdo de mis seres queridos, de los problemas que dejé atrás, de mis amigos, de un montón de cosas.Y me pongo sensible, por supuesto que sí. Casi siempre llego lagrimeando. Mi novia lo sabe bien.