BUENOS AIRES FLORECE EN ALMAGRO
Todavía el Mercado de Flores está en su lugar. Si lo trasladan, el paisaje del barrio perderá su magia. Todas las madrugadas se vuelve escenario de mercaderes de pétalos y enamorados que quieren coronar una noche inolvidable con una orquídea
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Todo empezó una mañana. A las siete y media de un día de invierno parecía que la existencia se reducía a la primera taza de café, a la lectura de los diarios y a observar las caras todavía legañosas de los parroquianos de siempre a esa misma hora. El café y bar La Orquídea queda donde la avenida Corrientes hace esquina con la calle Acuña de Figueroa, en el corazón mismo del barrio de Almagro. Todo un rincón de esta Buenos Aires que a veces parece gris, que a veces parece haber dejado sus necesidades de color en manos de los monótonos carteles de neón.
El café y bar La Orquídea está abierto durante las 24 horas, tiene muchas ventanas y una de ellas parece un gran angular, se ven hasta los últimos detalles de toda la esquina y los puntos de fuga de Acuña de Figueroa descansando sobre la calle Sarmiento. Esa ventana es el mejor lugar para espiar y oler el punto más florido de la ciudad.
No es casual que el bar se llame como se llama. Funciona como el apeadero obligatorio de los floristas y de los mercaderes que casi todas las madrugadas trajinan entre canastos de claveles, rosas, crisantemos, y vaya uno a saber cuántas especies más, todas de compra y venta en el Mercado de las Flores.
El mercado pertenece a la Cooperativa Argentina de Floricultores y funciona allí desde mediados de 1952. A él concurren los socios de la cooperativa para ofrecer su producción, y también compradores mayoristas, desde comerciantes instalados como Dios manda hasta revendedores y vendedores ambulantes. El Mercado de las Flores abre todos los días a la medianoche y cierra a las nueve de la mañana. Durante esas horas de intensa actividad no todo es comercio y fría transacción. Allí se teje todo tipo de historias, fantasías y obsesiones porteñ
Claveles en el ojal
Habíamos dicho que todo empezó a las siete y media de una mañana de invierno, en la mesa de un bar. Ese día nació la idea de escribir lo que ustedes están leyendo, porque don Mario Capano, así dijo que se llamaba, se decidió a contar su historia. Tiene 76 años y es uno de los pocos jubilados argentinos que viven su vejez con tranquilidad; trabajó más de 50 abriles en el negocio inmobiliario y hoy, dice, está en condiciones de darse algunos gustitos .
Don Mario es un soltero empedernido, vive solo en la vecina Villa Crespo, pero desde hace no se acuerda cuántos años, tres noches por semana viaja hasta Almagro, bien temprano de madrugada, para visitar el Mercado de las Flores y comprarse la mejor media docena de claveles que encuentre.
"Por supuesto que tengo novia, siempre tuve alguna, y siempre cuidé la misma costumbre. Verlas dos o tres veces en la semana, salir a cenar y bueno... ya sabe... Eso sí: yo siempre me vestí, y lo sigo haciendo, con traje oscuro bien planchado, camisa y corbata... y un clavel rojo en el ojal. Serán cosas de viejo, dirá usted, pero vengo haciéndolo desde los días de mis tiempos jóvenes. Una cábala, no sé, puede ser. Pero no puedo quejarme, siempre me fue bien. Y, por supuesto, las flores siempre las compro aquí, en el mercado, porque están frescas y son más baratas", dijo don Mario.
De tanta conquista amorosa y tantas visitas a este mercado, este porteño de Villa Crespo se convirtió en un aficionado a las flores, porque dan vida, dijo, y guarda en su memoria una serie de nombres y descripciones que mucho tienen que ver con lo que se mercadea en esta calle tan peculiar de Buenos Aires. "En invierno, lo mejor es comprar clavelinas, fresias, rosas, liliums y San Vicentes. Y, claro, orquideas... Pero ése es otro tema."
Las orquídeas y el amor
La generosidad narrativa de don Mario obligó a continuar con el tema, y así fue como una madrugada fría y neblinosa, cronista y fotógrafo deambularon por horas y horas bajo los techos del enorme galpón iluminado del Mercado de las Flores. Los colores son tantos y el ajetreo de vendedores y compradores es de tal entusiasmo que se hace difícil elegir por dónde empezar. La belleza original y diversa de las orquídeas eligió por nosotros.
El puesto de Digiacomo es una leyenda. Exhibe sus flores sobre una mesa bien arreglada e iluminada desde que el mercado abrió sus puertas, hace casi 50 años. Un empleado -que se presentó así no más, sin dar más datos, solamente como un empleado de Digiacomo - trabajaba con su manos dentro de unas cajas de madera, como si de embalajes de puros habaneros se tratase. En esas cajas viajan las orquídeas que se venden en el mercado, de colores y diseños diferentes, pero todas muy codiciadas.
"Un tubo con una orquídea, bien presentado, con su bosque debajo, resulta infalible. Si usted quiere conquistar a una mujer, pase por aquí, que mi receta nunca falla", sentenció el reservado vendedor de pétalos e ilusiones, aludiendo a la forma que en ese puesto presenta y decora cada flor, toda vez que se acerca un comprador enamoradizo.
Y se acercan. Por lo menos así ocurrió esa madrugada. No habíamos terminado de curiosear las cajas de madera que parecen para cigarros cuando una pareja de jóvenes, con ojos de recíproca seducción, se acercó curiosa. El se llama Hernán, tiene 27 años y es abogado; ella se presentó como Mercedes, tiene 26 y es arquitecta. Ella se puso nerviosa, pero llegó a contar que volvían a casa después de cenar en un restaurante, cuando a él se le ocurrió comprarle flores. El es más dicharachero y hasta de apariencia gustosa a la hora de conversar de improviso con un par de periodistas inoportunos. "Me encanta regalarle flores, porque estamos enamorados y éste es un lugar especial, tiene una magia muy particular", dijo Hernán, mientras el empleado de Digiacomo ya metía manos a la obra y preparaba por los menos cuatro tubos con orquídeas distintas.
Industria en colores
El Mercado de las Flores es un cuadrilátero gigantesco, de techos altos y tiene una galería de entrepisos que lo rodea a lo largo de todo su perímetro. Allí se amontonan puestos que venden toda suerte de objetos e instrumentos afines y ornamentaciones varias para ramos y floreros. Vista desde arriba, desde cualquier punto de esa galería, la planta principal del mercado parece una de esas hilanderías manchesterianas que funcionaban en la Inglaterra de la Revolución Industrial.
Sin embargo, los telares y las obreras superexplotadas, grises y apagadas, no aparecen en la escena. En su reemplazo pueden verse varias hileras de luces tubulares, y atados y más atados de flores multicolores. El ambiente es llamativamente silencioso. Nadie vocea sus especies; muy pocos hacen y cierran operaciones en voz alta, y sólo de tanto en tanto alguien lanza una broma al aire o pega un chiflido, para que el changarín de turno, que ya enfila hacia la camioneta del comprador, no se olvide de esto o de aquello. El galpón principal del Mercado de las Flores está dividido en estrechos callejones, porque así, en hileras, están distribuidos los puestos de venta.
Sobre un extremo y otro del galpón existen dos bares pequeños, con estufas de pantallas que apuntan a las mesas modestas, porque el ambiente es muy frío, casi helado. Allí venden y sirven café, medialunas, sándwiches, churros y algunos platillos improvisados, pero calientes. Se ven parroquianos que toman desayunos tempranos, otros que hacen una cena tardía y algunos que simplemente quieren mantener la barriga templada.
Pero no todos se sientan a las mesas de esos bares. Julia es un rubia corpulenta y de andar un tanto desafiante que se gana la vida vendiendo infusiones y alfajores entre los puestos del mercado. "A veces se ponen un poco pícaros, pero son todos buenos muchachos", dijo sonriente, mientras se perdía con sus termos detrás de una canasta cargada con cientos de caléndulas.
Cerca de uno de esos bares, junto a la escalera que va a la galería con vistas manchesterianas pero floridas, abre sus puertas una tienda que parece salida del túnel del tiempo. Venden tocados y otros artilugios para novias que quieren vestirse de largo, pero lo curioso está en sus escaparates, los que lucen como vidrieras pobres de la década del 40, con tortas de boda de utilería y adornos varios dignos de figurar en una galería del kitsch.
Junto a esa vidriera de maniquíes tristes, dos hombres con caras desconfiadas descansaban sus huesos sobre una montaña de trastos viejos. Bebían café y hacían cuentas con una calculadora portátil. Eran dos compradores de flores, uno encargado de un local en el centro de la ciudad y el otro un mayorista que provee a vendedores callejeros. Apenas si eso contaron, pues no quisieron seguir hablando, y no hubo Dios que les quitase de la cabeza que este cronista nada tiene que ver con inspecciones ni espionajes impositivos. "Y nada de fotos...", dijeron, como si hiciese falta algo más para confirmar tanta simpatía.
Más allá, a decir verdad por todas partes, se ven rostros orientales. No es casual ni extraño. Los mejores floricultores del país pertenecen a la comunidad japonesa y a sus descendientes. Se los ve aplicados, concentrados y cordiales, pero silenciosos casi hasta el hermetismo. Dos muy jóvenes, nacidos en el país y con un hablar tan callejero como el mejor de los tangos lunfardos, se aplican con fruición al sabor del mate amargo y ni siquiera dieron lugar a la interrupción amistosa. Otro, más entrado en años, leía un diario escrito con ideogramas y no se quejó ante las luces del flash. Sin embargo puso cara de mejor, cállate cuando este cronista quiso entablar el más inocente de los diálogos.
Muchos trabajan y hacen cuentas sobre trozos de papel arrugados o cuadernos, varios utilizan computadoras portátiles, pero ninguno de ellos habla si no es para vender.
Del lado de los compradores, el entusiasmo dialoguista y comunicador es similar. En general, primero miran con ojos de enemigos, como diciendo: ¿Por qué te metés en lo que no te importa? Luego sospechan (otra vez) que pueden estar ante la desagradable presencia de algún sabueso de la DGI y por último atinan, en el mejor de los casos, a un sonrisa de cumplido. Todos están haciendo negocios y no quieren interferencias molestas. Hay excepciones.
Un lugar hasta morir
Joaquín Díaz es un tipo simpático. Tiene cara generosa y confiada. Verlo trabajar es un buen indicador de que, a veces, las fisonomías no engañan. Usa la cabeza encasquetada dentro de un sombrero gaucho y a medida que se le acercan compradores conocidos dice una y otra vez: "Llevá lo que quieras y anotalo en el cuaderno". Más tarde pasará a cobrar sus cuentas.
Este floricultor de Celaya, el pueblo que queda entre Escobar y Pilar, comenzó a trabajar en el oficio cuando tenía 13 años. "Y sigo en esto porque me apasiona. Empecé con mi padre, y estoy seguro de que voy a morir aquí, en el mercado", dice con una sonrisa apurada, mientras discute el precio por un canasto lleno de fresias.
-Las flores, ¿son como los vestidos y los lugares de la ciudad, que se ponen de moda?
-Sí, por supuesto, venga conmigo ( Caminamos una docena de pasos .) Estas flores se llaman liliums y son las que ahora están de moda. Todos las quieren, los novios para regalárselas a las novias, las señoras para adornar sus casas... Qué sé yo, todos... Es la moda, ¿vio?
Y en ese preciso momento, una pareja de edad mediana, con aspecto de vivir en algún lugar de la ciudad un tanto más elegante que las inmediaciones del Mercado de la Flores, comenzó a revisar flores y a cuchichear casi con disimulo. Miraron y miraron, preguntaron precios y por fin se decidieron.
"Queremos llevarnos unos cuantos ramos de liliums..., dijeron." Esperaron, pagaron y se fueron.
"¿Vio, no le dije que estaban de moda?", dijo Joaquín Díaz.
-¿Por qué los liliums y no otras flores?
El floricultor de Celaya dudó, miró hacia las alturas del mercado iluminadas con tubos y luego preguntó a su vez: ¿Por qué están de moda los trajes oscuros?
Antes de terminar con esta historia, y después de recordar -¿no lo hicimos antes ?- que al Mercado de las Flores no sólo llegan compradores profesionales y mayoristas, sino novias, novios y trasnochados clientes que buscan colores, perfumes y buenos precios, no podemos evitar la tentación de una enumeración, pese a lo aburrida que suelen ser todas las enumeraciones.
En el mercado se consiguen heliconias rostratas, que son como unos pájaros rojos de cola amarilla y colgados de unas cañas verdes; helipterums inmortales, unos capullos de algodón rosado que parecen suspendidos en el aire; hyacinthus orientalis; colmenes de violetas engastadas en tallos verdes; tritomas hybriden, algo así como una mazorca de pelusas entre verdes y amarillas, y albas o liatrisis, unos plumerillos tornasolados que disfrutan en las alturas de unos ramilletes pálidos.
Para conocer el Mercado de las Flores hay que cumplir con un solo requisito: acostarse muy tarde, cuando sale el sol, o levantarse muy temprano, sobre la medianoche.
Texto: Víctor Ego Ducrot
Foto: Daniel Pessah
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