"Acerca del sufrimiento nunca se equivocaron/ los viejos maestros: qué bien entendieron/ su posición humana; cómo tiene lugar/ mientras algún otro come o abre una ventana o sencillamente pasea aburrido".
Juan Pelizzatti alza la voz mientras lee en su celular el poema de W. H. Auden, "Musée des Beaux Arts", parado entre barricas de vino orgánico y biodinámico. Apenas un rayo de luz se cuela por una ventana y él, poseído por la lectura, afirma cada oración con el cuerpo, como si en esas palabras ratificara el giro copernicano que le dio a su vida, no una, sino dos veces, para terminar plantando bandera en la agroecología y el activismo por una viticultura despojada de parafernalia marketinera.
En Agrelo, Luján de Cuyo, las vides son la soja de la pampa. Kilómetros y kilómetros de hileras que se extienden hasta los pies de la Cordillera de los Andes. Juan encara con su camioneta hasta el fondo de un camino de ripio vecinal y se topa con la entrada de la finca que compró hace 16 años, con un dinero de su familia que había quedado atrapado en el corralito. Antes de bajarse, aclara: "No sé si hace un año hubiese podido hablar con la convicción que lo hago hoy sobre lo que estamos haciendo". Es un hombre en plena transformación que absorbe todo como una esponja y del que brotan palabras a toda velocidad, a borbotones, con mucha información clave sobre la agricultura, la economía, los vinos. En fin, sobre la vida.
"Producir alimentos es algo casi sagrado. No podemos verlo como una industria. Es el comienzo de la salud, de la relación con la naturaleza. Esto tiene que funcionar como una unidad: nosotros explotamos la naturaleza, y tenemos que respetar sus ciclos de fertilidad. No puede ser visto como un negocio", explica Juan, mientras enseña las distintas partes de la bodega, los procesos necesarios para transformar la uva en vino. A lo lejos, una espesa niebla tapa las montañas y él lamenta no ver el cuadro completo de los viñedos y sus centinelas rocosos. Algo de ese escenario natural que lo atravesó, lo fue empujando hasta llegar a cuestionarse la esencia misma de la actividad.
"En la viticultura hay una mirada hasta perversa, relacionada con la estética: el viñedo se tiene que ver parejo, limpio, sin hierba… no sé por qué lo ven como algo lindo, ¡es una cosa monstruosa!", lanza, en relación con la utilización de herbicidas para emprolijar las vides. Acá hacen exactamente lo contrario: siembran distintas hierbas para, así, repartir la atención de los bichos que llegan hambrientos.
Enseguida, entra de lleno en la discusión que atraviesa a todo el complejo agrario: la pelea por los rendimientos, la utilización de fertilizantes y agroquímicos para garantizar resultados, un paquete tecnológico dolarizado que ata de pies y manos a productores y que, como si fuera poco, alimenta un sistema de dependencia: un suelo cada vez más compactado y traqueteado que necesita más y más estimulantes para funcionar.
En la viticultura hay una mirada hasta perversa, relacionada con la estética: el viñedo se tiene que ver parejo, limpio, sin hierba. No sé por qué lo ven como algo lindo, ¡es una cosa monstruosa!
"La agroecología –sigue Juan– parte de una diferencia conceptual: la agricultura tradicional considera que el suelo es un sustrato inerte, un sostén físico para la planta, y que tenés que, de alguna manera, curar la salud de la planta: echarle todos los nutrientes que necesita para crecer, combatir todos los insectos, hongos, bacterias que puedan atacarla y conducirla para obtener determinados resultados". Esa mirada nació con la llamada revolución verde, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se empezó a usar nitrógeno como fertilizante. Había, si se quiere, una buena intención: generar altos rendimientos y combatir el hambre. "Pero en viticultura, esto es una pelotudez lisa y llana", dice sin vueltas Juan.
"En realidad, el vino de calidad no se hace con altos rendimientos, lo que necesitás es un equilibrio para llegar a una determinada intensidad aromática, de fenólicos y taninos, y obtener un sabor en la boca. Con lo cual, inducir a la planta a producir más es un objetivo innecesario".
¿Queremos vivir en un mundo en el que la industria provea todo o en uno en el que saber hacer y la conexión tienen un componente de calidad?
Sin embargo, de a poco, la viticultura fue copiando los vicios del resto de la agricultura, agregando químicos: se fue industrializando. "Ese concepto es el que queremos revertir porque si querés manejar mercados, acciones, dedicate a otra cosa", arremete Juan. "¿En qué mundo queremos vivir? ¿Queremos vivir en un mundo en el que la industria provea todo o en uno en el que saber hacer y la conexión tienen un componente de calidad? Esto que hacemos es único, está en esta botella, tiene esta historia. No lo puedo repetir. Eso está bueno, siempre es distinto".
El arraigo, el famoso y promocionado terruño –el suelo en el que crece la uva, que condiciona el sabor–, todo ese cuentito que suele contarse alrededor del vino y sus estrategias de marketing significan poco y nada –según la mirada de Juan– si el proceso de producción está totalmente plagado de intervenciones artificiales, como la inyección de levaduras saborizadas o, incluso, la utilización de sulfito para estandarizar los resultados, una práctica extendida y aceptada en la viticultura, incluso en Chakana. "No nos bancamos no saber cómo estará el vino que vas a tomar de la botella, no podemos ni siquiera imaginar como posible que un producto no tenga dos veces el mismo sabor. Eso está mal", asegura Juan. Y, para eso, está acá entre nosotros, peleando hasta contra sus propios prejuicios.
La nueva vida
Febrero de 2002. Juan estaba por cumplir 37 años y era empleado de Movicom, donde se desempeñaba como ingeniero en telecomunicaciones. Subsumido en el mandato familiar, los cuestionamientos a una forma de ver la vida (estudiar-trabajar-progresar) eran apenas insinuaciones canalizadas a través de lecturas y contactos con la cuestión latinoamericana. Su padre, un inmigrante italiano que había escapado de Europa tras la Segunda Guerra, había llegado a la Argentina a los 18 años, sin absolutamente nada. Se graduó de ingeniero y alcanzó cierto éxito profesional. Quería lo mismo para sus hijos, pero Juan –dice hoy– estuvo siempre en tensión con esa mirada progresista, el mandato del éxito económico. Antes de que el país estallara por los aires, el papá de Juan murió y sus ahorros quedaron en el banco. "No sabía si habíamos perdido la plata. Era el momento para hacer cosas audaces. Me pedí vacaciones en el laburo y me fui de viaje por Argentina con mi mujer, buscando oportunidades en el rubro alimenticio. Caí en Mendoza y un amigo me puso en contacto con gente que manejaba el negocio de la viticultura. Llegué a Agrelo, era una finca tradicional, un poco abandonada, donde se había hecho ganadería", recuerda de aquella primera visita en la que luego se erigiría la bodega.
No había tenido, hasta entonces, contacto alguno con el mundo de la producción del vino. Había hecho un curso de sommelier, lo veía como un hobby, incluso una fantasía. En ese momento aciago, todo calzó. Compró las tierras (300 hectáreas baqueteadas), con la sensación de que ya no había parámetros, de que Argentina se estaba refundando entre las ruinas del neoliberalismo. A Juan, ese momento, no le pegó mal. Todo lo contrario: "Me puso más lanzado, convencí a mi familia de hacer cosas que jamás hubieran hecho".
Con el traje calzado de empresario vitivinícola empezó a hacer la bodega, primero en un pequeño galpón, unos tanquecitos y uvas de unos viejos parrales que habían quedado en pie en la finca. "Tenía ansiedad con probarme, de que podía hacer lo que había hecho mi viejo, esa sensación de que hacés la América, de que sublimás la dificultad y la transformás en una oportunidad de vida", revela. En mayo renunció a Movicom y se mudó a Mendoza, alquiló un pequeño departamento, donde vivía con su mujer, Mariana Salas. Fue, dice, un "exceso de autoconfianza". Para matizar la transición, decidieron hacer un viaje hasta Perú en auto, como una suerte de rebautismo. Fue todo un descubrimiento: los pueblos andinos, las rutas solitarias y los paisajes desbocados. En ese viaje, decidieron juntos que la bodega se llamaría Chakana, una palabra quechua que representa la Cruz del Sur. Así lo explica Juan: "El Imperio inca estaba basado en las estrellas, los sacerdotes se dedicaban a predecir cuándo iba a llover. Me pareció que no había mucha asociación entre el vino y las poblaciones que habitaron estos lugares". Desde entonces, practica el ayni (y así se llama uno de sus vinos), el principio de la reciprocidad andina: para recibir, primero tenés que dar.
Chakana nació en un momento de explosión del mercado vitivinícola. Con buenos precios, posibilidades de exportar y crecimiento del consumo interno, la bodega no paró de crecer hasta 2011, cuando llegó a su pico de producción. Hasta ahí, Juan no se había cuestionado los métodos de producción. De algún modo, era un novato que había llegado a la agricultura de una manera poco convencional. En ese punto de inflexión, cuando la ecuación financiera generaba compromisos estresantes, Juan comenzó a cuestionarse todo: "Hay un punto en el que te das cuenta de que el crecimiento por el crecimiento mismo no tiene gracia. Vender cada vez más vinos me ponía en una situación de cada vez más riesgo. Muy complicado". Entonces, la vio: "Esto se trata de calidad y no de cantidad".
Con esa idea en la cabeza, convocó a un asesor chileno, Pedro Parra, quien después de analizar y estudiar los suelos de la finca de Agrelo, llegó a la conclusión de que ahí no podrían producir vinos de alta calidad industriales. Parra le explicó que ese suelo tenía la tendencia a compactarse muy fácilmente (en el lugar se había practicado agricultura tradicional en forma intensiva). "¿Y cómo se soluciona la estructura del suelo?", le preguntó Juan. "Agricultura orgánica", respondió Parra, escueto. Es más, el asesor lo animó a que buscara otras tierras con suelos calcarios, que tienen más retención de agua y aire. Finalmente, compraron dos fincas en Paraje Altamira y Gualtallary, Valle de Uco.
Parra abrió una puerta hacia la otra dimensión: la biodinámica, una práctica muchas veces tildada de esotérica, pero basada en evidencia empírica sobre el calendario lunar. Chakana está certificada por Demeter, como bodega biodinámica. "Nos recomendó trabajar con Alan York, un viejo fumón, tranquilo, que andaba con el pelo blanco y largo, que se lo ataba con un rodete. Tenía una visión de la agricultura… son esos personajes que te muestran el otro lado de las cosas. Nos hizo hacer el clic. Empezamos a trabajar con él en 2011, y en 2012 empezamos la conversión", rememora Juan. Alan le pasaba un libro por mes. "Era un tipo sabio, no había estudiado nada, pero tenía mucho conocimiento práctico y cierta aversión por la academia", dice Juan sonriendo. York murió en 2014, pero dejó una marca indeleble en Chakana: imprimió una visión de la agricultura, idealizada, una suerte de zanahoria en el horizonte montañoso y mendocino, pero soñada.
Subsumido por el interés que le había despertado todo ese universo (hasta entonces, desconocido para él), en 2014 Juan se fue hasta Dartington, Totnes, Devon (Inglaterra), un pueblo del 1300, para hacer un curso en la Schumacher School, una escuela holística y de sustentabilidad fundada en 1990 por un grupo de ecologistas. Ahí, dice, se consumió el cambio a todo nivel: espiritual y humano. El curso era en una casona en la que convivían 30 estudiantes junto con cinco profesores que, antes y después de las clases, tenían que llevar adelante el hogar, hacer de comer y limpiar.
En una de las jornadas, Juan escuchó atentamente a una periodista de la BBC que estaba haciendo un documental sobre la transición que había hecho en su vida, dejando la ciudad para dedicarse a la cría orgánica de ovejas. Obsesionado, quizás atrapado aún, en la cuestión económica, Juan le preguntó si verdaderamente le era más rentable esa forma de producción. "Me contestó: «Yo nunca me hice la pregunta de la rentabilidad, esta es la única manera de hacer las cosas, después me fijé si me daba para vivir de eso». Eso me cambió los esquemas: es cierto. No nos preguntamos por qué hacemos las cosas, solo nos preguntamos si vamos a hacer guita. Es fundamental la diferencia", señala.
Solo faltaba un paso para la transformación integral: la llegada a su vida de Jonathan Nossiter, cineasta norteamericano, autor de Resistencia natural, una mezcla de documental y ficción sobre cuatro viticultores italianos que recuperaron la tradición de los vinos naturales, absolutamente libres de toda manipulación química, pero, en un punto, de inmanejable resultado final. Juan invitó a Nossiter a un encuentro de agricultores biodinámicos y entablaron una relación; luego viajó a Italia, invitado por el cineasta, para conocer de cerca la producción natural. "Jonathan es un tipo crítico, que desafía lo establecido y desnuda la hipocresía. El vino natural juega ese rol porque imaginar que la agricultura es lineal es una estupidez".
Zona ganada
"Ustedes están locos" fue la advertencia que innumerables veces escucharon Juan y su ladero, Facundo Bonamaizon, un joven ingeniero agrónomo mendocino, también subido al tren de la exploración y el desafío de lo preestablecido en el mundo del vino, cuando empezaron a contar sobre la transición de Chakana. La cosa funciona más o menos así, enarbolan a coro: la viticultura tradicional quiere controlar todo lo que pasa en el proceso: matar todos los bichos y dejar un vino inerte, aséptico. Le inoculan levaduras para controlar la fermentación porque están diseñadas para trabajar según sus objetivos comerciales. "Es increíble", ironiza Juan. Y agrega: "Pueden poner levaduras que le dé, qué se yo, un tinte a frutilla o que produzca más alcohol. Estamos hablando de todas las bodegas, no de una. Somos pocas las que estamos empezando a trabajar de otra forma más atractiva e interesante".
El sulfito aparece como el gran salvador. Controla la actividad microbiológica, sobre todo de las bacterias. Y se aplica todo el tiempo, muchas veces en el viñedo mismo. Las contraindicaciones de este químico son varias, aunque no muy difundidas: reduce la flora intestinal, hay mucha gente alérgica que no lo sabe y puede hacer mal al estómago. Para colmo, no hay controles sobre la cantidad que se aplica (y es mucho). "Cuando hacés vinos sin sulfuroso, el vino tiene muchos desvíos, una botella es muy distinta de la otra, la botella puede estar bien hoy, pero dentro de seis meses, no. Se vuelve un producto más incontrolable, pero está vivo", explica Juan. Esta decisión (este año, Chakana hizo una cosecha entera libre de sulfito y lanzará dos vinos naturales, un bonarda y un tannat), con su esquema de pensamiento previo, no hubiera sido posible: jamás podría haber dejado algo librado a la naturaleza. Ahora, por delante, hay una tarea casi evangelizadora, absolutamente contra corriente: que los consumidores acepten un vino con imperfecciones, que se saquen el corsé de la cultura vitícola dominante. Y, para dar esa pelea, Juan cree que el precio es fundamental: "No tiene que ser caro, no tiene por qué serlo, $150 es un valor razonable".
La camioneta encara por un camino interno de la finca y Juan anuncia: "Ahora van a ver algo que no van a ver en ningún otro viñedo". Entre dos hileras de vides, se esparce una hectárea verde intenso: es alfalfa. Y, más allá, una extensa huerta orgánica –un poco castigada por las heladas– que los trabajadores de Chakana mantienen para consumo propio. "Esto es un sacrilegio para los otros productores", dice Facundo. "Lo consideran «zona perdida», el lenguaje no es inocente", añade. La alfalfa es clave para ellos. No solo la utilizan para el compost –que aparece, bien negro, por todos lados en la finca, apilado en los extremos de las hileras–, sino que esta legumbre evita que el suelo se compacte gracias a sus extensas raíces, que además ayudan a la generación de nitrógeno (clave para la fertilidad).
"No perdemos, rinde por migrar a la agricultura orgánica. Sin echar nada, cosechamos una buena cantidad. Facundo hizo un trabajo en el que demostró, en realidad se demostró a sí mismo, que no hay que agregar nitrógeno, que con lo que viene disuelto en el agua, en la lluvia, más lo que nosotros agregamos con verdeo, alcanza. Si agregás nitrógeno, es un sobreestímulo que solamente estresa a la vid", explica Juan.
Facundo estudió Ingeniería Agrónoma en la Universidad Nacional de Cuyo que, por supuesto, está enfocada en la viticultura. La formación convencional, cuenta, está pensada para alimentar de profesionales la industria, donde a su vez lo que prima es la aplicación de agroquímicos. "Es la cultura del miedo", enseña Facundo. "Miedo a que te vaya mal. Atacamos la sintomatología, la consecuencia, en vez de ir a las causas. ¿Por qué no hay un equilibrio? Lleva su tiempo, pero es lo único sostenible. Somos nuestros propios enemigos. No se le pone un costo al daño que se le hace al ambiente, aunque sea un costo relativo. Todo está enfocado en maximizar la plata".
Facundo tiene entre sus manos uno de los 180 cuernos enterrados en la finca de Chakana. Es una de las prácticas biodinámicas más difundidas y efectivas. El cuerno de vaca con bosta se entierra en otoño, y el cuerno con sílice, en primavera. Cuando se desentierra uno, se entierra el otro. Luego se vacía el contenido en una barrica con agua y se esparce con un pulverizador en el campo. Esto se combina con un proceso de compostaje. "Estás echando microbiología que estaba en el intestino de la vaca, recuperándolo con aire y agua", explica y amplía: "La vid es una planta plurianual que genera simbiosis con unos hongos, que les permite hacer un uso más eficiente del agua. En la medida en que favorezcas esa microbiología, el suelo va a llegar a un equilibrio".
Vale la pena poder decir: ¿la guita es el único valor que te mueve para hacer vinos? ¿Para ganar dos mangos más? Se están perdiendo toda la parte cultural del vino, que vale la pena vivirla
Juan mira detenidamente una botella mientras reconoce que su recorrido estuvo repleto de dudas y miedos, que poco a poco fue desarmando con entusiasmo y convencimiento. "Sé que le estoy haciendo una crítica muy fuerte al sistema, y vale la pena hacerlo para poder decir esto: ¡te están cagando! Hay cien maneras de hacer las cosas de un modo diferente, no estás obligado a pagar para que digan que tu vino es bueno… ¿la guita es el único valor que te mueve para hacer vinos? ¿Para ganar dos mangos más? Se están perdiendo toda la parte cultural del vino, que vale la pena vivirla, es hermosa", larga.
No hay falsa humildad en su predicamento, sino una búsqueda impenitente por no repetir mandatos sin cuestionamientos y la recuperación de ese momento que sigue generando el vino en su vida: un buen momento en la mesa. Juan se pregunta una y otra vez por qué tiene que ser caro, por qué existe esa tendencia a alejar los placeres y la calidad del consumo popular, y por qué hay que producir más y más para no quedar como un perdedor en la industria. Y el por qué es un arma de destrucción masiva de lugares comunes.
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