
Cuando pedir perdón se vacía de sentido
Durante muchos años me dio vueltas en la cabeza el tema del perdón: si tenemos que pedirlo, cuándo corresponde que lo hagamos, por qué y para qué disculparnos, cuál es la mejor forma de hacerlo. Me incomodaba por alguna razón que no llegaba a entender, hasta que en la lengua inglesa descubrí la solución: I am sorry (lo lamento). En castellano pedimos perdón (perdoname, ¿me disculpás? o mil perdones) y así no (necesariamente) mostramos arrepentimiento ni nos hacemos cargo de lo ocurrido. Además, le pedimos al otro que nos disculpe cuando quizá no está listo para ello. Cuánto más sanador entonces resulta decir lo lamento, o lo siento, dos frases muy poco habituales para nosotros que hablan de lo que sentimos sin pedirle nada a la otra persona. Implican que nos hacemos cargo de haberle fallado o haberla lastimado de alguna forma, expresan nuestro dolor por lo ocurrido, sin forzar ni apurar a perdonarnos.
Esta confusión empieza en la más tierna infancia cuando obligamos a un chiquito a pedirle perdón a su hermanita por haberla empujado o haberle sacado un juguete, incluso lo obligamos a darle un beso, y con eso creemos zanjar la cuestión, pero él descubre en ese mágico perdoname un hábeas corpus (en el Estanciero nos dejaba salir de la cárcel sin cumplir la condena, ¿se acuerdan?) que borra el enojo de los padres, no requiere arrepentimiento, y les permite salir de situaciones difíciles muy rápido? y sin aprender nada. El perdón empieza entonces a vaciarse de sentido para convertirse en una fórmula convencional con poco compromiso personal. Por otro lado, la hermanita a lo mejor sigue furiosa y llorando, y no le sirven para nada la disculpa y el beso. Para empezar a perdonarlo, ella necesita que su hermano tome conciencia de que la lastimó y repare el daño, lo que no se logra con una simple palabra y un beso dado sin ganas, usados como recurso rápido para volver a jugar... y a pegarle de nuevo, porque con otro perdón queda libre de culpa y cargo.
Lo que propongo lleva un rato más largo porque vamos a conversar con él de lo que pasó, investigar con él qué otra cosa podría haber hecho con su enojo y a partir de ahí llegaremos a que pueda decir que lo siente o lo lamenta, y que sea de verdad.
Cuando no lo hacemos de esta manera, los chicos crecen y aprenden a agregar fue sin querer, no fue mi culpa o fue culpa de ella porque? y con eso terminan de aprender a esquivar y lavarse la manos de la responsabilidad. Y se convierten en adultos y siguen (en realidad, seguimos) haciendo lo mismo.
Nuestros niños piden perdón desde muy chiquitos, cuando todavía ni siquiera saben lo que significa la palabra. La aprenden pronto porque es muy eficaz para hacer sonreír de nuevo a mamá, salva del castigo; a veces, son tan chiquitos y entienden tan poco que dicen te perdono en lugar de ¿me perdonás?
Sería interesante que empecemos los adultos a cambiar el perdoname por lo lamento o lo siento y que con los más chiquitos sólo nos ocupemos de estar un paso adelante de ellos impidiendo que dañen. Y si no llegamos a tiempo, pedirles que reparen de alguna forma (una caricia al que hicieron llorar, primero de mamá, después de ellos, por ejemplo) hasta que los veamos listos para disculparse con comprensión real y no sólo como fórmula para salir del paso.
Por este camino le damos al damnificado el tiempo que necesita para procesar y aceptar nuestra disculpa y eventualmente perdonarnos de corazón, cuando esté listo para hacerlo, salimos del contacto superficial que ofrece esa fórmula automática aprendida en la infancia para promover un encuentro de intimidad creciente con el otro.
La autora es psicóloga y psicoterapeuta
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