Educar a los purasangre: cómo se entrenan los caballos más caros del país
"Buen día, buenos días, buen día", se escucha por aquí y por allá. Son las cinco y media de la mañana y la ciudad es una fila de edificios negros que dibujan su contorno en el horizonte inmediato, a esta hora del traspaso de mando entre la madrugada y el amanecer. En el Hipódromo de Palermo, más exactamente en la Villa Hípica –ubicada al fondo de la pista–, hay una realidad paralela al resto de la ciudad, donde los gallos cantan con la salida del sol y las tonadas de sus habitantes no remiten a porteñidad. Aquí se alojan y entrenan los caballos más caros del país.
La Villa parece un pequeño pueblo, con sus callecitas internas y arboledas, donde se amuchan 1200 boxes para igual cantidad de caballos y 100 studs. Las construcciones tienen un dejo de arquitectura inglesa. María Álvarez y Walter Suárez ocupan cuatro studs bajo el nombre de 4 y 1. Ambos se encargan del entrenamiento de 50 caballos de distintos dueños –individuales y haras–, que depositan en ellos sueños, pasiones y ambiciones. Un combo que ellos deberán administrar bajo la combinación de muchas artes, pero sobre todo de dos: la paciencia y el sacrificio.
La rutina empieza cada amanecer. El ritmo en 4 y 1 está marcado por las directrices de María. Con un handy y algunos gritos amistosos comanda los trabajos de sus trece peones, que sacan a los animales de sus boxes, les colocan la montura y los acicalan a la espera de uno de los ocho galopeadores o jockey, que ejecutará las órdenes de la entrenadora.
María tiene un papel con anotaciones garabateadas con lapicera. "¡Facu! A ése dale galope bien liviano hasta el fondo, que no se pase", le dice a Facundo Coria, uno de los jockey. "No te apures y tráelo tranquilo, caminando", le dice casi al mismo tiempo a Walter Soldo, otro galopeador. Mientras tanto, su marido –Walter– está en las gateras de la pista siguiendo de cerca los vareos matutinos, un entrenamiento que consta de trotes y piques, de entre 600 y 2500 metros. Desde allí, confirma que el caballo que acaba de terminar su rutina, Cult Movie, está listo. "Y Walt, ¿cómo lo viste?", le pregunta María por handy. "Está bien para correr mañana", se oye convencido a su esposo.
Los peones esperan con la manguera lista para aliviar el calor de estos animales que, transpirados, lucen aún más perfectos: la musculatura parece latir línea por línea, remarcada por el contraste del agua y el vapor que exudan luego del esfuerzo. Francisco, oriundo de Formosa, de 26 años y ex cartonero, le avisa a María que, al fin, la potranca Daisy Chain logró comer algo. "Viste que no comía por el dolor", le dice Francisco. "Es que es muy mimosa y vos la consentís", le achaca María, mientras Daisy acerca cada vez más su trompa para exigir caricias.
A su regreso de la pista, los jockeys y galopeadores traen noticias sobre cómo vieron y sintieron a los caballos. Algunas son buenas, otras no. Coria da una mala sobre Río Affi: "Algo le pasa". María lo examina y deduce enseguida que no está recuperado de un golpe que tiene en su pata delantera izquierda. "Hay que ponerle hielo", anota mentalmente.
Son las 7.30 y el amanecer ya descubrió el frente de los edificios de la avenida Libertador. Acá es fácil olvidarse de que estamos en Buenos Aires. Apoyada en las barandas blancas que contornean la pista, María programa las partidas cortas: 600 metros rectos para evaluar a sus atletas. Ella cronometra: 35 segundos, para esa distancia, es el objetivo. Mientras los jinetes pasan, la entrenadora sigue con sus directivas, siempre con el handy, el celular y sus anotaciones. Pide especial prudencia con animales de apenas dos años y pocos meses, que empiezan a competir. A ellos los hace correr con otro caballo experimentado a la par, para que aprendan copiando los movimientos. En este oficio, la paciencia es una especie de arte que se trabaja milimétricamente.
Uno de los primeros aprendizajes que reciben los caballos es a entrar a las gateras, el lugar de largada de la pista. Es todo un proceso: el pingo tiene que aprender a entrar, quedarse quieto y largar fuerte desde ahí. Algunos animales se asoman, huelen y se alejan sin más. Y si la primera vez se golpean, luego cuesta el doble. María tiene una premisa de manual: nunca hay que forzar a los caballos. "Hay que enseñarles con paciencia y entendiendo que ellos no están en su medio natural."
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Principios de los años setenta. María tiene tres años y siente fascinación por los caballos que sus abuelos le dejan montar en un campo de General Belgrano, provincia de Buenos Aires. Crece allí: pueblo, monturas y cimarrones. Ya más grande, empieza a anotar nombres propios a las fotos de los caballos que publica el diario Clarín en su sección de turf. También se anota ella como jocketa.
María está en séptimo grado. Su papá –corredor de autos y mecánico– le promete un caballo a cambio de buenas notas. Cumple. Montada a su propio corcel, María empieza a visitar el hipódromo de General Belgrano y a hacerse conocida entre el gauchaje. Aprovecha la siesta para escaparse de su casa, y de las reprimendas paternas, y visita un stud donde Don López la deja subirse a caballos que varean con una soga. Es su primer contacto con los purasangre.
La obstinación de María logra vencer las resistencias de su papá. Todos los viernes viajan hasta la capital para que María pueda ver de cerca a esas máquinas de sangre de primer nivel. Ya adolescente, María se anota en la escuela jockeys del Hipódromo y se instala en Buenos Aires, en el departamento de su tía. Con sólo 16 años debuta en las carreras, en el Hipódromo de La Plata, con una yegua que se llama La Visión. No cabe en sí misma de la emoción.
Como jocketa dura apenas dos años. Tiene problemas para controlar su peso (los jockeys tienen que pesar, como máximo, 54 kilos) y también conoce a Walter, un muchacho que estudia como cuidador en el Hipódromo de Palermo y trabaja junto a su padre, Hugo Constancio. Es un flechazo acompañado por una pasión compartida. Cuando ella queda embarazada –y confirma su decisión de no correr más–, empieza a colaborar con Walter en el cuidado y entrenamiento. En eso están cuando Hugo Constancio enferma gravemente y muere. Es 1993 y el matrimonio queda huérfano de su mentor. Es un momento duro, dice Walter, porque los propietarios de los caballos están acostumbrados a trabajar con su papá. Algunos retiran sus caballos del stud, otros directamente abandonan la actividad. Pocos se quedan.
Atraviesan todo tipo de problemas, como en 2001, cuando se quedan casi sin clientes: apenas ocho caballos para un stud de 14 boxes que se empecinan en mantener. La tormenta pasa, el río parece al fin quieto, pero no logran dar el salto, ese golpe de suerte que todo cuidador necesita para captar más caballos. El 24 de mayo de 2009, el productor de cine Luis Scalella lo llama a Walter: hay un remate en San Isidro y va a llevar unos potrillos. Le pide encarecidamente que le defienda a uno que no desea vender: Furious Key, el caballo que los pondrá en boca del mundo.
Bajo el entrenamiento de María y Walter, Furious gana 17 carreras y se convierte en uno de los mejores caballos milleros: hasta 2015 es el más ganador del país. A punto de cumplir sus siete años, Furious está en retirada, aunque un importante haras (La Generación) lo compró para que aporte sus servicios de padrillo, confiando en su sangre ganadora. "Ese caballo es lo que necesita un cuidador para conocer el éxito", explica María. Con Furious llegó la ampliación: de un stud, pasaron a cuatro.
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Es media mañana. Los caballos ya cumplieron con su rutina y están otra vez en sus boxes. El stud parece un conventillo de principios del siglo XX, repleto de hocicos curiosos que se asoman por las ventanas. Algunos deberán someterse a una molesta fibroscopía: un tubo plástico y flexible ingresa por su nariz para examinar cómo están sus vías respiratorias y si hay o no sangrado. En una habitación contigua, la veterinaria Mariana Bilbao prepara los sueros con vitaminas, hidratantes y desintoxicantes. "Esto reconstituye lo que pierden en el entrenamiento", explica mientras busca la vena y el peón hace un esfuerzo para que el caballo no se mueva.
María y Walter están en su oficina: un amplio salón alargado, con una mesa en el centro y una parrilla al fondo, sobre la que descansan varios quesos caseros de campo. También hay un disco de arado paellero, conectado a un tubo de gas. En un extremo, un aparador con los trofeos. Y en las paredes, las fotos de todos los caballos ganadores de 4 y 1. María anota las rutinas que repasaron sus caballos y programa las del día siguiente. Desde el patio se escucha el martilleo de un herrero que está cambiando herraduras.
Walter le recuerda a María que pronto habrá un remate en el haras El Paraíso, de Capitán Sarmiento. Deciden participar. ¿Qué define la compra de un caballo? "Sangre, genética. Pero no hay matemática. Si comprás mejor sangre, tenés más posibilidades. Mejor padre, mejor madre, posible mejor caballo. Pero hay miles de nacimiento y ¿cuántos caballos buenos? Ganadores, pocos. Perdedores, muchos. Es más fácil que te salga malo que bueno", explica Walter.
En el país hay alrededor de 500 haras, donde nacen 8 mil caballos por año. Entre los tres hipódromos más importantes (Palermo, San Isidro y La Plata) reparten unos 800 millones de pesos al año en premios. Además, se calcula que también se apuestan unos 150 millones de dólares en todo el país, por año.
El universo de elite es aún más restringido. Según el Stud Book que elabora el Jockey Club, en la Argentina hay 100 haras que tienen los mejores purasangre y que mantienen sus caballos en competición. "Lo que define a un buen caballo es la genética, el físico y la cría", dice el veterinario Diego Ayerza, del haras Santa María de Araras, ubicada en el décimo puesto con 86 caballos de su línea genética en actividad.
Este haras cuenta con 300 ha, entre los partidos de Capitán Sarmiento y San Antonio de Areco. Ayerza trabaja aquí hace 23 años. "Todo comienza con la reproducción: se preparan las yeguas para que en julio comiencen a recibir el servicio del padrillo", señala. Como la gestación dura entre 11 y 12 meses, los nacimientos suelen superponerse con los servicios del año siguiente. Entre los cinco y seis meses, los caballitos son destetados y comienza el período de re-cría.
En Santa María de Araras nacen entre 70 y 80 caballos por año. "Durante la re-cría –sigue Ayerza– reciben una ración diaria de granos, y si las pasturas están flojas, se les dan fardos de alfalfa. El caballo está libre, a campo abierto, hasta que comienza la doma." El haras hace entonces una selección: algunos potrillos irán a la venta, otros se reservarán para que corran bajo su propia marca."Hoy la venta es cada vez más temprana: uno quiere ahorrarse los costos de cría, y los propietarios ya los quieren tener para domarlos y entrenarlos. Para que lleves tu caballo lo más temprano posible, los hipódromos ponen premios muy jugosos para la categoría de dos años. Si lo trasladás a escala humana, es como si un chico de 10 años estuviera físicamente preparado para competir con uno de 20. Es una locura."
Los caballos que se quedan disfrutan del aire libre y reciben un entrenamiento basado en el aprendizaje temprano. Van al picadero (una especie de calesita- donde aprenden a ejecutar órdenes para caminar, trotar y correr) y realizan vareos matutinos en la pista del propio haras. Todo está en función de la competición.
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Es lunes y hay carreras. En el Hipódromo de Palermo, una inmensa mole fundada en 1876 que luce una arquitectura imponente, el movimiento se reparte entre los bingos, los restaurantes y la hípica. Sobre el extremo sur, en la esquina de la avenida del Libertador y Dorrego, María y Walter se concentran en Román Stone y Potro Pintón, dos de sus caballos que correrán a las 18.15. Les colocan las monturas y los acicalan, mientras les hablan en código para tranquilizarlos.
Lejos de allí, en otro extremo y debajo del edificio principal, los jockeys se preparan en los vestuarios. María eligió a Facundo Coria y a Juan Noriega para que corran con sus caballos. La concentración de los corredores tiene un aire relajado. De fondo se escucha alguna bachata y risas; los jockeys chequean sus celulares o miran por televisión las carreras que los preceden. Coria, cordobés, 36 años, se subirá a Román Stone. Ya tiene todo listo para salir a la pista, vestido con el tradicional traje ajustado al cuerpo y las botas de cuero. Desde el vestuario, los jockeys caminan por un largo túnel que desemboca en la superficie de la Redonda, donde se encuentran con el cuidador y entran en contacto con su caballo, que gira en tono de exhibición para los apostadores. "Correlo de atrás, tranquilo", le dice María a Facundo antes de que encare la pista.
Todo listo para la carrera, que será de 1600 metros. Walter y María se van a un extremo de la tribuna oficial. Es el momento de la verdad, el pingo sale a la cancha y todo el trabajo se resume frente a la expectativa del mundo que lo precede: el dueño, el peón, el entrenador/cuidador y los apostadores. Son segundos de carrera que definen muchos ánimos. "Acá se acabó el cuento –sentencia María–. A pesar de las miles de carreras y de la experiencia, nunca me acostumbro, siempre es mucha adrenalina", agrega.
La secuencia es frenética: los caballos en la gatera, la largada, la voz del relator del estadio que sube drásticamente en la recta final, los reflectores, la carrera que comienza y llega a su fin.
María no le quita la mirada a la pantalla gigante. No habla, simplemente observa. Román Stone llegó tercero; Potro y Pintón, sexto. Eran ocho caballos compitiendo. La gran pantalla, ubicada en el centro de la pista, repite la carrera. María vuelve a mirarla mientras baja los escalones, en silencio, hasta que sentencia: "No fue del todo malo, son caballos que están acercándose a los mejores".
Walter se va a charlar con los jockeys para preguntarles los detalles de la carrera, mientras María chequea en otro extremo de la pista cómo quedaron los caballos. Uno de sus peones les echa agua y María los revisa minuciosamente. Los animales tienen la respiración agitada y exudan una gran cantidad de vapor. María los felicita por el esfuerzo y se ríe porque Román Stone quiere comerse la libustrina decorativa. "Están muertos de hambre, ahora se comen todo."
De alguna manera, el ciclo de trabajo termina con el cruce del disco en cada carrera. Si el caballo logró terminar sano, el resultado es bueno. Si gana, mucho mejor y todo el mundo contento. Pero acá no hay matemática que valga. María y Walter, por ejemplo, no apuestan ni siquiera por sus caballos. El universo de los turfmans –amantes y apasionados por los caballos– está a una prudente y larga distancia de los llamados burreros, los apostadores que suelen hacer imbricadas y peligrosas predicciones sobre los posibles resultados.
"Hay que entender –dice Walter– que el caballo te va a salir plata y no te va a devolver. Si te toca la varita, mejor para todos. Esto no es un negocio, es un disfrute. Tienen que pasar muchas cosas para que sea un negocio."
El valor del trabajo humano y artesanal –no hay máquina que pueda reemplazar al hombre en esto–, la pasión y el amor por los caballos, es lo que mantiene vivo a este mundo. Para muchos propietarios y aficionados, el turf es un cable a tierra: llegan al hipódromo, se conectan con los caballos, se alejan del ruido de la ciudad, de la rutina, toman unos mates y se van contentos. Ganen o no. María y Walter son los catalizadores entre la burbuja, como llaman a la Villa Hípica, y el afuera. "El disfrute de los que saben no pasa por el dinero", dice María. ¿Ella disfruta de su trabajo? "Yo no podría hacer otra cosa, acá estaremos siempre".