
El amor agujereado
Ni el romanticismo de los pasacalles logró superar al chamuyo filosófico del varón argentino
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Hasta hace algunos años, lo más fascinante de mis regresos a Buenos Aires eran los pasacalles cariñosos. ¿En qué otra ciudad del mundo podía verse nada igual? Banderolas de tela atravesaban las calles de lado a lado, pero no para exaltar los méritos de un dirigente político, sino para ventilar el amor. Viniendo de territorios más fríos, la idea de que alguien se patinara una pequeña fortuna en colgar te quiero de un balcón al otro, con o sin el agregado de feliz cumpleaños, me producía un cosquilleo y la mezcla de sorna y ternura, por partes iguales, que siempre ha caracterizado mi relación con el sentimentalismo argentino. Y de envidia: será ridículo, pero el que se despierta a la mañana y ve la calle embanderada con su nombre debe sentirse un dios.
Esos pasacalles estaban perforados para que el viento no acabara por desgarrarlos. Sin embargo, lo ha hecho: ahora que ha pasado el instante de la ilusión -la breve fiesta consumista-, de aquel despliegue amoroso no queda ni un jirón deshilachado. Casi se diría que los enamorados derrochones los han cortado al ras para borrar todo vestigio de su entusiasmo ciego. Tal vez porque nadie pensó en protegerles los bordes con punto ojal, los agujeros se han agrandado hasta llenarlo o, más bien, hasta vaciarlo todo. ¿Se volará el amor por los huecos en tiempos de crisis? ¿Será verdad que ya no queda tela, sino brisa, una callada brisa que ni siquiera susurra los te quiero, como si la falta de medios con que pagarse los metros de algodón para exponer la pasión en letras grandes hubiera agujereado el sentimiento mismo? Conclusión apresurada y depresiva que no por azar me ha venido a la mente en forma instantánea. Es que la tentación de la melancolía tiene que ver con la pereza: es lo primero que se nos ocurre. El optimismo, en cambio, requiere dosis de energía que al obrar como una transmutación alquímica (toda similitud con Pablo Coelho es meramente casual) nos vuelve sutiles. Y alertas. Y capaces de escuchar. La depresión no destapa los oídos.
"Vo en la vida no tené que andar con uno, con otro; vo tené que pensar con la cabeza, ¿viste?, encontrarte un hombre bueno que te respete, que te dé tu lugar." La frase me llegó bien timbrada y sonora desde el andén de una estación misérrima, llena de gente que celebraba el más dulce domingo de otoño juntándose a charlar en la placita del pueblo. El que la pronunciaba se veía obligado a alzar la voz para sobreponerla al volumen de las otras. Desde mi ventanilla del tren lo miré sin recato: tenía poco tiempo para observar al hombre que luchaba a brazo partido contra el agujereamiento del amor. El estaba tan empeñado en lo suyo que ni me vio. Era un morocho gordito y de baja estatura. Puede que hubiera bebido para darse ánimos. Transpiraba de pie frente a una mole femenina de la que no vi el frente, pero cuyas dudas se reflejaban hasta de espaldas, en cierto modo de girar la cabeza para mirar hacia otro lado, en cierto bamboleo de los hombros, ese que significa quiero y no quiero. Su juventud se evidenciaba en la firmeza de la carne, sin embargo desbordante, y en el tono consejero elegido por el terco luchador poco agraciado que contorneaba la dificultad presentándose a sí mismo como un puerto de paz. El sol caía a pintitas sobre su frente húmeda y aureolaba a la mujer de imponentes caderas; pero no creo que ellos mismos, metidos como estaban en su propia historia, lo hayan advertido, así como no advertían la intensidad que les otorgaba el mero hecho de aparecer enmarcados y fugaces, vistos desde un tren.
Cuando éste arrancó les deseé suerte, convencida. Creo que ese gordito podrá ser bueno si esa chica grandota llega a creer que él abandonará la bebida cuando ella se lo pida. Lo creo de verdad. Lo que me mueve a imaginarlos felices comiendo milanesas en la casita de material del consejero es el ardor restaurador de aquella voz masculina que se elevaba por sobre el griterío, más clara y eficaz que cualquier banderola con los agujeros intactos, y su tenacidad reflexiva que, en efecto, prometía respeto.
Porque debo aclarar que mi fascinación por los pasacalles resulta anecdótica en comparación con mi maravilla ante el deseo filosofante del hombre argentino. No hay pasión que no incluya una meditación sobre la vida, del estilo ya citado: no a gozar, mi negra, sino: Un hombre que te dé tu lugar. Varón/ pa´ quererte mucho /varón/ pa´desearte el bien. Dudo que, en caso de entenderla, una declaración oída en la estación de Basel, Suiza, hubiera llegado a mis oídos envuelta en semejantes consideraciones sobre la existencia. Y para ser sinceros, hasta dudo que una declaración cualquiera hubiera perturbado en ese sitio el ritmo de los relojes.
Lo que vuelve harapos el amor no es la pobreza, muy por el contrario. Mientras el tren arrancaba recordé la conocida frase, dicha por no sé quién: el amor es el lujo de los pobres.
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