El primer golpe produce una explosión ensordecedora. Se siente como el rugido de un disparo de escopeta. Unos segundos después, Guillermo Mendoza vuelve a descargar su inmenso martillo cuadrado sobre la masa de acero ardiente. Acaba de sacarla de un horno encendido a más de 1.300 grados de temperatura. El pequeño taller con techos de chapa en el que trabaja apenas respira. El poco aire entra a través de la parte superior de la pared, que no tiene ladrillos. Cada nuevo golpe va abriendo surcos negros en ese cuadrado encendido que parece estar hecho de lava volcánica. El calor aumenta y la masa empieza a perder su tamaño. Todavía faltan varios días de golpes de martillo para reducirla a la hoja de un cuchillo y para que en esa hoja aparezcan los dibujos impredecibles de una de las aleaciones más enigmáticas que existen: el acero de Damasco.
Desde hace 10 años, Guillermo Mendoza se convirtió en uno de los pocos hacedores de cuchillos en el mundo que intentan recuperar este proceso milenario surgido en el corazón de Medio Oriente durante el siglo IX, en la ciudad de Damasco. Los mitos que lo rodean hablan de guerreros cuyas espadas podían cortar en dos las de sus enemigos y tenían la flexibilidad para atravesar una seda flotando en el aire. "Es cierto que se desconoce cómo trabajaban en la antigüedad, pero también existen caminos para conseguir ese acero", explica Mendoza en La Antigua Fragua, su taller ubicado en Lanús Oeste. "Los golpes de tu martillo hunden un metal dentro de otro, y lo que sucede si soldás a martillo dos metales es que mantienen su identidad. Esa es la base de la técnica: las láminas se van enroscando y van creando los dibujos y los trazos que se forman en la hoja".
Este herrero autodidacta de más de dos metros de altura y una mirada gélida y penetrante aprendió los secretos de la forja a través de su abuelo, un puestero de estancia atraído por la mecánica y la soldadura. Luego de trabajar como docente y para diversas empresas de la construcción, decidió dedicarse por completo a esos cuchillos a los que daba forma en su tiempo libre. Hoy, ese cambio de vida, que le insume un trabajo de más de 10 horas diarias, lo llevó a recorrer el mundo y a recibir en su taller a un grupo ecléctico de compradores que llegan desde Japón, Suiza, Estados Unidos, Alemania e incluso la propia ciudad de Damasco.
Luego de vender sus primeros cuchillos en las ferias de Mataderos, de Recoleta y Caminito, Mendoza recaló en Francia durante el 2009, donde obtuvo el premio al Mejor Cuchillo Forjado a Mano en el Salón Internacional del Cuchillo y del Arte en París. En ese mismo país también fue reconocido en los salones de la Chasse, Rambouillet, y Chambord. Y el nombre que se hizo lo llevó a competir en el programa Forged in Fire ("Desafío sobre fuego", en Hispanoamérica), emitido por The History Channel, donde los jueces no terminaban de comprender su decisión de forjar a mano teniendo enfrente a competidores que utilizaban martillos mecánicos. "Hago mis propios cuchillos, a mi manera. Nunca hice cuchillos estereotipados: ni el Criollo ni el Bowie puros. Y eso es quizás lo que atrae", dice Guillermo Mendoza, cuyos cuchillos fueron elegidos como regalos presidenciales de protocolo por el último gobierno argentino. "Pero lo que más me fascina a mí no es el arma en sí, sino la creación".A lo largo de los años, en sus dagas, cuchillos y facones, fueron apareciendo figuras que se asemejan a diseños cartográficos repletos de ríos e islas, calaveras, rostros de humanos y de animales, patrones geométricos que se repiten como mantras solidificados. En la complejidad y en la simetría de esos dibujos radica el secreto que persiguen los compradores del acero de Damasco, que desde hace algunos años se convirtió en uno de los más buscados dentro de la cuchillería de alta gama. Y son pocos los que logran dar, casi de manera intuitiva, con las claves para alcanzar una aleación que permita distinguir con claridad las líneas de cada dibujo y que tenga a la vez una hoja filosa que resista el tiempo y el óxido.
Los viajes de Guillermo Mendoza a Europa le permitieron terminar de afinar una mezcla que cumpla con esas condiciones: 300 láminas de distintos aceros que se torsionan y acaban concentradas en una hoja de seis milímetros de espesor. "Mi mezcla no es la de ningún otro lugar, la fui creando yo. Son muchos años de lastimarme y quemarme las manos hasta llegar a la fórmula que tengo", explica Mendoza, que comenzó trabajando con chatarra y partes de automóviles y llegó a forjar restos de un meteorito caído en África.
"Mis cuchillos tienen un espíritu propio. No hago cuchillos industriales, sino que surgen de una serie de vínculos en los que se juegan muchos sentimientos. Por ejemplo, personas que los buscan para regalárselos a amigos o parientes enfermos. Te podés conectar con todo eso", asegura Mendoza. "Desde que aprendí de oído con mi abuelo a forjar y caldear, entendí que esto no se trata de unir planchuelas. Se trata de transferir las emociones que tenés y de ponerlas en el laburo, en cada golpe que le das al acero".
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