
El lecho más peligroso: una tumba donde yacen las diferencias

A unos 20 kilómetros de Atenas, la ciudad agrícola de Eleusis fue escenario, en la Grecia antigua, de una serie de ritos anuales con los que se honraba a Deméter, diosa de las cosechas, y a su hija Perséfone. Un día ésta fue secuestrada por Hades, dios del mundo subterráneo, prendado de la lindísima muchacha. Como suele ocurrir, hubo poderosos complicados en el rapto, empezando por el propio Zeus, gran mandamás del Olimpo, y la madre desesperada quedó sola en su búsqueda (los mitos nunca dejan de hablar de lo actual). Deméter amenazó entonces con esterilizar para siempre a la tierra e impedir que algo volviera a florecer. Los dioses olímpicos, temerosos de perder la fidelidad de los mortales (siempre hubo clientelismo), ofrecieron a Deméter un trato: la devolución de Perséfone (que, no obstante, debería pasar tres meses por año en el submundo) a cambio del regreso de las cosechas. Deméter aceptó y esos tres meses son, desde entonces, los del invierno.
En retribución a la hospitalidad de la gente de Eleusis durante su odisea, la diosa construyó allí un templo, en el que se la celebró cada año a través de los llamados Misterios Eleusinos. Muchos de los viajeros que concurrían a los rituales solían pernoctar en la posada de un personaje llamado Damastes, de quien se decía era hijo de Poseidón, dios de los mares. Era un gigantón a quien se conocía como Procusto (que significa el estirador). Debió este alias a un curioso hábito. Ofrecía a sus huéspedes una cama de hierro, esperaba a que se durmieran, entonces los ataba a los cuatro extremos y los medía. Si eran más largos que la cama, les cortaba las piernas. Y si resultaban más cortos, los estiraba brutalmente.
Así nació la leyenda de El lecho del Procusto. Y acaso así floreció un peligroso y a menudo sangriento hábito humano. El de pretender igualar a cualquier precio, meter a todo el mundo en la misma caja (o habría que decir lecho) con su consentimiento o contra su voluntad, por las buenas o por las malas. El lecho de Procusto es la tumba en donde yacen las diferencias, la singularidad de cada persona, la riqueza de la diversidad.
Cuando se habla de igualar, sea en el campo que fuere, es necesario observar que no haya escondido por allí un serrucho o un potro de tortura. Procusto ha dejado muchos descendientes que toman diferentes disfraces (en la política, en el campo social, en la cultura, en los negocios, en el deporte, en la economía, en los tribunales) y a veces con discursos manipuladores, que suenan atractivos, anestesian y duermen a aquellos a quienes luego cortarán o estirarán a medida de sus objetivos e intereses.
En El espíritu del Iluminismo (un digno homenaje al movimiento que, desde el siglo XVIII, instaló en la historia humana conceptos decisivos como son, entre otros, el de individuo, el de libertad, el de república, y que dio nueva luz a la ciencia), el pensador búlgaro Tzvetan Todorov incluye una deliciosa reflexión que alerta sobre todo esto. El idioma, dice, es un bello y rico ejemplo de unidad en la diferencia. Todos los humanos, de todos los países, etnias y continentes, podemos mantener nuestras lenguas y dialectos (nuestra identidad) y aun así entendernos a través de un idioma como, por ejemplo, el inglés.
Lo que debe plantearse y valorarse es la equidad, en la que nadie pierde su esencia y su singularidad, pero todos obtienen el mismo respeto. Otra cosa son ciertas igualdades, que a veces, como un caballo de Troya, llevan adentro el lecho de Procusto. El tema merece reflexión, porque, desde la antigua Eleusis hasta hoy, demasiadas piernas se serrucharon y demasiados cuerpos se estiraron de manera atroz en nombre de una palabra a menudo confusa.
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