El perro manco
Es un animal de no pasar inadvertido por ser un perro más, sino de ponerse en evidencia por ser un perro más perro que otros. Y resulta que sonríe
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Hay en la plaza un perro que es más perro que el resto de los que allí olisquean, retozan o tiran de su dueño. No apunto más perro en el devaluado sentido de más hombre.
Señalo perro a secas, callejero, común, no desnaturalizado por mezcla de raza alguna y, no obstante, con una fuerte presencia en el paisaje. Animal de no pasar inadvertido por ser un perro más, sino de ponerse en evidencia por ser un perro más perro que otros. Digo, animal que por sortilegio que escapa a la razón muestra ganas de ir más allá de sí mismo, como los místicos, los artistas o las ballenas. En el caso que cuento, un ejemplar que abandona el espacio de la perridad y se pone a saltar espontáneamente en nuestro mundo como si fuera el suyo propio.
Tal mi impresión cada vez que me topo con él. Desde donde se lo mire (y goce) toda otra característica (siberiano, de policía, de aguas, ovejero, etcétera) desaparece ante la fuerza de su simpatía que alcanza lo espectacular sin rozar lo circense. Excepción (o gracia) que a ciertas personas les permite resguardar lo humano, sin que su condición de abogados, contramaestres o ebanistas socave lo principal. De un modo parecido sobresale este perro del montón de perros de la plaza. Por una disposición natural a celebrar lo que pase, por un temperamento a prueba de golpe, hambre o intemperie. Y, visualmente, por una alteración de su cuerpo que lo hace más llamativo todavía: su tracción está reducida a sólo tres patas. O más certeramente a tres (en ejercicio) y media (inválida).
El accidente viene de mucho tiempo atrás. Más que manco correspondería decir que es paticorto. Llegados aquí, el texto se denuncia a sí mismo como un ocioso ejercicio de retórica. Tanto decir bien podía haber sido salvado en el comienzo apuntando lo básico: "Hay en la plaza un perro lisiado". El rodeo, el rizar el rizo y el buscar en la caja de los matices, viene impuesto por el impacto que me produjo este animal. Serán desvaríos provocados por el verano en Buenos Aires. O el deseo de eludir la historia en la que estamos presos. Cuento lo que viví. La plaza está. Sólo hay que agendar la salida del perro.
Acepto que también vale una rotunda frase como: "Hay en la plaza un perro lisiado". Aunque dicho así, secamente, informa sólo un dato y lo que intento es expresar la emoción que me provoca el acontecimiento. No por compasión. No por su pata faltante que, por lo demás, es la más fuerte de su dislocada silueta. Hay algo aún más llamativo y expuesto: resulta que este perro sonríe. De par en par. Sea sentado, orinando, corriendo o yendo de persona a persona, lo suyo es sonreír. Es primero un animal sonriente. Luego un manco. Puede que finalmente haya en él un perro. No lo sé.
Sé que puede resultar chocante asociar perro con sonrisa. Pero ahí está. Tan propia como la de cada cual. Por eso la gente se detiene, lo acaricia y comenta su incansable beatitud. Hasta los muy hoscos lo contemplan y parten con media sonrisa de sorpresa en la cara. Es seguro que este perro tiene algo y que ese algo se le pega a la gente que lo ve. Son más las sonrisas que prosiguen el camino que las que vienen viniendo hasta el lugar en el que puede estar el perro. Es como un milagro sin confirmación oficial. Un hecho más. O "un casual", como dicen algunos.
Pero no. Es el trabajo secreto de un artista. Esta información la obtuve pese al silencio de la muchacha que lo pasea. Ella es amable, pero sólo responde por señas. No parece ser muda, sino una profesional del silencio. A mis preguntas las contesta con armónicos gestos que se hilvanan en el aire, en donde se deshacen sin que pueda antes descubrir su clave. Sólo descifro al perro. Su sonrisa no precisa traducción.
Por fin, como decía, pude aclarar una parte (sólo una) del misterio. La muchacha que pasea sin palabras es la hija del más renombrado mimo argentino. El perro, un insólito alumno a quien este artista ha conseguido hacerle olvidar su pata perdida enseñándole a vivir sonriendo. Sería grosero cerrar esta pesquisa con moraleja al uso. Por suerte, no la tiene. Aunque a mí, por momentos, me asaltan ganas de ir y plagiar al fabuloso perro de Angel Elizondo. Abandonar las muchas patas rotas en el bolsón del año ido y no quitarme la sonrisa ni para morir. Espero hacerlo. De no ser así, desde ya autorizo a quien pudiera encontrarme sin ella en cualquier sitio que me lo demande.





