
En soledad: reflexiones entre los altivos y elegantes maitenes
Camino por un sendero de animales solo. Tan solo como solo quiero estar. Los maitenes son unos de los árboles nativos más lindos de nuestra patria. Altivos, elegantes, generosos de vista y sombreados. Es de tarde, los pastizales verdes me rodean, hay algunos maitenes copudos y redondos casi de arte topiario; recuerdo que en estas estepas abandonadas en la precordillera neuquina son los ciervos en invierno los que se comen las ramas del maitén, parándose en las patas traseras y dejándolos despuntados por abajo.
Al mirarlos en la perspectiva del campo siento que estoy en un parque cuidado por jardineros italianos. Cuando era muy niño, en la casa de mis abuelos, en las barrancas de Acassuso, había un jardinero italiano, Franco, que tenía siempre un cigarrillo armado, apagado, colgando de los labios. Él me hacía las mejores hondas, con gajo de horqueta de sauce y llantas de goma de auto, atadas a un cuero, donde se sostenían los proyectiles, piedras o bolitas, según el tamaño de la travesura soñada.
Mis pasos delegan en mi memoria el hacer de este día de maitenes y soledad. Camino y pienso para atrás, no sé si es bueno revisar el pasado. En la cultura de Vietnam miran el pasado sin rencor, pero lo que me ocupa es pensar en los mejores momentos de mi vida solo. Sí, hubieron muchos más compartidos: de amores, familia, amigos, trabajo, pero… solo, solo, solo. ¿Cuáles fueron? ¿Dónde? ¿Por qué? Los atesoro. Amor. ¿Quién me enseñó a amar?
¿Fue el pulso del cirujano que unió mi clavícula a los 10, o la niña que me besó en la butaca de un cine? ¿Fue el roce de mis pantalones rosa en los cumpleaños de tocadisco de 15? ¿O el rector inglés de mi colegio primario, que me dijo que era amoral, luego de hacerme tocar los pies con las manos y darme un zapatillazo por atrás, por haber comido una manzana de un árbol vecino al colegio? Su tono adusto y ceremonial, recuerdo la torción de sus cejas, me hizo crecer de un golpe y caí en la cuenta de que los hombres enojados se expresan sin pensar.
El amor se goza en la pluralidad de dos, pero la bella soledad, aquella que se abraza en el silencio, es nuestro triunfo. Porque saber estar solo es un triunfo, es la victoria de la individualidad, una clausura momentánea al mundo externo que nos permite nutrir nuestro necesario silencio, reconocer la belleza da cada uno.
He sido brutal con mis amores, cariñoso, protectivo y bárbaro, salvaje. Es mi naturaleza. La soledad elegida es una emancipación heroica, la soledad por abandono es la tragedia del desamparo, un destierro que quiebra hasta al más estoico.
Se escucha que un hombre o mujer deben guardar recursos para la vejez, para vivir dotados de comodidad y buenos augurios. A veces creo que una verdadera sabiduría sería simplificar la vejez, con un par de zapatos dignos, dos pantalones y cuatro camisas, papel, lápiz y un acceso a libros. ¿Libros? Mis editores en Nueva York me dicen que van a desaparecer, que la tecnología los engulle y que las nuevas generaciones hablarán de ellos como nosotros lo hacemos de los grandes barcos que se usaban para las travesías intercontinentales.
Un mundo sin libros me deja muy solo, sin elección, desamparado. Borges dijo en Harvard, en 1967, que un libro es un conjunto de símbolos muertos que sólo vuelven a la vida en manos del lector.
Pero siempre me queda la posibilidad de estar solo, de juntar ramitas, pastos, flores, de cerrar los ojos al viento y la lluvia. El naturalista americano John Muir decía que en sus caminatas de campamento, por las montañas de Yosemite, a veces acampaba al lado de una piedra por días, mirándola, y le preguntaba de dónde venía y hacia dónde iba.
Si hay una locura en la soledad me apetece. Una melancolía que abrazo con mis cafés, libros y palabras.
De madrugada, cuando escribo solo. Heroico







