Las 24 horas con celular e internet, ya no soportamos un segundo sin la información que nos traen las redes sociales. Conexión o muerte.
Los dedos tamborilean frenéticos sobre un mostrador de fórmica, el pasamanos de una escalera o el respaldo de una silla en esa incierta tierra de nadie llamada "sector de atención al público" en el banco: la fila se nos antoja kilométrica como la Larga Marcha de Mao a través de la China y, ahí donde las normas de seguridad impidan usar el telefonito, una crispación muda le hará subir los calores al hombre impaciente. El varón se roza la entrepierna para percibir una vibración, pero, lejos de cualquier pulsión autoerótica, nomás comprueba que el celular no esté sonando. ¿Y si justo ahora recibe una llamada importante? ¿Y si se pierde el tweet más comentado del día? ¿Y si el correo le filtra la foto de la última vedettonga enchastrada y él acá, confinado a la espera en una bóveda que se anuncia eterna?
Si es cierto que el bostezo es apenas un aullido en silencio, el aburrimiento se impone como el mal de la época: los teléfonos inteligentes terminaron con los tiempos muertos y, presos a la vez de la urgencia y el sopor, los hombres reclamamos estímulos que nos mantengan ocupados. No podemos esperar ni sentirnos desconectados, esclavitos de la lógica minuto-a-minuto que nos obliga a actualizar nuestro "estado" con la frecuencia de un parte metereológico. Mientras Facebook propone una nueva idea de espacio, con el Muro como lugar sólido donde se construyen nuestras pavadas, Twitter amplía una noción moderna del tiempo porque, en su timeline, todo pasa con la urgencia de lo que sucede ahora. Como un pibito de seis años que en el peaje de Hudson pregunta cuánto falta para Mar del Plata, el grandulón se aburre y se rebela ante las rutinas de la espera: la cola en un negocio antes se amenizaba con el pensamiento ocioso; el viaje en taxi se animaba con la discusión futbolera. Y un amigo me dice que su teléfono reemplazó la revista pringosa en la sacra intimidad del baño aunque, en delicada deferencia para sus followers, se priva de twittear durante el acto. No le gustaría que, aunque brevísimas en los 140 caracteres, sus publicaciones se volvieran una cagada.
Ahí donde el libro Elogio de la lentitud, de Carl Honoré, biblia del movimiento slow y mantra para el sereno, haya buscado la paz interior en el desenchufe, el hombre conectado a 220 encontrará su pesadilla. "Una fascinante propuesta para hacer que el momento perdure", dice la tapa del best seller y la promesa de goce tántrico podrá convertirse en tormento. Siempre apurados, se nos impone la lógica eficientista de hacer rendir el minuto y, con vocación de milagreros, buscamos resucitar el tiempo muerto. ¡Levántate y anda! Admiramos el lema que sella las acciones del Padrino de nuestro fútbol ( "todo pasa" ) y luchamos contra el instante eternizado: como eyaculadores precoces de la vida, queremos que todo pase rápido porque nos aburrimos.
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