Fobia social
Más vale no confundirse con la fobia: no es una patología genética, ni una aprensión caprichosa, ni un exceso de timidez. Aquí, clasificación, síntomas y diagnóstico, según los especialistas social
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Cuando el anfitrión anunció en voz alta su nombre, a Luis P. se le desató una tormenta en el cuerpo. Un cataclismo fisiológico. Esa tarde, el auditorio de la Facultad de Ciencias Económicas estaba al tope de alumnos y colegas, e incluso había autoridades del centro de graduados que por primera vez asistían a sus conferencias sobre técnicas de marketing de tarjetas de crédito. Más que nunca debía hacer un buen papel, aunque, presentía, haría un soberano papelón.
Me estoy poniendo nervioso, se dijo, y tomó el micrófono con las manos transpiradas y temblonas. Efectivamente estoy cada vez más nervioso y se van a dar cuenta. Soy un idiota... no voy a poder hablar, voy a hacer el ri-dículo... Después de varios minutos enroscado en ese laberinto vicioso recuperó la cordura e hiló hasta la última idea, pero, sabía, eso no lo eximía de volver a experimentar otro cuadro semejante. No era la primera vez que lo paralizaba el hablar en público. En vista de que no podía controlarse, decidió cortar por lo sano y evitar reuniones sociales, profesionales o cualquier otra cosa que implicara desnudar esa vergonzante debilidad. La familia no entendía bien por qué le pasaba algo así justamente a él, que de niño fue tan desenvuelto, una suma de pulcritudes capaz de recitar en clase un poema o improvisar un número doméstico en honor a las visitas.
Sus padres -un matrimonio de honrados gallegos que abandonaron la escuela primaria por causa de la guerra civil española- habían depositado en él todas sus esperanzas y, como buen hijo que era, estudió mucho para redimir las frustraciones de sus progenitores. En casa era obediente, ejemplar y aplicado, al revés de su hermana mayor, que tenía serios trastornos de conducta y con quien mantuvo una relación distante. Siendo ya un adolescente, esa exigencia se transformó en su propio verdugo.
En la secundaria rechazó el puesto de abanderado convencido de que, de los nervios, caería desmayado con estandarte y todo. Recibió el diploma de economista con medalla de honor, y aceptó unas horas de cátedra en la universidad a sabiendas de que, llegado el turno de hablar frente a una clase numerosa, el chico brillante quedaría reducido a un pusilánime enrojecido como un morrón. A los 30 años, sin embargo, logró emplearse en un banco extranjero. Pero ya no podía disimular. Delante de sus jefes quedaba alelado, le ardían las orejas y, aunque despertaba piedad, esa inaudita conducta (inaudita, para un gerente de marketing) acabó complicándole el ascenso. Un día, de tanto acumular miedos y nervios, le dio un ataque de pánico mientras almorzaba con amigos. Creía que el cuerpo le estallaba. Después de un chequeo en el que los médicos no hallaron fenómeno orgánico que explicara la taquicardia, la presión alta y esa horrible sensación de muerte inminente que padeció durante una hora, un clínico dio con la panacea farmacológica. Y las cosas tomaron otro rumbo, muy distinto. Dio charlas hasta en Paraguay, y obtuvo un puesto altísimo en una de las compañías más poderosas de la Argentina, donde actualmente ocupa la dirección de marketing. Sólo que Luis P. pasó cuatro años tomando tres lexotaniles de tres miligramos por día, e incluso libando litros de cerveza porque estaba convencido de que eso reforzaba el efecto del ansiolítico. Aun así, su intimidad naufragaba, y viendo que no podía evitarlo con pastillas recurrió a una terapia psicológica. Y supo que lo suyo era fobia social, un mal moderno tan extraño como curable.
En principio, la fobia no es una patología genética, ni una aprensión caprichosa, ni un exceso de timidez, aunque muchos confundan los términos. Los psiquiatras y psicólogos la definen como un trastorno de ansiedad que se manifiesta en un terror irracional, imposible de autodiagnosticar a la ligera dadas las características de los síntomas físicos que presentan quienes en verdad lo padecen. Están clasificadas en tres grandes grupos: las específicas (miedo a las arañas, sangre, oscuridad etcétera), la agorafobia (temor a los espacios abiertos) y la social.
El mundo se ha vuelto un lugar pavoroso, qué duda cabe. La lista de miedos que hemos cultivado los seres humanos en los últimos años es bien extensa: hay catalogados alrededor de 500, y a cuál más estrambótico. Si bien es cierto que desde el homo sapiens a la fecha, el género no ha dejado de amedrentarse ante situaciones de la naturaleza, la oscuridad, la altura, el encierro, el fuego y otras amenazas, los traumas contemporáneos se han sofisticado al punto de aportarle a la psiquiatría casos por demás curiosos. O, al menos, son dignos de asombro aquellos individuos capaces de salir corriendo apenas ven a la suegra (pentheraphobia), un payaso (coulrofobia), o un pobre pollo colgado en un mercado (alektorofobia). En ese contexto tan insólito, la fobia social parece un mal más, pero no lo es.
Ese temor persistente a enfrentar situaciones sociales o actuaciones públicas por miedo a quedar en ridículo genera semejante stress en ciertas personas que algunos optan por evitarlas, cuando no se encierran en casa por tiempo indeterminado. Y si soportan, lo hacen, literalmente, muertos de susto: tratando de disimular las palpitaciones, el río de sudor bajando por el cuerpo (en especial, las manos), los temblores, el ahogo, los silbidos gastrointestinales, las contracturas musculares y el evidente bochorno en la cara. Todo este paquete de sensaciones actúa en simultáneo con sus mentes, por donde cruzan pensamientos del tipo: Voy a quedar como un tonto, se van a dar cuenta de que soy un tonto, etcétera.
Los investigadores sostienen que el 2 por ciento de la población general convive con alteraciones por el estilo que, a juzgar por los estudios epidemiológicos, aparecen en la edad adulta y en gente que ha sido muy tímida en la infancia. Puede sobrevenir de repente, sin aviso, como consecuencia de una situación humillante o estresante, y tiene mayor incidencia en las mujeres. Aunque son los varones quienes guardan bajo llave el asunto, pero corren al analista apenas ven amenzada su virilidad.
Un interesante artículo, publicado a mediados de marzo en la revista Time, afirma que en los Estados Unidos ya contabilizaron 50 millones de fóbicos, de los cuales 5 millones sufren ansiedad social. En la Argentina, unos 4.000.000 de habitantes -casi todos hombres de entre 20 y 35 años- han consultado con el analista al menos una vez por fobias específicas, agorafobia (a lugares abiertos) y fobias sociales. En vista de cuánto crecieron estas perturbaciones y el enorme desconocimiento de la población acerca de patologías como éstas, las asociaciones terapéuticas locales han ampliado los mecanismos de ayuda. Hasta 1997, por ejemplo, en la Asociación Ayuda, quienes se acercaban por trastorno de ansiedad social no superaban el 10 por ciento, y el año último, según Daniel Bogiaizian, uno de sus directivos, el porcentaje trepó a un 28 por ciento. Unas 30 a 40 personas son evaluadas mensualmente en la fundación, y no todas continúan con un tratamiento. Idéntica tendencia notaron en el Fobia Club, dirigido por Oscar Carrión y Gustavo Bustamante, los que ante el caudal de consultas decidieron elevar a cuatro los grupos de trabajo con fóbicos sociales.
Probablemente lo más dramático, dentro de ese contexto, es que el grueso de los pacientes se las arregla solo, porque lo constituyen personas que no tienen dinero o no saben adónde ir con su conflicto. Y así viven: tomando varias copitas de más antes de subir a un avión, o hurgando en la cartera hasta dar con el ansiolítico que les ayude a soportar una reunión que inesperadamente se llenó de desconocidos. La lista de pérdidas no termina ahí. Unos estudios demográficos realizados en 1992 por un psiquiatra de apellido Schneier revelan que los fóbicos sociales tienen sueldos más bajos, menos educación y una inexorable tendencia a quedarse solteros, divorciarse o separarse.
Mirta C. permaneció ocho años encerrada en su casa. Ni siquiera salió a ver vidrieras y comprar ropa, ni fue a la peluquería, ni al mercado, ni nada. Salvo a las reuniones escolares de los chicos, a las que sólo asistía acompañada de su padre o de una amiga. Pero la pasaba mal, asustada, oculta en un rincón, y yéndose antes para no tener que hablar con la maestra. Durante ese período el marido se ocupó hasta de elegirle el vestuario; iba al supermercado y la trasladaba en el auto a todas partes porque sola no podía salir. Comenzaba a temblar como una hoja, a ponerse roja y a sudar. Si la miraban a los ojos bajaba la cabeza, y caía desplomada de vergüenza si un desconocido la observaba comer. Siempre había sido retraída, de pocos amigos y palabras, aunque no corta de miras. Estudió administración en una universidad privada y ocupó puestos gerenciales en una empresa automotriz, la misma donde un buen día se le dio por creer que sus compañeros la consideraban boba. Renunció. Al borde del colapso, con la familia sumida en un caos, su marido la persuadió de ir al psicólogo. La suya era una fobia generalizada, es decir, le temía a toda situación social.
En la década pasada, los científicos comenzaron a buscar el origen de supuestos fluidos neuroquímicos encargados de animar estos extraños desequilibrios emocionales y algunos creen haber dado con el lugar donde los humanos alojamos nuestros miedos, que no es sino el mismo sitio donde nuestros antepasados primitivos habrían procesado los suyos: la región paralímbica anterior. Ese recóndito paraje del cerebro vendría a ser algo así como la alacena de los miedos modernos. Según los científicos, allí se conservan las reacciones instintivas programadas en el cerebro desde el principio de los tiempos. Estas reacciones son las que les permitían a aquellos individuos escapar de situaciones que los asustaban, como la oscuridad, los insectos, las alturas, los animales pequeños, la sangre, etcétera. "No existen fobias fortuitas -declaró a la mencionada revista Michelle Craske, psicóloga del Programa de Trastornos de Ansiedad y Comportamiento de la uCLA-, tendemos a temerle a aquello que amenace nuestra supervivencia como especie."
Por grave que parezca el cuadro, rara vez esta patología requiere una internación hospitalaria, pues en el 90% de los casos es reversible y con suerte, en pocos días. Semanas atrás, los miembros de la Asociación Estadounidense de Trastornos de la Ansiedad se reunieron en Atlanta en un seminario de cuatro días para debatir las nuevas formas de tratamiento y diagnóstico de las fobias sociales, y cómo lograr que las víctimas de este mal mantengan los beneficios alcanzados. Varios descubrimientos mejoraron sustancialmente la existencia de miles de personas porque hoy existen programas de realidad virtual y nuevos medicamentos capaces de controlar el conflicto antes de que se convierta en una criatura destructora.
Por ejemplo, luego de años de fabricar kilos de prozac, la industria famacológica, a través de la Agencia Federal de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos, puso en circulación una droga sustituta denominada paxil que, en apariencia, serviría para insuflarles coraje a quienes desconfian hasta de su propia sombra. Las terapias cognitivas también aportan lo suyo. Un estudio elaborado por Lars Goran Ost, profesor de psicología de la Universidad de Estocolmo y pionero en el tratamiento breve de las fobias, probó entre un 85 y un 95 por ciento de los pacientes controlaban el problema en la primera sesión, y sin experimentar recaídas.
Vale aclarar que los fóbicos sociales son personas muy normales, y que lo anormal, en todo caso, son los nuevos códigos sobre los que se asientan las sociedades modernas, que cada vez nos exigen niveles más altos de eficiencia en todos los órdenes. Para sobrevivir en esta selva urbana debemos contar con una agenda llena de contactos, hacer relaciones públicas todo el día, tener una cintura política lo suficientemente fina y, encima, cuidar que en el trajín no se nos caiga la máscara. La fobia social es la antítesis de esto, es quizá la demostración de que el mundo está yen-do demasiado rápido, y que a veces es mejor bajarse a tiempo.
fobias especificas: a cual mas rara
Son tantas las fobias como los objetos y situaciones que existen y que el individuo puede experimentar, que la lista desbordaría este recuadro. Cualquiera que haya sufrido, por ejemplo, un accidente de tránsito es capaz de desarrollar fobia a los autos, o quien haya permanecido largo tiempo sentado en la cama o en una silla de ruedas por causa de alguna enfermedad es capaz de padecer luego basofobia, o temor a caminar. La neofobia es el temor a lo nuevo; la fotofobia, a la luz. La misofobia es el temor a ensuciarse y la pirofobia, el miedo al fuego; la claustrofobia, al encierro; la nephofobia, a las nubes. La homofobia, miedo a los hombres; la paidofobia, miedo a los niños. Una bastante extendida, con perdón de los buenos profesionales, es la dentofobia, o miedo al dentista.






