No hay mejor farmacia que la naturaleza. Allá, para cada enfermedad, para cada urticaria, para cada desperfecto, hay una solución. ¿Problemas de caída de pelo? ¿Inconvenientes de plagas, epidemias, la mar en coche? Solo hace falta buscarla, claro. Y durante un buen tiempo, los argentinos en lugar de buscarlo in situ, a esos, llamémosle por su nombre, principios activos, salíamos a comprarlos del exterior. Y así es como nace esta historia: un jefe y su empleada estrella, Diego Ini y Damaris Reynoso, trabajaban en una distribuidora de, justamente, materias primas para la industria de cosméticos y de farmacias. Diego era uno de los socios. Un hombre que se hizo de abajo. A los 17 empezó vendiendo medias en Parque Centenario. Fue repartidor de cartas. Y mantenía sus estudios de Medicina –nunca pudo terminar la carrera– con esos rebusques, hasta que entró como cadete en una droguería. Pasó a vendedor. Tuvo un videoclub. Luego un bar. Volvió a la misma droguería e, invitó a dos compañeros de trabajo, y armó otra droguería.
Diego era una luz: viajó a Estados Unidos sin hablar inglés y volvió con un porfolio de proveedores. Recorría los estados aledaños a Nueva Jersey, el polo químico de América, en bondi. No había obstáculo que lo cortara el camino.
Un día, entró Damaris, ingeniera química, brillante y prometedora, recibida en la UTN, pero en el área farmacéutica –empezó como vendedora técnica–. Diego, en cambio, estaba a cargo del área cosmética.
Él quería retener a Damaris, ya que corría el riesgo de que se fuera, como todo empleado estrella, cual cometa espacial con su estela luminosa, a otra compañía. Para que se quede, a los cinco años de estar en la empresa, les propuso a sus socios sumarla a la sociedad. Pero sus pares le dijeron que no. Ya eran demasiados. Así que, perdido por perdido, Diego, quien –como te contábamos– los obstáculos se los pasa por el reverendo obstáculo, le propuso a la vendedora estrella que presentara un proyecto propio de producción de alguna materia prima –Farmatrade no producía las materias, las importaba– y en ese emprendimiento iba a tener un porcentaje de la nueva empresa. Ella, le anunció Diego, ponía el talento. Los otros, la estructura.
Diego y Damaris se preguntaban por qué no fabricar ellos mismos todas esas materias primas vegetales que Dios nos dio. Y no tener que esperarlas de un barquito Made in Lejano Oriente. Con un paisaje tan vasto, tan surtido y tan tutti frutti, se dijeron, era un despropósito desperdiciarlo sin sacarle su jugo medicinal. Además, conocían el paño, conocían los potenciales clientes y sentían que había un agujero negro comercial por llenar.
Y como toda historia que se hizo grande, empezó en un escenario muy pequeño. Diego, Damaris y dos empleados empezaron desde cero a trabajar en la zona de Mataderos. El año: 2008. Y el primer laboratorio, por así decirlo, fue un garaje.
El escenario era complejo. Pues, aunque no había competencia local en el rubro, ellos competían con materias primas que llegaban de Estados Unidos, Europa y Japón.
Para no fallar el tiro, contrataron a una bióloga experta en plantas autóctonas. Ella participaba de organizaciones que usaban plantas con propiedades terapéuticas con fines sociales.
El objetivo era que la gente sin recursos, que no tenía acceso a medicina tradicional, pudiera curarse usando las plantas del lugar. Ella estaba empapada con las comunidades aborígenes del Sur y de Centroamérica. Y así acuñaron la medicina tradicional autóctona. Palo pichi, tabaco del indio. Marcela. Alfalfa. Romero. Lúpulo. Meliloto. Manzanilla. Centella. Maca. Plantas que crecen a la buena de Dios regadas en los paisajes de Argentina, se transformaron en materia prima cosmética y farmacológica.
Empezaron con un producto sencillo y pop: Capilmax, un activo para luchar a capa y espada contra la caída del cabello. Capilmax conjugaba plantas –alfalfa, romero, lúpulo y meliloto– con aminoácidos. A pesar de que tenían sólo una muestra de medio kilo –es decir, aún no lo tenían desarrollado en el nivel industrial–, Damaris, entusiasta, lo ofreció a un cliente de Bolivia, uno de los laboratorios más grandes del país, vía telefónica. El cliente no solo le dijo que le interesaba el producto. Le ordenó, a ojos cerrados, un pedido de, escuche bien, 500 kilos. Una señal de buen augurio. Pero, claro, se preguntaron: ¿dónde fabricar 500 kilos de materia prima? Entonces, el dúo movió sus hilos, contactos y en breve hicieron su primer despacho for export: 500 kilos de loción capilar, ciento por ciento con hierbas autóctonas con rumbo a La Paz. Ese cliente, prácticamente financió toda la operación de la empresa. Bautizaron el emprendimiento botánico con el nombre Novachem, con aires de novedad y química.
En lugar de comprar a grandes acopiadores, hicieron ley de la empresa comprar a pequeños productores para alentar la economía autosustentable de Argentina.
Damaris, mientras, viajaba sin descanso buscando armar una red sólida de distribuidores. Una vez, acumuló 19 vuelos en 20 días. Un récord.
Con el tiempo, Diego y Damaris compraron sus porcentajes a los viejos socios, y se independizaron. Diego luego vendió las acciones de la vieja empresa y se concentró en Novachem. Capilmax se hizo un hit: lo compraron grandes laboratorios nacionales y luego voló rumbo a Brasil. Y todo eso en el primer año.
En breve, sacaron un producto para la celulitis y moldear los glúteos: el Redumodel. Con plantas también autóctonas. El Redumodel fue un golazo: lo incorporaron las líneas de una reconocida línea que publicitaba sus cremas en el prime time de la tevé. Las ventas se dispararon. Arrancaron con 30 mil dólares mensuales. Y hoy llegan a 300 mil.
Se hicieron, en poco tiempo, reconocidos en el ambiente. En 2013, un laboratorio multinacional de los más importantes de Argentina los convocó para fabricarles extractos naturales. Con el asesoramiento de un ingeniero, desarrollaron una técnica especial de extracción de mejor calidad que la del mercado. Y así, ese coloso sumó botánica ciento por ciento nacional.
Para afianzar el color local de la empresa, crearon la línea cosmética Patagonia–los brasileños tenían su línea Amazonas–, y usaron plantas autóctonas del Sur, donde crecen en climas tan áridos y expuestos al ozono que las plantas desarrollan mecanismos de defensa con alto potencial contra los rayos ultravioletas. Así lanzaron tres productos Patagonia. Cuando, en una feria en París, colocaron su stand, fue una pegada. Y facturaron 300 mil dólares sólo con un cliente español que les compró Phytoscreen Patagonia, una línea de protectores solares extraídos del profundo sur argentino.
Novachem sigue pum para arriba. El último año se presentaron al panel nacional de Endeavor, fueron elegidos entre 200 candidatos y se convirtieron en emprendedores Endeavor –acceso a apoyo, mentoreo internacional, cartera de contactos–. Y, en 2018, se preparan para el panel internacional de Endeavor, en Detroit. En 2017, revista Forbes eligió a Novachem como una de las 30 empresas más prometedoras de Argentina.
Hoy comercializan 19 principios activos, además de las líneas para cosmética Novaplant, Novaoil, Novaprot y Novascrub –los nombres les iban surgiendo en brain stormings entre viaje y viaje– y proyectan la construcción de una planta de última tecnología de 500 metros cuadrados en el polo industrial de General Rodríguez. Actualmente, incorporaron una biotecnóloga para hacer productos más sofisticados.
Ahora son 14 en el equipo, que trabajan codo a codo y tercerizan la producción en dos plantas. Exportan a 20 países de América, Europa y Asia. Y facturan, cada año, 3,5 millones de dólares. Además, trabajan en proyectos con laboratorios de la Unión Europea.
Hace unos meses, una empresa norteamericana los tentó con una cifra para vender la empresa, de esas que hacen temblar el pulso. Pero Diego y Damaris dijeron: “No, gracias”. Quieren que esto, ese reservorio cosmético traído de la misma Pachamama, quede para sus hijos. Con la patria no se negocia.