Imagen versus texto
de Leo Maslíah
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Uno de los temas que sacuden los cimientos del universo cultural de Occidente en las últimas décadas, y a ritmo cada vez más vertiginoso, es sin duda el de la lucha que en los espacios de comunicación se libra entre la imagen y el texto escrito.
Y uno de los síntomas más inequívocos de la relegación sufrida por el texto, es su sacralización. La mayoría de la gente que no lee ni siquiera los subtítulos de una película está convencida de que los libros contienen verdades más importantes y profundas que el cine, los dibujos animados o las historietas.
Muchos textos son apreciados no por lo que dicen, sino porque lo que dicen está escrito, de modo que son vistos más como imágenes que como textos. La palabra escrita, en tanto tal e independientemente de lo que dice, es una imagen, no un texto. Mejor dicho: es varias imágenes.
No se trata de un resurgimiento de la antigua creencia de que lo que estaba escrito ocurre, o que lo que está escrito es verdad. Acá no hay verdad ni falsedad: hay un tipo de papel, con cierto tipo de caracteres y respaldado por el logotipo de alguna editorial prestigiosa, que indica la elevada jerarquía de ese misterioso enjambre de letras. Así, mucha gente puede creer o declarar que venera los libros, cuando en verdad venera imágenes.
Sin embargo, su frecuente desprecio por formas de expresión como el cine, las series televisivas o las telenovelas (no porque las desprecie en sí mismas -tal vez no pueda pasar un día sin encender el televisor-, sino por considerarlas inferiores en rango a la literatura), no se dan cuenta de que su verdadera relación con la literatura se da a través de ellas. Y esto es así porque, en el estado en que se encuentran actualmente (o de la forma como las cultiva la mayoría), estas formas artísticas no son otra cosa que literatura disfrazada.
Los cineastas que operan sobre la base de un pensamiento no literario son una ínfima minoría y, además, son desconocidos por el gran público. La mayor parte de las personas a quienes se muestre una película que no se deje traducir en un argumento explicitable verbalmente, dirán que no la entendieron.
Así que, muchas veces, la imagen está donde la gente cree ver texto, y el texto está donde se cree estar frente a la imagen. Pero no es ésta la única distorsión que los valores más arraigados impri-men al vínculo que tenemos con los textos y las imágenes. La gente que se queja del abandono de la lectura olvida -o nunca supo- que el porcentaje de idioteces que ocupa los libros escritos en todas las épocas no es en modo alguno inferior al de las que pueblan las series televisivas, las telenovelas y las películas. Y tal vez hoy, con el avance de los libros de autoayuda en las mesas de todas las librerías, en desmedro de los otros (los que son para ayudar a los demás), este porcentaje esté en franco crecimiento.
La riqueza de imágenes es algo que no pocos lectores buscan en la prosa y en la poesía. Pocos son capaces de apreciar el sentido vivificante de los textos que coartan la imagen, como aquel gato de Lewis Carroll del que sólo podía verse la sonrisa (y no la boca sonriendo, como tontamente se le tergiversó en la película de Walt Disney Alicia en el país de las maravillas ).
Por otra parte, el dicho "una imagen vale más que mil palabras" es en la actualidad verificable en los espacios que ocupan en un disco los archivos de texto y los de imagen. Por lo menos, las imágenes pesan más... aunque puedan no valer lo que pesan.
Pero el paulatino acrecentamiento del tiempo que, al menos en una porción del mundo, la gente vive en el ciberespacio, parece minimizar los polos de esa lucha texto versus imagen. La televisión está siendo cada vez más desplazada por el monitor de la computadora, y ahí no hay primacía de la imagen ni del texto. Todo está ligado y potenciado de manera que pueden volver a clarificarse los verdaderos términos de la lucha librada en el seno de la cultura: inteligencia contra estupidez.
Quizá los adolescentes de hoy que no despegan su nariz de la pantalla no superen en frivolidad a ésos que hace cuarenta años se distraían momentáneamente de su lectura de Tarzán y de Sissi para ponerse un aro de madera en la cintura y gritar ula ula .






