
Juan Manuel Ortiz de Rozas: casi médico, todo cura
Se crió en San Isidro. Fue a la facultad, tuvo novia, pero misionar le cambió la vida. Hoy recorre Boulogne en bici para estar cerca de los vecinos
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Hoy lleva suelto el clergy, el cuellito blanco que distingue a los curas del resto de los hombres en camisa. Generalmente ni lo usa. No hace falta. En el barrio ya lo conocen. Juan Manuel Ortiz de Rozas, 34 años, ojos pardos y pelo revuelto, pregunta dos veces si el agua para el mate está bien. Y va directo a lo esencial: lo esencial para él es el servicio.
Antes, mucho antes de sentarse mate en mano a escuchar a la gente en un cuarto de menos de dos por dos, a un costado de la parroquia de Santa María del Camino, a Juan Manuel le pasaban teléfonos de futuras candidatas. Y antes, mucho antes, de subirse a la bicicleta para recorrer el Bajo Boulogne y estar a tiro de las necesidades de los vecinos, era un estudiante de medicina en el cuarto año de la carrera.
A los 20, el único hijo varón entre cuatro hermanas mujeres, descendiente directo de Juan Manuel de Rosas, estaba soltero. Acababa de terminar un noviazgo de año y medio. "Antes de empezar a salir con otras chicas quería definir algo más hondo en mi vida. Porque lo que tenía en el corazón era otra cosa. La experiencia de misionar me había cambiado la vida. La primera vez fui a Baradero. Tenía 16 años y estaba en el colegio. Luego, a San Martín de los Andes y, después, a Catamarca. Me impactó eso de estar las 24 horas al servicio del otro, la experiencia de grupo y la relación con Dios. Me di cuenta de que quería servir a la gente y también servir a Dios."
La experiencia de fe en la misión se hacía cada vez más grande y le daba más y más alegría. Ahí fue que le confió a un cura estas sensaciones y ahí fue también que le soltaron la pregunta que ordenaría todo: ¿cuánto espacio querés que ocupe esta alegría en tu vida?
"Buenas... ¿Cómo va? ", saluda a los chicos y madres que se le acercan a la entrada de la parroquia sobre la calle Irigoyen 2200. Despacha una palmada para uno, una sonrisa para otro.
Juan Manuel se crió en La Horqueta, un barrio elegante de San Isidro. Fue a un colegio privado y tradicional de la zona, San Juan El Precursor, y estaba finalizando una carrera (también tradicional) en la Universidad Austral cuando anunció lo que ni sus amigos ni sus padres esperaban: que quería ser cura.
"Mis amigos no sé si se la veían venir, tal vez porque tenía buena relación con las chicas. No es éste el caso del que le cuesta... Yo estaba de novio, salía, tenía en mi vida de todo: deporte, facultad. Me iba muy bien. Pero algo no me cerraba."
Otra pregunta que lo inspiró a tomar la decisión: ¿dónde está el centro? De nuevo la duda. El centro, su centro, estaba en otro lado. A los 22 entró en el seminario de San Isidro y cuenta que los primeros días fueron difíciles. "Tuve una crisis muy fuerte por el cambio de vida. Me encomendé a Dios y él se hizo cargo. Al momento de entrar en el seminario no pensé en el sacrificio, sino en la alegría que me daba mi relación con Jesús. Esto me fue tomando todo. Ser fiel a una opción permanente requiere sacrificios".
Al principio le costó cambiar la forma de relacionarse con sus amigos. "Ellos se juntaban y yo no podía estar, sobre todo el primer año del seminario, cuando uno está más encerrado", explica Juan Manuel, que en esos días escuchaba a los Guns N’ Roses y Mötley Crüe.
Ahora vive a cinco cuadras de la parroquia junto a un cura de 63 años y le gusta dar vueltas por el barrio, siempre en bici. "Así te ponés a tiro con la gente. Uno va enterándose y arreglando muchas cosas del barrio mientras va en bicicleta. Es una herramienta."
A la pregunta obligada por las renuncias que implica la vida de sacerdote, responde: "No es que uno elige la renuncia a tener una familia y a una relación con una mujer, pero cuando la opción es ésta y uno la elige, la renuncia es bien clarita. Son renuncias porque uno es hombre con todas las letras y extraña el cariño y el abrazo de una mujer, pero hay tantos otros reconocimientos y tanto cariño. Desde Jesús, estas renuncias tienen sentido y llenan la vida".
Hace cuatro años que es sacerdote. Sus días y tardes se dividen entre el grupo de abuelos de la comunidad parroquial, la murga del barrio, la catequesis en el jardín de infantes, el fútbol con los chicos de la villa Santa Ana y la red de escuelas del Bajo Boulogne. Para este cura de mirada franca y gesto amigable, ser sacerdote es acercar la amistad de Jesús.
Lo que más disfruta son los espacios de frontera. Así llama al contacto que establece con personas ajenas a la comunidad parroquial. "Por ejemplo, cuando fuimos a hablar con la gente que se había instalado debajo del puente del Buen Ayre. Lo mismo cuando organizamos partidos de fútbol con los chicos de villa Jardín y del Bajo Boulogne. El fútbol es otra herramienta para acercar la amistad de Jesús a los chicos."
"El hecho de que Bergoglio sea ahora Francisco confirma una línea y un estilo de cura y de iglesia que me encanta y con la que me siento muy identificado. Tiene que ver con la cercanía, con la escucha, con el compromiso", concluye.





