La conciencia del sueño americano
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Bajo cualquier forma de derrotismo siempre hay una posibilidad de victoria: este principio se le quedó grabado al adolescente Arthur Miller a los 14 años, cuando la Gran Depresión del 29 se llevó por delante la fábrica de ropa interior femenina de su padre, un judío polaco emigrado a Estados Unidos antes de la Primera Guerra Mundial. Aunque era un negocio boyante, en esos años se ganaba mucho más especulando en Bolsa. El crac de Wall Street lo dejó desplumado y la empresa familiar se fue por el sumidero.
En lugar de alquilar una suite en el último piso del Waldorf Astoria para arrojarse al vacío, como hicieron otros, el señor Miller se trasladó a Brooklyn; pasó un tiempo en un sillón con el puño en la mandíbula y la mirada fija en la pared de enfrente, pero un día se puso de pie y se hizo viajante. Ya no llegó a nada, aunque tampoco tuvo necesidad de estrellarse con su Studebaker contra un árbol para que su hijo cobrara el seguro y pudiera seguir los estudios. Su hijo lo había conseguido por sus propios medios empleándose en un almacén de repuestos para automóviles, un trabajo que le permitió ir a la universidad.
Nada funciona, pero hay que levantarse cada mañana con el ánimo de que las cosas pueden cambiar: éste era el espíritu del viejo sueño americano. Ese era también el espíritu de Arthur Miller. Alto, fibroso, adusto, irónico, este judío antisionista pertenecía también a esa otra raza de los que, en cualquier parte del mundo, nunca bajan los brazos ante la injusticia, y la combaten más allá de la desesperación. No creo que su ánimo hubiera variado en el caso de haber sido estibador en el puerto de Nueva York. La adversidad de la Gran Depresión hizo que, en lugar de ser un acaudalado fabricante de paños, heredero del negocio familiar, se convirtiera en el primer dramaturgo de Estados Unidos. En el fondo, el pesimismo es siempre una forma de moral; por eso nunca hay que doblegarse. De esta derrota extrajo Miller la primera victoria. La muerte de un viajante, inspirada en la experiencia de su padre, fue la obra que lo llevó a la fama.
Cuando todo parecía sonreírle, le llegó otro golpe bajo. Sucedió en 1956. Miller tenía 41 años y su éxito estuvo a punto de ser arruinado. Hay que imaginarlo entrando en la sala abarrotada del Congreso para declarar ante el comité de actividades antinorteamericanas, requerido por el senador Joe McCarthy. En una ocasión semejante, el director John Ford, de pie ante el estrado, miró el reloj y se dirigió a los miembros de la comisión con estas palabras:
–Tienen ustedes media hora para preguntar lo que quieran. A las diez empiezo el rodaje.
Arthur Miller fue aún más escueto, y allí donde algunos actores, directores y productores famosos, que sólo eran héroes en la pantalla, se achantaron hasta convertirse en delatores de sus colegas, él se acogió a la cláusula del silencio, más cerca del desprecio que de la cólera. Normalmente la vida sólo te concede una oportunidad para dar la talla ante ti mismo, de forma que puedas afeitarte sin rubor ante el espejo cada mañana. Miller la aprovechó y, pese a su entereza moral, al abandonar la sala, dijo:
–No me siento tan inocente como para maldecir a otros que no han sabido ser fuertes.
Cosas así sólo pueden decirse después de haber leído mucho a Isaías. Arthur Miller no era un moralista, porque sabía que la inseguridad es el único principio válido en la vida, y de la sensación de que todo puede derruirse en una fracción de segundo sacó su inspiración. Esa era también la cara oculta del sueño americano. Este percance le inspiró Las brujas de Salem, una gran carga contra el fanatismo.
Y un día este hombre duro y reservado saltó a los grandes titulares de todos los periódicos al ser descubierto en brazos de Marilyn Monroe, el mito erótico de Norteamérica. De pronto, Arthur Miller se vio arrastrado por un vendaval que lo convirtió en una parte del gran spot publicitario en el cual la inteligencia y el sexo formaban una misma oscura amalgama, que comenzó a alimentar también el fondo lúbrico del sueño americano. Miller aguantó la furia de aquel viento.
Roto aquel sueño americano que nos fascinaba cuando éramos jóvenes, el desembarco en Normandía, el cigarrillo de Bogart, Gene Kelly cantando bajo la lluvia en París, el glamour de la propia Marilyn, el espejismo de los Kennedy, la Norteamérica que despidió a Miller en la tumba era ya un país con un capitalismo grasiento, desbancado el comunismo de la Unión Soviética, pero en medio de una sociedad de hormigas sin seso, arrastradas por la fiebre de fusiones y dentelladas de tiburones que se devoran entre sí, a millones de viajantes, como Willy Loman, sólo les quedaba la conciencia crítica de este dramaturgo. Mientras uno lucha no está muerto. El 80% de los norteamericanos cree que irá al cielo, pero también la mayoría piensa que allí no encontrará a nadie conocido.
* El autor, español, es escritor y periodista del diario El País de Madrid
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