"Toda vida es un proceso de demolición", dice Scott Fitzgerald en El crack up y aclara que las consecuencias de los golpes que arrecian desde fuera aparecen mucho después. "Hay otra clase de golpe que viene de dentro, que no se siente hasta que ya es tarde", subraya. Esa resquebrajadura, ese desmoronamiento físico, mental y moral es el que sufre el protagonista de la novela Siempre empuja todo, de Salvador Biedma (Buenos Aires, 1979). Y la narración es hábil para abordarla por esas grietas engañosas, laterales, fantasmagóricas que van rasgando el orden de lo esperado hasta desembocar en un final que trae alivio y espanto a la vez.
Rubén Cejas, un hombre que supera los 60 años, decide pasar unos días en la ciudad costera de Coronel Frías, antes de la explosión de la temporada. Quería volver a la playa donde veraneaba cuando era padre de un niño y su mujer aún vivía. Como homenaje a la frescura de los tiempos iniciales, le había propuesto a su único hijo, Cristian, que reside en el exterior, y a una familia amiga alquilar una casa y andar en compañía por los caminos luminosos de los recuerdos que se eligen contar. Pero Cristian no puede desligarse de sus compromisos laborales y cancela. Sin él, invitar a la familia amiga ya no tiene sentido para Rubén que, de todos modos, resuelve ir solo a un hotel modesto cerca de la playa. Los días previos al turismo masivo revelan un paisaje vaciado, que remarcará aún más las ausencias y tensará a los personajes, atrapados en ese aislamiento naturalizado, en un devenir indolente y violento. Algo así como la ocasión hace al ladrón… con la gran salvedad de que aquí no hay un objeto al descuido que es robado, sino una chica, la chica Magnasco, sobre quien la espiral del deseo de Rubén comienza a cerrarse.
"Se sentía idiota, ya estaba grande, de sobra, para no sostenerle la mirada a una adolescente. Sin embargo, cuando ella lo había visto ahí, Rubén se había disparado sin pensarlo, había echado a andar fingiéndose distraído, haciendo de cuenta que apenas había parado un segundo mientras caminaba, aunque necesariamente habían pasado varios minutos mientras él la observaba desde lejos". La excusa es la música, argumenta Rubén, autoindulgente. Cada tarde, la chica Magnasco practica en el piano piezas de Chopin, de Bach. Las vibraciones cruzan el balneario solitario y llegan a un Rubén inquieto en un cuerpo que hace rato no tiene contacto con otro. ¿La culpa es del canto de sirena que vuelve locos a los hombres? ¿O de Caperucita Roja que desobedece y conversa con extraños? Algo de todo este ideario se pone en juego, como también la melodía erótica y moribunda de Muerte en Venecia, en las aproximaciones entre Rubén y la chica Magnasco. "¿Tus padres… bajaron a la playa? No, tuvieron que viajar, estoy sola. ¿Y nunca te dijeron que no aceptes caramelos de extraños? Se frenó antes de decirlo, apenas lo pensó. ¿Por qué esa confianza? ¿Y era nomás una fantasía o él ya había vivido situaciones similares?".
Sin establecer puntos de inflexión, el relato empieza a difuminar las fronteras entre lo que Rubén se imagina, lo que sucede, lo que desea, lo que alguna vez sucedió. Los diálogos no están demasiado delimitados del fluir de su conciencia abismada y la lectura adquiere el ritmo errante del protagonista. Algo que se distingue de su anterior novela Además, el tiempo (Ediciones La Yunta, 2013), y vale aclararlo, ya que Biedma afirma que todo esto se trata de una trilogía. Ambas se desarrollan en un pueblo con un personaje foráneo que ingresa en él y, de alguna manera, queda demorado allí como un Odiseo en la isla de Circe, ya que en esos páramos, la atracción hacia una mujer condensa el conflicto. En esta trilogía aún no finalizada, lo que aparece es el orden de lo involuntario de las circunstancias, de ese todo indistinguible pero material que empuja a sus personajes hacia una ventura infortunada o no, y los manoteos morales que alcanzan a dar en esas encrucijadas. Por eso, no son los temas, sino ciertos escenarios estructurantes y, fundamentalmente, la tejedura de su prosa, que en esta segunda novela se oscurece y entra en zonas de peligro como la chica Magnasco con Rubén.
Signado por un rayo, el comienzo de Siempre empuja todo es fundante. Lo sonoro, y los refucilos que señalan y ocultan a la vez nutrirán la manera de narrar, las palabras escogidas para atrapar, inquietar y, justamente, ocasionar tormento.
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