¿Llegamos a conocer verdaderamente al otro, sus ángeles y demonios?
Miraba caminar a mi hija por el bosque delante de mí con su pequeña mochila. Tarareaba con sus cinco años una canción de María Elena Walsh. Desde chica le gusta el frío, como a mí. Herencia genética o de espíritu. La recuerdo cuando tenía un año andando en bote mientras nevaba, sonriendo con varios grados bajo cero. Reconozco en sus pequeños pasos mi impronta, un entusiasmo que parece ir más allá de lo posible, entre sueños y fantasías con la pureza e inocencia intacta de su niñez. He observado, siempre maravillado, a todos mis hijos crecer y convertirse de niños en adolescentes y adultos; personas y grandes individualidades. Pero a esta niña, seguramente por mi edad, la observo absorto entre todas las cosas con las que la hemos nutrido. Tiene certeramente nuestra traza mientras la guiamos tomados de la mano entre las flores y las hondonadas del tiempo.
¿Puede una persona ser descripta en un párrafo? ¿O en un libro? Quizá podamos hacer un reseña sobre cada uno de sus aspectos físicos y también decir: es afable, bien dispuesta y optimista. ¿Pero llegamos a conocer verdaderamente al otro, sus ángeles y demonios?
Tenemos verdaderamente un objeto que regula nuestros días y actos. Somos un torbellino de hacer y descanso. Siempre me parece confirmar que hay un centro, una médula, un aspecto que va moderando y dándole sol y sombra a nuestra forja dentro de los cambios que nos asaltan a lo largo del tiempo. Cambiamos, pero hay un trazo que está escrito siempre con una misma letra desde la niñez. Mejoramos, empeoramos siempre dentro de ese ámbito que parece estar acotado por una impronta de alma. Una voz silenciosa que nos va llevando por cada paso que damos, cada color que plasmamos, cada residuo olvidado, rencores y pasiones. Ángeles y demonios parecen ser erradicables, ya que una y otra vez los visitamos con la impronta de las enormes ganas de vivir.
Estoy sentado en la banqueta de mi mesa alta de cocina, donde hay un enorme florero otoñal de ramas rojas y amarillas de lenga, mi tabla de madera y cuchillo están limpios, en la mesada descansan los últimos y deliciosos tomates del verano con una docena de zucchini y pequeñas berenjenas. En un plato hay finísimas rodajas de ajo mezcladas con tomillo para hacer una ratatouille.
Escucho a Maria Callas cantar el aria de Alfredo Catalani de la ópera La Wally, Ne andró lontana, y siento en la melodía, sus palabras y voz, el motor del dolor del drama, que siempre nos impulsa entre la adversidad, la tristeza y la alegría. La fuerza de la humanidad parece estar estimulada por esa trilogía sumada a la ilusión, la esperanza y los sueños.
Así, entre mis manos ardidas de cortes, amores e hijos todo se mezcla para formar mi ratatouille, mis hijos con sus rasgos, la ópera, el florero, mi aliento, la copa de vino.
Cubro el antiguo fuentón de cerámica con aceite de oliva y comienzo a disponer la finas rodajas de berenjenas, zucchini y tomates intercaladas entre sí, sumando láminas de ajo y tomillo en forma de domino. Una vez completa la fuente va al horno de barro muy bajo por tres horas para que queden confitadas. Las serviré muy calientes con los bordes bien dorados y las truchas cocinadas envueltas en greda que tiro dentro del fuego para que se cocinen tomando mucho cuidado de que no se pasen.
Al servir todo en las fuentes que van a la mesa, veo en estos platos todos los reflejos de las cosas que erosionaron cada uno de mis días, son quizás una firma deleble que habita mi cocina transitoriamente una y otra vez en las comidas de mis restaurantes, en mis casas o bajo las estrellas de mis fuegos.
Soy eso: un silencio de sabores que nada esconde entre miles de platos, cada día.
Ángeles y demonios.
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