
LYDIA LAMAISON SOLO 84
Lleva ganados muchísimos premios, entre ellos que los chicos le digan ídola por la calle gracias a sus papeles en la TV. Vive sola, y rezuma optimismo y vitalidad: "No sé lo que es el aburrimiento", dice
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Parece de mármol fino. O de tul. Parece transparente. Los ojos redondos de tan azules. La voz seca y digna, el gesto delicioso de quien mide a un desconocido con gracia antigua. El cuerpo menudo de Lydia Lamaison reposa debajo de su sombrerito verde, medio cuenco entretejido sobre pelo blanco brillante.
-Todavía me insisten con que me haga cirugía. No me hice y no me haría jamás. Nunca me preocupó la edad. Cuando me miro al espejo digo: "Qué barbaridad, qué arrugada", pero no importa. Qué hacemos con esas caras estiradas, todas iguales, lentas para caminar, pesadas, sin memoria. No. Yo tengo memoria, camino ligero, y qué me importa tener arrugas.
Lleva 84 años y planea vivir otros mil. Hereda genes longevos la señora Lydia. Usa un escote perturbador, que no esconde en lo más mínimo su pecho pálido y suave. Esta mujer cristalina encarnó roles del teatro shakespeareano con la misma soltura con que ahora hace de señora rica malhumorada y reblandecida en la telenovela Muñeca brava, junto a Natalia Oreiro. -Hay que valorar todos los géneros. Un streap-tease puede ser de mucha calidad, y Shakespeare puede ser malísimo. Yo he visto streap-teases en Europa que son obras de arte. En cambio, si hacés Shakespeare mal te tenés que ir.
Por un costado de su falda, atrapada entre el sillón y las piernas flacas, estira el hocico una cartera roja de charol, brillante. Lidia parece vestida con un aire de utilería.
-Tengo la desgracia, o la suerte, de amar mucho la vida. Como ahora la vida se va alargando, porque veo a cada rato señoras y señores de 100 o 120 años, yo espero vivir muchos años. Claro, no creo que a esa edad me llamen para hacer ninguna tira, pero voy a poder disfrutar. Porque ¡cuánta cosa bella hay en la vida! Nosotros hacemos todo horrendo, pero la vida no es mala. Por eso me gusta vivir.
-¿Jamás piensa en la muerte?
-No. No lo tengo previsto.
No tiene previsto tampoco quedarse sin empleo. Ni aburrirse. Ni sentirse sola. La señora Lydia tiene entre pecho y espalda todo lo que necesita para ser feliz.
-Sí, dicen que las actrices después de que pasan los 40 años no tienen trabajo. Así dicen. Así dicen. Afortunadamente a mí me pasa lo contrario. Tengo 84 y en el último tiempo he rechazado cosas por falta de tiempo. Pero a veces me subo a un remise y un muchacho de 35 años me dice que lo han echado de su empleo y que nadie lo toma por la edad. Ahí se me cae la vida, porque a esa edad apenas empiezan a saber algo. A mí me paran chiquitos de 10 años y me dicen ídola, pero también sé que me recuerdan porque estoy vigente, si no no sabrían quién soy. Yo les digo a los actores: "Chicos, preocúpense por saber quiénes fueron grandes actores", pero no les interesa. Falta curiosidad. Y es tan lindo ser curioso. Yo soy una gran curiosa. En el diario leo hasta las bursátiles.
Es vicepresidenta de la Casa del Teatro y allí ve cómo destiñe la fama cuando la lengua áspera del olvido le lame los fondillos. Allí viven 40 actores con problemas de vivienda. Cuarenta personas con una mano mala de baraja. La baraja de Lydia marca trabajo. En exceso a veces, como cuando hace teatro y televisión al mismo tiempo y salta de las doce horas de grabación al rito en crudo del teatro sin tiempo para tomarse un té. Cuando se le pide explicación ella la da: verduritas.
-Soy vegetariana desde hace diez años. Como muy sano, y he tenido siempre una gran salud. Esa es mi gran fortuna. Pero no todo el mundo tiene training para hacer televisión como tengo yo, a mi edad. Parecería que por pose digo que no me canso. Pero no me canso. No sé lo que es el stress hasta ahora.
Hizo más de 300 papeles en televisión y teatro; trabajó con Graziano, Gorostiza, María Herminia Avellaneda, Blanca Podestá, Paulina Singerman, Agustín Alezzo; recibió -entre los 31 premios que tiene- tres Martín Fierro, el Premio ACE, el Estrella de Mar y el Premio Municipal, los dos últimos por su interpretación en Perdidos en Yonkers, junto a Soledad Silveyra, dirigida por China Zorrilla. -Sí, el Municipal es un lindo premio porque es un subsidio de por vida. El último Martín Fierro me lo dieron por Nano, la tira que hice con Bermúdez. Ahí hacía la madre de Bermúdez... No. La madre de Bermúdez, no. ¿A ver? No, qué voy a ser la madre de Bermúdez. No... ¿Yo hacía la madre de Bermúdez? No. Si esta chiquita hacía mi nieta... la chica que está casada con Suar... No sé qué era mío Bermúdez, la verdad no sé. Bueno, el asunto fue que Perdidos... la hice con cuatro ensayos nada más, porque la iba a hacer otra persona.
En 1996 le dieron el título de Ciudadana Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires. Y si Lydia casi se colapsó cuando la sala entera se puso de pie para aplaudir su Premio ACE en 1998, el título de Ciudadana Ilustre la dejó patidifusa.
-No sé, me imaginé que había que tener otros méritos como ciudadana para ser ilustre. Mi único mérito como ciudadana es que pago mis impuestos y estoy al día con la DGI.
Cuando tenía poco más de 20 años empezó a estudiar en el Teatro Independiente Juan B. Justo, después de haber llegado hasta segundo año en la Facultad de Filosofía y Letras y darse cuenta de que moriría intoxicada por vientos de traición si no se dedicaba a actuar. Debutó haciendo el protagónico de Cándida, de Bernard Shaw, y un año después hacía de Marie Curie en la compañía de Blanca Podestá. Por ese papel le dieron el Premio Revelación. Con tantos años de actuación sobre los hombros, todavía la dejan muda de terror lo que en teatro se llaman toros: salir al ruedo con un ensayo de horas, para reemplazar a un compañero de elenco.
-No, no lo haría más.
Dice, y mira de costado, los faros azules desorbitados, dos puntos oscuros en el fondo, recuerdo del horror, el horror.
-Cuando hice la Doña María de Las de Barranco, porque Eva Franco se enfermó, Graziano me dijo si me animaba porque si no tenían que bajar la obra. Acepté y en medio del ensayo me senté, me saqué el sombrero y les dije: "No, no y no, no lo hago". Me decían: "Lydia, por favor, hacelo, si no terminamos". Bueno, al final lo hice, pero es una locura, aprenderse todo ese texto, moverse como loca para aquí y para allá. Hice un toro también cuando empecé, con Blanca Podestá. Me hicieron reemplazar a una actriz y decía "No, no, no salgo". Me empujaron y aparecí en medio del escenario con un ramo de flores. Hablé, sí, pero la verdad...
Sin tics, sin exageraciones, sus construcciones de almas humanas son perfectas de un modo extraño. Esta mujer amable es un lobo hambriento a la hora de interpretar. Cambia de pieles y de personas con una esquizofrenia sutil, construye personajes como quien hace catedrales con huesos de paloma, y al terminar los derrumba con un soplido de alivio. El método que usa para tal prodigio es tan cristalino como hundir los pies en el río, una mañana de sol.
-Los personajes los construyo a imagen y semejanza de como los pensó el autor. Si el autor lo pensó así, por qué lo vamos a contradecir. No uso la parte emotiva porque tengo miedo de que me haga mal. No me voy a acordar de que murió mi mamá para un personaje. No, no me hace bien. Trato de inventar, de no hacer cosas tan naturalistas.
Estuvo casada 34 años con un hombre que la hizo viuda hace 17: el actor Oscar Soldatti. Con él, Lydia fue capaz de la brusquedad genial de confesar su amor antes de que él diera el menor atisbo de quererla. Hoy, en la casa que no comparte con nadie, entre la vitrina de los premios y su silla preferida, Lydia se refresca gozosa con el pañuelo empapado en soledad.
-Parece cruel lo que digo, pero no sé lo que es sentir la soledad. No sé lo que es el aburrimiento. No siento la soledad como una carga. Me gusta estar sola. No soy nada nostálgica. No vivo de mis recuerdos. Selecciono. Reiner María Rilke decía en Cartas a un joven poeta que no hay que acumular demasiados recuerdos. Algunos recuerdos bonitos tengo. Trato de vivir el presente de la mejor manera. Porque ahora me parece que se vive un poco rápido. A mí no me gusta vivir ni tan lento como vivíamos antes ni tan apurados como ahora. Trato de hacer un espacio para el ocio, a pesar de que trabajo tanto. Cuando no hago nada, hago exactamente eso: nada. Nada, nada. A veces me siento y digo: Bueno, no hago nada. Ni siquiera hago meditación, ¿eh? Nada. No hago nada. Disfruto mucho de mi soledad entre comillas, de modo que sí, tengo un espacio para el ocio. El otro día le decía a Natalia Oreiro que ahora los chicos todo se lo beben de un trago. No se pueden beber de un trago las cosas. Es como comer rápido. No se siente el sabor de la comida.
Esta mujer de piel espléndida y ojos burlones, de voz como el sollozo de una catarata inmensa, se burla de la edad, de los lugares comunes, de las rebeliones de pacotilla. Atesora recuerdos en un cofre valiente. Un cofre del que deja escapar lo que la memoria quiere para volver a recuperarlo un día, corriendo el riesgo de perderlo para siempre.
-Creo que sí, que fui una avanzada para la época. Parezco una señora muy protocolar, pero no lo soy. No soy muy diplomática. A mí me molestan mucho la injusticia y la discriminación, y en este país hay mucha discriminación, aunque no se diga. Discriminación hacia los que tienen menos, hacia las mujeres. Yo hice lo que quise, siempre. Hijos no tuve porque me casé grande, y empezamos a hacer giras de un mes, dos meses, empecé a postergar, y bueno. Me hubiera gustado tener, pero tengo sobrinos, sobrinos nietos y sobrinos bisnietos. Para mí esa burrada de que las mujeres si no son madres no están realizadas, es absurda. Me siento muy bien. El otro día me dieron un premio, el Premio Atrevidas, de una institución que premia a las mujeres que se han atrevido a luchar por la vida. Me he atrevido a muchas cosas. Me quedé en los momentos duros de este país. He estado prohibida en la época del peronismo y de la dictadura militar. Hice teatro, pero me prohibieron hacer televisión y cine. Estuve tres veces en Sección Especial. Era una cosa muy tremenda la Sección Especial. Figuraba en Urquiza 555 en la época de Perón, y ahí llevaban a la gente que estaba prohibida y te tomaban la declaración. Después, en la época de la dictadura, estaba en las listas negras. Por eso, cuando María Herminia Avellaneda me llamó para hacer Rosa de lejos no lo podía creer. Hice un personaje hermoso un tiempo, pero a los pocos meses me agarró hepatitis y tuve que dejar.
La hepatitis no impide que hoy el champagne siga siendo su vicio más o menos público. Una copita, como una pincelada al final del día, o varias, si la cena es en un restaurante. Las frívolas burbujas van acompañadas de un vicio más pueril: el de castigar un bollo de masa hasta convertirlo en diminutos ñoquis o estiradísimos fideos.
-Creo que es el único hobby que tengo. Amasar. No soy supersticiosa, no tengo hobbies. Soy medio bicho raro. No quiero ser esclava de nada. Ni de los bienes materiales.
Lydia es creyente. -Más que católica, cristiana. Me gusta más. Es más lindo. Cristiana.
Años y años atrás, la niña Lydia solía mecer sus días en pleno barrio de Monserrat. Una tarde, tentada de olor de santidad, loca de pasión por las hostias y el incienso, Lydia cruzó la calle que separaba su casa del convento de Salta e Independencia y feliz por la promesa de los hábitos tocó el timbre de aquella que quería hacer su nueva casa. Tocó el timbre una sola vez, y esperó temblando.
-Quería ser monja, había ido a hablar para ser monja. Pensa- å ba: "Qué linda esta vida, qué bien lo pasan acá, cuánto tiempo para leer, para estar sola".
Doce años. Lydia 12 años pájaro pequeño, no esperó demasiado. Un segundo apenas, y el dedo retráctil de la nena se sumergió en el bolsillo y corrió de vuelta a casa, dejando atrás el alma de los altares y las velas, los dientes tiernos del silicio mordiéndole la piel para volver a su vida, donde pasaron otras cosas. Donde la niña Lydia se transformó de a poco en una gran lectora, en una amante del teatro. Donde fue concertista de guitarra, alumna del maestro Hugo Pratt. Las puertas del convento se cerraron con un olor de lirios, una bocanada suave de aire arrepentido.
-Estudié guitarra durante 10 años, y debuté dando un concierto en la peña del Café Tortoni, donde me presentó Alfonsina Storni. Toqué Asturias, de Albéniz, y después seguí yendo. A esa peña iban personas que yo miraba con admiración, como Nora Lange, Borges, Quinquela Martín; incluso ahí lo vi una vez a Federico García Lorca. Pero desgraciadamente dejé de tocar la guitarra. Esa es una de las cosas que nunca me perdonaré. Dejé todo por el teatro. Y ahí la tengo a la guitarra. Arrinconada. La miro y digo: "De veras, esto es... criminal". Ahora mis dedos están duros. El instrumento de cuerdas es muy celoso. La cuerda es terrible. Mira las cuerdas, las curvas morbosas, la carne de maíz, y llora un poco.
-Mis dedos están duros.
Y están duros. Después los ojos saltan hacia un rincón y dice que ha leído a Deepak Chopra, esa especie de gurú moderno multirrevelado. -Tengo inclinación por todo ese tipo de libros extrasensoriales. Me gustan.
-¿Cree en esas cosas?
-Lo que pasa es que yo las tengo, las facultades. No es que crea o no. Las tengo.
Un salto al vacío. Una cuota de asombro. La paloma se devela extraña. Cuenta, con dosis de orgullo, pudor y esperanza, cómo hizo para abrir sus propias puertas. Cómo dio con las puertas del cielo.
-Tengo premoniciones. Percibí todas las muertes de mi familia. Todas. Mamá murió a los 92, hace 15 años. Yo estaba en casa y mamá era viejita, pero no estaba enferma. Empecé a sentir un desasosiego y pensé: "Tengo que ir a ver a mamá". Cuando llegué me dijo la mucama que se estaba quedando dormida, pero que entrara igual. Entré, le dije: "Mamá, mamá". Me miró, puso la cabeza en la almohada, y se murió. Eso es percepción. ¿Por qué tenía que ir yo en ese momento? Después, con mi hermana. Yo estaba en casa y dije: "¡Ay!, algo pasó". Miré el reloj y eran las siete menos cuarto, y en eso veo una luz blanca que atraviesa la habitación. Mi hermana murió a las siete menos cuarto.
Su voz es un látigo de musgo, una mano que sabe lo que hace. Perlas y penas, dice. Susto y terror. Su hermana murió a los 44 años, pero ella ya sabía. Lo supo siempre, desde que a los 21 años una amiga querida y monstruosa le leyó a la sombra de los sauces las líneas de una mano que indicaban por igual vida larga y muertes muchas, un casamiento a la edad de 33, una carrera exitosa y un premio en septiembre. Todo se cumplió, relata sin el menor resto de pánico en la voz. Y cuenta cómo soñó la última muerte. La huida al cielo de la amada abuela Lela. -Esa sí que fue derecho al cielo; si hay un cielo para recibirla, está allá...
Levanta los brazos, pero no hay cielo entre sus brazos. Apenas el gesto de una pequeña mujer de la Tierra que recuerda cómo soñó con una abuela que ya estaba muerta al despertar. -En el sueño la abuela estaba vestida de negro, con un ramo de rosas rojas, y había una hilera de coches negros. Le pregunté qué estaba haciendo ahí, y me dijo: "Me voy a encontrar con tu hermana". Después, sonó el teléfono y Lydia se despertó sabiendo lo que iban a decirle. Pero al marido no lo adivinó. Oscar estuvo internado, enfermo, mucho tiempo. Lydia se internó con él, repartiéndose entre su amor y la grabación de una tira, hasta que una noche en el hospital la esperaban los hombros compungidos del cuñado, la mirada empozada de quien no sabe cómo decir lo que pasó.
-No sé, es un misterio cómo no pude ver lo de mi marido. Un parapsicólogo me dijo que tenía que desarrollar eso, pero no, me da miedo no poder dominarlo. Esto lo domino. Por ejemplo, estoy viendo una película en la televisión y ya sé lo que van a decir, entonces yo termino la frase. Pero más que eso, me da miedo.
Se acomoda en la silla. La cartera roja cruje entre sus manos. Hace un gesto apartando el vuelo oscuro de algún pensamiento. -Yo he sido muy feliz. Cuando llegaba tarde del canal, mi marido había cocinado y estaba la comida preparada, la mesa puesta, y una flor. ¿Ve? Ahí tiene un recuerdo bonito.
Mirada de pájaro. De nube. De lágrima bonita para nada inocente.






