Mas responsables, menos culpables
Para no hacernos cargo de lo que nos sucede, depositamos culpas sobre los otros. Según el autor, terapeuta, de esta manera nos desligamos de las consecuencias de nuestros actos y generamos relaciones que acaban en vínculos rotos y autoestimas arrasadas
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No sé si existe estadística al respecto, pero sospecho que una de las palabras más usadas en nuestro idioma es culpa. Basta con oírnos y con oír a los demás. "Vos tenés la culpa". "La culpa fue de Pepito". "Y todo por culpa de Juanita". "Me siento culpable". "¿Quién tuvo la culpa?". "Arrastro esta culpa desde...". "La culpa no me dejó dormir..."
Según la ley, toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Según la experiencia cotidiana, toda persona parece ser culpable hasta que se compruebe lo contrario. Pero para cuando esto ocurre, suele haber ya daños irreparables e irreversibles, tales como amistades perdidas, sociedades disueltas, parejas rotas, proyectos abandonados, vínculos fraternales, paternales o filiales quebrados, lazos destruidos, autoestimas arrasadas y otras variantes.
Quien se atreve a culpar, obtiene un lugar de poder. Se convierte en juez, determina castigos, exige reparaciones. Por causa de su herida, real o presunta, pasa al centro de la escena. Su ofensa lo habilita a repartir puniciones, azotes y anatemas. Le da poder sobre el culpable. Pocos poderes suelen ser usados de manera tan arbitraria como el que un ofendido tiene sobre su ofensor.
Te señalo como culpable de mi pena, de mi dolor, de mi desdicha, de mi frustración, de mi desencanto, de mi pérdida. Y, en el acto, eso me da derechos sobre ti. El vínculo entre culpador y culpado es uno de los más experimentados y arraigados en nuestra cultura.
Sin embargo, si alguien busca en el diccionario (incluido el de la Real Academia en su última versión) la palabra culpador no la encontrará. Aparecen, en cambio culpado, culpable o culpabilidad. Si es cierto que el lenguaje refleja los modos en que pensamos y vivimos, parecería que existe el culpable, pero no el adjudicador de la culpa. Es decir, cualquiera puede ser culpable o culpado. Parecería que hasta es posible la existencia de la culpa o del culpado sin un culpador.
Muchas personas viven, así, en estado de culpa. Padres que sienten, ante sus hijos, la culpa de ejercer sus funciones, de establecer normas y de fijar límites. Hombres que sienten la culpa de no ser tan exitosos (sobre todo en términos económicos) como los mandatos familiares o sociales exigen. Mujeres que se sienten culpables de no querer tener hijos. Personas que se sienten culpables de no hacer felices a otras personas, aunque para eso fuera necesario que se violentaran o postergaran a sí mismas. Hijos que se sienten culpables de no responder a las expectativas de sus padres, más allá de que éstas sean arbitrarias o desmedidas.
El catálogo de culpables es tan amplio como variado; el virus de la culpa se regenera y muta a gran velocidad, y no es raro que nos encontremos bajo su tiranía y en el reinado de la irresponsabilidad.
Donde florece la culpa escasea la responsabilidad. Esto sucede con la regularidad de una ley. En efecto, cada culpado libera al culpador del ejercicio de la responsabilidad.
¿Qué entiendo por responsabilidad? Es el conocimiento de que todos mis actos tienen consecuencias, la capacidad de preguntarme cuáles serán esas consecuencias y de hacerme cargo de ellas. Así, también puede ser responsable quien, en conocimiento de los resultados de no hacer ciertas cosas, se haga cargo de tales consecuencias. No es culpable de esas derivaciones: es responsable.
Frente a esto, hay dos tipos de irresponsables. Uno es el que ignora o pretende ignorar que toda acción tiene repercusiones, y por lo tanto se desliga de ellas. Alguien se hará cargo. Otro es el que, cuando se producen los rebotes, y éstos son negativos, problemáticos o dolorosos, busca de inmediato a un culpable, que puede ser un hijo, un amigo, la pareja, un jefe, un empleado, un cliente, un maestro, el Estado, el estúpido que no miró, el tarado que se olvidó, el Diablo, el tiempo o hasta el mismo Dios (el irresponsable de este tipo siempre encontrará un culpable).
Para él, dar con un causante significa cargar su responsabilidad sobre la espalda de éste. Si tiene la "suerte" de encontrarse con una persona permeable a la culpa, el irresponsable habrá logrado la ecuación perfecta. Su responsabilidad desaparece y se transforma en la culpa del otro. Hará pasar el gato de la culpa (ajena) por la liebre de la irresponsabilidad (propia). Una suerte de estafa moral.
Nuestra cultura y nuestros vínculos están atravesados por este fenómeno. Políticos, funcionarios, profesionales, padres, maridos, esposas, amantes, fabricantes, administradores, propietarios, inquilinos, amigos, hermanos, dirigentes, dirigidos, empleadores, empleados, dictadores, asesinos o torturadores que no se hacen cargo de las consecuencias de sus acciones y proponen rápidamente un culpable. Si el pez se nutre del agua en la que flota, nosotros somos habitantes de una pecera cuyo líquido esencial es el agua de la irresponsabilidad y la culpa.
Cambiar de elemento
Sólo al trascender la pecera, al observar que otras aguas y otros ambientes son posibles, podemos empezar a transformar nuestra conducta y, con ella, la ética y la moral de nuestras relaciones.
Hacerse cargo es poner al día el propio equipaje existencial. Se trata de viajar más liviano, de responder. De hecho, éste es el verbo que se encuentra en la etimología de la palabra responsabilidad. Es responsable quien responde con su palabra, con su presencia, con su actitud, con sus actos, cuando se presentan las consecuencias de sus acciones.
El responsable lo es, en primer lugar, de su propia vida. No la entrega en consignación a los demás para echarles luego la culpa de lo que hacen o no hacen con ella. El responsable no busca culpables y, por esa misma razón, contribuye a hacer más clara la vida de quienes lo rodean y más fluidos y armoniosos sus vínculos con ellos. Mejora el mundo.
Viene al caso, a propósito, dejar sentado que el responsable no es un sacrificado que carga sobre sus espaldas las consecuencias para liberar a los otros. Nada de eso. Es responsable de sus actos y los ejecuta en estado de conciencia. La responsabilidad es, en definitiva, una cuestión de actitud, una manera de estar en el mundo y de vivir la vida. Como lo es la culpabilidad.
Hay quienes cargan con toda culpa que anda suelta, sea consecuencia o no de sus actos. Estos culpables de tiempo completo son el plato favorito de los irresponsables. Juntos pueden generar vínculos de sufrimiento, de inequidad y de infelicidad. Por eso es importante, para la transformación y el mejoramiento de las relaciones entre las personas, una fervorosa, consciente y constante educación en la responsabilidad. Esto se puede hacer como padre, como político, como gobernante, como maestro, como empleador, como médico, como terapeuta, como abogado, como entrenador o como protagonista de cualquier vínculo.
La herramienta educadora es muy simple. Lleva nombres como actitud o ejemplo. No hay que importarla. Está en nosotros, se alimenta de la conciencia y sólo necesita ser activada. El fruto de su acción será nutricio y sanador: un mundo con más responsables y menos culpables.
El autor, argentino, nació en 1947 y es escritor, periodista y terapeuta, especialista en psicología masculina; publicó "Vivir de a dos, o el arte de armonizar las diferencias", "El amor a los 40" (Ed. Paidós) y "Ser padres es cosa de hombres" (Ed. Nuevo Extremo), entre otros títulos
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