Antonio Rodríguez tenía tan solo doce años cuando dejó atrás su humilde hogar en Carballino, municipio de Orense en Galicia, España, rumbo a Argentina. Años más tarde, comenzó con sus andanzas en la gastronomía: primero como mozo en varios boliches y luego montó su propia panadería en el barrio de La Boca, donde se dio cuenta de que aquel oficio le apasionaba. Hoy, su hijos y nietos continúan con el legado y su panadería y confitería Artiaga, en el barrio de Saavedra, es desde 1931 sinónimo de tradición familiar y elaboración artesanal.
En plena Segunda Guerra Mundial, allá por el 1942, la familia Rodríguez preparó sus maletas y partieron desde el Puerto de Vigo hacia el de Buenos Aires. El joven Antonio iba acompañado por su hermano menor, la abuela Socorro y su madre Purificación. Su padre, Daniel Antonio, los esperaba en la localidad de Espartillar, provincia de Buenos Aires, donde desde hacía algunos años se encontraba trabajando la tierra y vendiendo cueros. Al poco tiempo, Don Daniel lamentablemente murió de un cáncer de pulmón y Antonio tuvo que hacerse cargo de la economía familiar. Con tan solo 17 años, abandonó sus estudios y comenzó a buscar empleo. Consiguió de mozo en el Museo de Jamón, en pleno centro porteño, y luego sumó dos turnos más: en un hotel y en otro boliche de la zona. Trabajaba mucho, dormía poco y hasta había días que al no darle los tiempos descansaba un rato en el sótano de uno de los restaurantes. Con sacrificio y las generosas propinas que recibía, por su esmerada atención, comenzó a tener sus primeros ahorros.
Un amor para emprender en familia
Con tantas horas trabajando era de esperar que que Antonio no tuviera tiempo para enamorarse. Sin embargo, hacía años que una jovencita le había robado su corazón: Alba, una amiga de la infancia de la familia, y quien los había recibido en el Puerto tras su llegada a Buenos Aires. Luego de algunas idas y vueltas, se animó a confesarle su amor y a los pocos meses de noviazgo se casaron.
En 1960 empezaron con su primera panadería llamada "La Nueva Alianza", cerca de Caminito en el barrio de La Boca. Al tiempo, también llegaron los hijos: Daniel y Graciela. "Me crié en la cuadra de la panadería y hasta había tardes que dormía en el canasto de mimbre de los panes. Desde que era chiquitita lo acompañaba a papá. Él me agarraba de la mano e íbamos con los pedidos por el barrio. En esa época llevábamos kilos de pan a La Bombonera, todos nos conocían y saludaban. Además, solíamos hacer el reparto a caballo y nos cruzábamos en balsa a vender productos a la isla Martín García. Al estar cerca del puerto salía muchísimo la galleta marinera y también el pan casero. Se vendían kilos y kilos", confiesa Graciela a LA NACIÓN y rememora su infancia en la escuela de Benito Quinquela Martín. "Él era una dulzura, tenía una paz. Recuerdo que un día le pregunté: "¿Por qué pintás con tantos colores? Y me contestó: "porque soy una persona muy alegre y me gusta que la gente sea feliz. La Boca era un barrio muy familiar. Nos conocíamos entre todos".
La cábala de mantener los nombres
Con los años, Alba se volvió una apasionada de la pastelería y dentro de las especialidades incorporó las masitas secas, palmeritas, merengues, arrollados con dulce de leche y palitos de anís. Y como la economía familiar iba repuntando, les surgió la posibilidad de comprar una antigua panadería fundada en 1931 en Saavedra. "El dueño que se la vendió a mi padre era de apellido Artiaga. En esa época cuando vos comprabas panaderías grandes con horno no se les cambiaba el nombre por cábala. Hasta decían que si lo hacías te podía traer mala suerte", cuenta Graciela y admite que cuando fueron a conocer el lugar fue como una especie de amor a primera vista.
El local tenía paredes de barro, techos altos, caballerizas y hasta postes con argollas para atar los caballos encargados del reparto del pan. Pero la gran estrella, sin lugar a duda, era el horno (que antiguamente lo alimentaban a quebracho y luego se adaptó a gas). Desde 1931 es el mismo y a lo largo de todos estos años siempre se mantuvo encendido. "Papá apostó al barrio, porque muchos colegas le dijeron que no le veían futuro. Es que, por ese entonces, estaba muy alejado. En la zona había solamente chalecitos", añade.
Antes de que Antonio tomara las riendas de Artiaga, solamente ofrecían pan, bizcochos y medialunas. Por ese entonces, ellos vivían en Liniers, salían antes de las cinco de la mañana para abrir el negocio y se quedaban atendiendo hasta pasadas las 21hs. Antonio junto a otro empleado se encargaban de la producción y Graciela de la atención de los clientes. "Dejé la facultad. Es que lo que a mí me gustaba era la harina y el mostrador. Me vine a la panadería y acá fui feliz", dice, a quien cariñosamente la llaman "Mamá Artiaga".
La panadería comenzó a crecer al compás del barrio. "Hicimos muchísimo esfuerzo y realmente nos empezó a ir bien. Agregamos más productos como las masitas, alfajores de maicena o de chocolate, arrollados, variedad de tortas y pan dulce. Después llegaron los bombones", detalla. Los fines de semana resultaron un éxito: se forman colas de clientes en busca de sus preciados productos. "Trabajamos un montón, todos pusimos pulmón acá", agrega Graciela. Hoy, sus hijos: José Antonio (32), Juan Manuel (31) y Marisol (28) ya son la tercera generación en el oficio y cada uno aporta su visión en el emprendimiento familiar.
Productos orgánicos y pequeños productores
"De chicos veníamos siempre a jugar a la casa de los abuelos y muchas veces en el patio andaluz, que hay en el fondo del local, armábamos guerras de masas con mis hermanos. Ya cuando estábamos en la secundaria durante las vacaciones de invierno o verano veníamos a dar una mano. Después me recibí de administrador de empresas y al tiempo me picó el bichito de la producción en panadería y pastelería", relata Juan Manuel, quien también es Pastelero Profesional. Y cuenta que: "hace algunos años apostaron a incorporar productos orgánicos certificados". Como la harina de espelta, de trigo integral, azúcar de mascabo, mermeladas, miel, huevos, entre otros. "Además, trabajamos con ingredientes naturales y de pequeños productores del país", agrega.
José, el mayor de los hermanos, estudió Economía, mientras que Marisol, es Licenciada en Marketing. "Nos criamos acá. Nos encantaba estar en la cuadra de la panadería, era nuestro lugar de encuentro y dónde nos juntábamos con los pasteleros. Ellos me daban la manga y me enseñaban. La panadería es parte de uno. Nunca dudamos que el camino iba por acá", confiesa Marisol.
Las historias detrás de la "Paracaídas" y la "Torta alfajor de maicena"
En Artiaga continuamente están creando productos nuevos con sello propio y en varias oportunidades los mismos clientes hacen sugerencias. Dentro de las facturas, hay una emblemática y con historia: la "Paracaídas". "Teníamos un panadero que había sido paracaidista en la Guerra de las Malvinas, un día estaba preparando medialunas y en lugar de cortar la masa en triangulitos (para luego darle su forma característica), se equivocó y cortó cuadrados. Para aprovechar la masa, se le ocurrió ponerle un piquito de dulce de leche, cerrarla y arriba coronarla con crema pastelera. La factura resultó un éxito y en su honor la llamaron así", sintetiza Juan.
Hace más de una década, la abuela Alba ideó una torta de alfajor de maicena gigante que suele llamar la atención de casi todos los clientes. Graciela, entre risas, recuerda la anécdota de su creación: "Había una jovencita que tenía un novio que era fanático de nuestros alfajores de maicena. Como una especie de ritual ella pasaba todos los fines de semana y se llevaba varios. Aquella tarde vino y justo se habían agotado. Desesperada le dijo a Alba si podía prepararle más ya que ese domingo era el cumpleaños de su pareja. Mamá que era muy ocurrente le dijo que se quedara tranquila que se lo iba a resolver. Cuando volvió a buscar el paquete, se sorprendió con el tamaño: era un alfajor gigante acompañado de una velita". Los jóvenes quedaron encantados y el invento empezó a estar disponible los fines de semana. De hecho, la llevan mucho para los cumpleaños de los más pequeños.
Para la hora del mate o mismo para acompañar los asados, se transformaron en un clásico las cremonas rellenas, entre ellas, la de jamón y queso. "Al tiempo vinieron clientes pidiéndonos que probemos la versión con dulce de leche y también gustó mucho", cuenta Juan. Ahora también hay con membrillo y de crema pastelera. Asimismo, son infalibles los budines con combinaciones originales como el de Oreo, Nutella y hasta de Kit-Kat.
Su pan dulce está disponible durante todo el año y también tienen fama en la ciudad. Dentro de los clásicos están los de frutas secas (nueces, almendras, avellanas, castañas, pistachos) y también otra versión que además incluye frutas almibaradas, naranjas y limones confitados artesanalmente. "Muchos lo vienen a buscar en invierno. Este año salió bastante", cuenta Juan. Hace unos años también incorporaron el Panettone de masa madre con chocolate belga y naranjas confitadas. "Tiene un trabajo totalmente artesanal con más de 36 horas de preparación. Sin levadura, aromatizantes ni conservantes", detalla. Hace unos días comenzaron a todo ritmo con la producción para las Fiestas.
Mamá Artiaga, hace varios años comenzó a cocinar platos caseros y cada vez ganó más lugar la rotisería. Sumó empanadas, su emblemático matambre y platos de olla como el guiso de lentejas, mondongo y arroz con pollo a la valenciana. Ahora, sueña con incorporar empanadas de lechón. "El horno que tenemos es especial y creo que las empanadas van a quedar impresionantes", anticipa. Para los fanáticos de los triples de miga hay mucha variedad. Pican en punta el de miga negra, rúcula, parmesano orgánico y jamón crudo Parma curado y estacionado durante 12 meses, así como también el de pavita al escabeche con queso tybo
Esta panadería y confitería forma parte de la identidad e historia del barrio. En una época hasta tenían el único teléfono público de la zona y los vecinos se acercaban al local para comunicarse con sus seres queridos. A lo largo de todos estos años han pasado más de tres generaciones de clientes. "Muchos nos dicen: "Acá venía de chiquitito" y ahora nos visitan con sus hijos. Los vimos crecer y ellos nos acompañaron en cada uno de nuestros cambios. Nos emociona cuando nos cuentan todos los recuerdos. Con la mayoría tenemos un vínculo, para mí somos una familia. Una gran familia", afirma Mamá Artiaga.
Don Antonio además de inculcarles el oficio de panadero, les dejó tanto a sus hijos como nietos pilares fundamentales para la vida y el trabajo en familia. "Lo que más me quedó de todo lo que me inculcó el abuelo fue la cultura del trabajo y el respeto. En la panadería junto con la abuela nos enseñaron a atender bien a la gente, cuidar y exponer bien la mercadería", admite Juan. Por su parte Marisol, agrega: "A mí me marcaron sus valores. Siempre nos enseñó a no dejar de soñar, jamás rendirse y ser bueno con los demás".
Aún hoy, todos lo recuerdan en la cuadra de la panadería cantando. Entre su repertorio no podía faltar "El Emigrante", del cantaor Juanito Valderrama, que dice: "Adiós mi España querida, dentro de mi alma te llevo metida, aunque soy un emigrante jamás en la vida, yo podré olvidarte". Mientras tanto, sobre la calle Zapiola 4782, en Saavedra, desde temprano ya se siente el aroma a pan fresco en aquel horno que pronto cumplirá 90 años.
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