
Pérez Reverte, el caballero Arturo
Es uno de los autores más vendedores de España; acaba de lanzar su última novela. En La carta esférica y en esta entrevista habla de su pasión por el mar, por las mujeres y por esos códigos de honor que ya no se respetan como antes
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Hay veces en las que Droopy, el dibujito animado, amanece especialmente lento. En esos días, cuando las ojeras le cuelgan pesadas hasta el suelo y la voz vibra menos que el pulso de un muerto, en esos días, entonces, Droopy se parece a este hombrecito aquí parado. En España, en la casa matriz de la editoral Santillana, el Sr. Droopy hace los trabajos de maestranza. Pero ahora, en un tiempo estanco entre tareas varias, se acerca a la encargada de prensa para hacerle un pedido.
-Oye, Rosa -ronronea-, ¿no me darías un librito de Pérez-Reverte?
-¡Pero cómo estás, hijo! Me queda uno solo. ¿Para qué lo quieres?
-Vamos, que le he visto, Rosa. Le he visto a él, aquí mismo. Si quieres luego te lo pago. Es para mi hija, el libro autografiado le haría mucha ilusión.
Arturo Pérez-Reverte, de 48 años, veintiuno de periodista de guerras, hijo de los libros y de unos padres de los que habla poco, padre de una niña y de varias novelas, tiene una virtud que a la vez es lastre: sus obras se leen y circulan con la facilidad de un rumor. El maestro de esgrima, La tabla de Flandes, El club Dumas, La piel del tambor y la saga del Capitán Alatriste lograron atorar los rankings de ventas allí donde fueron publicados. Y es por eso que muchos literatos con cuello de cisne lo tildaron de escritor popular, como si ése fuera un insulto. Como si un libro o una foto autografiados fueran la prueba firme de que el hombre vendió su carne al diablo.
Y la carne que se ve está bastante bien. Pérez-Reverte es un hombre guapo, con vaqueros gastados y cara angulosa curtida por suaves golpes de sol y mar. Así se lo ve en persona. Así se lo ve en esas fotos que, astucia de las encargadas de prensa, se reparten con un espacio en blanco al pie, perfecto para dedicatorias.
En estos días, la editorial está alistando más fotos como ésta. Acaba de lanzarse La carta esférica, la última novela de Pérez-Reverte, y todo hace pensar que -sorpresa- se venderá como pan. En ese ladrillo de casi seiscientas páginas se esconde ahora el señor Arturo: Coy, el personaje principal, es una buena imitación de él mismo. Coy, marino suspendido, amante insobornable de las olas, se topa con una mujer bella y enigmática que le hará un encargo. De eso trata la novela. De eso debe tratar Pérez-Reverte.
-De todos modos, te recuerdo que Coy es un personaje de ficción. A lo mejor, si bien en toda novela el personaje tiene un poco de ti, en este caso hay una carga personal mucho más densa.
Dice mientras chupa un cigarrillo y -como si el humo doliera- frunce la mirada. Entonces se le ahuecan las arrugas. A los 18 años, el joven Arturo se fue de su ciudad natal -Cartagena, sobre el Mediterráneo- montado en un barco petrolero. El dirá que eso es normal. Que en una ciudad despanzurrada sobre el mar, el agua es paisaje y a la vez rutina. "Para mí la tierra no existía, era algo que estaba a mis espaldas. Y al final me fui por el camino natural que mi mundo, mi determinación geográfica e incluso mis lecturas me trazaban. Me fui, y todavía no he vuelto de allí."
-En La carta esférica dice que Coy es marino porque el mar es limpio. ¿Qué está tan sucio en la tierra?
-Pues, el ser humano. Quizá porque durante mi vida de reportero viví los aspectos más negativos del hombre, y eso te deja unos puntos de vista inevitables. En el mar, en cambio, estás tú solo: puedes vivir, hacer el amor, cantar, soñar, nadar o hundir el barco y suicidarte y es tu responsabilidad. Allí no hay trampas, porque el mar es implacable: si fallas en las reglas, te mata.
-¿Es una especie aparte la del marino?
-Sí. El mar te crea un distanciamiento frente a las cosas de la tierra. Hay cosas que en tierra son importantes y en la mar son superfluas, y viceversa. Y qué pasa: que a veces el marino en tierra se siente desvalido. Y además el mar es un sedante importante, mantiene el mundo a distancia. En ese sentido es una especie de analgésico mental.
-Como la lectura.
-Sí, leer es una forma de navegación. Todo lo que sea elegir tú el territorio donde vas a vivir y a moverte, y dejar afuera todo aquello que no te interesa es regio. La literatura, el amor, la música. Hay mil formas, y para mí los libros y el mar son aquello que me permite mantener a raya el mundo que no me gusta.
El mundo recibió a Pérez-Reverte en noviembre de 1951. En plena guerra fría, el niño Arturo fue educado por libros y parientes para ser el caballero Arturo: hombre regido por códigos que, en pleno siglo XX, ya estaban pasados de moda. Al caballero Arturo le gusta recordar que es caballero, y sus mejores agentes de propaganda son sus propios libros. El capitán Diego Alatriste, el padre Quart en La piel del tambor, Lucas Corso en El club Dumas, Muñoz en La tabla de Flandes, no son más que seres llenos de verdad. Mercenarios buenos que clavan un puñal sólo de frente, héroes rengos y presos de la nostalgia y el desasosiego que nacen cuando el honor aún no se ha perdido.
"No es que yo piense que todo tiempo pasado fue mejor. Al contrario, ahora el mundo es más justo que hace dos siglos. Lo que pasa es que en esa ganancia hemos tenido pérdidas. Palabras que antes eran importantes, como honor, solidaridad, lealtad, fe, patria, consuelos que antes nos ayudaban a vivir, ahora faltan. Y en mis novelas está esa nostalgia. Quizá lo que más echo en falta es la fe, no religiosa, sino en las cosas. Ahora nadie se echa a la calle por asaltar el Palacio de Invierno o cambiar el mundo. La gente ya no cree: si hay una revolución la gente sale a la calle para ver si le han quemado el coche."
Se exaspera Pérez-Reverte, los ojos vidriosos detrás de los cristales, las palabras a mil kilómetros por hora. Cuesta entender, entonces, que alguien que no soporta las deslealtades ni las dobles intenciones se haya metido a periodista. En Territorio comanche -su único libro netamente autobiográfico- describe su última experiencia como reportero de guerra, esta vez en los Balcanes. El se transformó allí, con el nombre ficticio de Barlés, en otro de sus personajes. En otro de sus mercenarios con alma oxidada, pero buena.
"Hacía mi trabajo porque me pagaban y vivía de eso. Intenté ser un buen profesional. Me tiraban tiros, me mataban amigos, y yo sufría y corría peligros porque me pagaban. Creo que ahora las únicas batallas posibles son las individuales. Ahora el héroe no es solidario, sino solitario. Y mis novelas son eso. Ese luchador cansado que dice: ahora voy a intentar salvarme a mí mismo. Y voy a intentar, sin vender mi alma, sin lamer las botas al poderoso, sobrevivir en este mundo tan perro. Esa es la angustia de todas mis novelas, y la mía personal tal vez." Territorio comanche fue escrito en un mes, con la dosis de humor negro necesaria para alejar el miedo a la muerte. Cuentan que -dado el alto grado de denuncia contra la burocracia de Televisión Española, su empleadora- en el canal se vendió fabulosamente: todos lo compraron para ver si el señor Pérez los había despellejado. El resultado fue una gran polémica, que levantó el libro hasta los primeros puestos del ranking. "Había terminado una etapa, quería irme, navegar, no tener jefes. Y me dije: antes de partir quiero que sepáis cómo lo veo."
El suelo de las guerras está siempre cubierto de cristales rotos. Territorio comanche es allí donde los oyes crujir bajo tus botas, y aunque no ves a nadie sabes que te están mirando. Donde no ves los fusiles, pero los fusiles sí te ven a ti, escribió acerca de su paso por esa y por todas las otras guerras que le hirvieron la sangre durante más de dos décadas. Después de ver la primera catástrofe, de oler las llamas y ver el primer cuerpo hecho pedazos, cuesta pensar que alguien desee volver.
-¿Cuál es el goce que le genera la guerra para que haya ido a tantas?
-Goce, ninguno. Era mi trabajo. Pero es cierto que si bien siempre me produjo horror, me fascinaba el ser humano en la guerra. En la sociedad vivimos con barnices de cortesía, pase usted primero, quiere usted un café, y la guerra, por sus características, te hace ser como eres, entonces ésa ha sido una escuela de lucidez fascinante, porque allí he aprendido cuanto sé. Descubres que el ser humano es un hijo de perra, pero no siempre: en la mitad de la basura siempre hay algo que te salva.
-¿Le quedaron marcas físicas?
-En 21 años de vida la guerra te deja secuelas dentro y fuera de la piel. Sabes qué pasa, cuando eres reportero haces cosas que luego te generan remordimientos. Ahora no las haría, pero yo era joven, cruel, reportero, tenía que transmitir, sobrevivir.
-¿De qué cosas habla?
-No te voy a contar aquí mis fantasmas.
-Uno.
-Pues, por ejemplo... no parar el coche cuando tendrías que haberlo parado, o haber tardado cinco minutos en entrar a sacar gente de una casa ardiendo porque estaban filmando. Y son cosas que tienes ahí, están contigo, y mis precios los he pagado, y cuando vienen esos fantasmas a visitarme, pues digo hola, buenas, hablo con ellos. Pero eso es asunto mío.
Interrumpe amablemente, casi titubeante, con la sonrisa del caballero que dice "no, gracias" mientras piensa "métete en tus cosas". Mejor, entonces, preguntar por la versión para cine de Territorio comanche (con Imanol Arias, Cecilia Dopazo y Gastón Pauls).
-Se podía ver, pero la chica no era buena actriz, para qué nos vamos a engañar.
Recuerda que otras adaptaciones lo dejaron más contento. Entre ellas está Gitano (con Laetitia Casta y Joaquín Cortés, aún no estrenada) y La última puerta -basada en El club Dumas-, estrenada en la Argentina hace un mes. Ya ha tenido ofertas, además, para llevar al cine a su querido Capitán Alatriste. Querido y redituable: en España se mantuvo durante un año en las listas de libros más leídos.
-Algunos literatos piensan que usted prefiere lo fácil.
-Y, al principio... pero ahora, sobre todo desde que The New York Times me dedica la primera página, ya no. La cuestión está en que tengo un concepto borgeano del libro: hasta el más deleznable tiene a lo mejor una palabra que le vale a alguien. Y es que nadie lee durante toda su vida sólo a Proust, y si lo hace es un cretino, un imbécil, porque se está perdiendo goces complementarios. Ningún libro es inútil o despreciable, es despreciable aquel que traza líneas. Esa arrogancia estúpida de esos literatos entre comillas que desprecian lo que no aman. Alguien que ama los libros debe amarlos a todos por igual, porque todos son una inmensa biblioteca. Yo lo veo así; así lo veía Borges.
-En la Argentina se armó lío cuando usted dijo que Borges era un concheto y un gilipollas.
-Pero eso fue porque el mensaje no se transmitió como yo lo dije. En la Argentina tocas a Maradona, a Boca o a Borges, y te saltan encima. Yo dije que Borges era un escritor inmenso. Además, La tabla de Flandes es un libro borgeano, se abre con una cita suya, pero dije que como persona era un malvado, snob, crítico, irónico, y es verdad, pero eso no quita que fuera inmenso como escritor. Si tú lees a Borges, te das cuenta de que lo que hay es un amor profundo por la literatura.
-¿Y cuándo nace su amor por la literatura?
-A los 9 años, cuando comencé a leer. Mira: cuando yo era pequeño, íbamos a comprar con mi madre y mi padre. Comprábamos jamón para cenar, el periódico, un libro, un juguete... el libro era un objeto cotidiano. Me enseñaron que el libro no es algo que está ahí arriba, sino que se lleva en el bolsillo. Quiero decir: yo nunca regalo libros para Navidad o por cumpleaños. Ahora tú y yo salimos a dar un paseo y mientras hablamos paro en un puesto y digo: ah, mira, llévate este libro, y te regalo uno que conozca, como si te convidara un cigarrillo o un café.
Sufridas, fuertes, hermosas y misteriosas, las mujeres de Pérez-Reverte deben ser dignas de un catálogo. O al menos eso se deduce si, como él dice, sus novelas son reflejo de su vida. En sus libros siempre hay una bella dama, un objeto de deseo peligroso, una gema de brillo pérfido. En La carta esférica de- cidió rendirles homenaje a todas: él dice que este libro, más que tratar sobre el mar, trata sobre la mujer. O ese enigma que, desde hace años, le pone los brazos al cuello con erizante ternura.
"En esta novela el tema está mucho más desarrollado, porque lo veo con más claridad que hace diez años. Tengo la teoría de que el hombre toda la vida ha sido el factor dominante en la sociedad, y la mujer ha sido su rehén. Ha estado ahí cocinando, pariendo, mientras el hombre se iba a Troya, a ver a Boca o a emborracharse. Y siglos de estar ahí, observándolo todo, le han dado una superioridad intelectual de la que el hombre carece."
-Maradona, Boca, Borges, y ahora se tira contra los hombres...
-¡Pero es que es así! ¡La mujer cuando libra una batalla y la pierde está sola! Hasta la que tiene infinitos amigos y familia, tiene un factor de soledad que no le llena nadie, producto de esa lucidez ante la vida de tantos siglos. Eso hace que al pelear la mujer necesite ser más dura, implacable, decidida y cruel que los hombres. Y cuando te encuentras a esas mujeres, que las hay, y al menos es ése el tipo que me interesa y que aparece en mis libros y en mi vida, es fascinante ver cómo pelean por su sueño. Y esta novela habla sobre eso. Sobre una mujer que está dispuesta a lograr su sueño y lucha con las armas de los hombres. Es dura, hija de perra, y el tipo, Coy, lo sabe, y le pasa como a mí: está fascinado. Aunque sabe que ella, como el mar, es peligrosa. No tiene reglas, normas o códigos.
Finaliza Arturo con la boca seca, la mirada absorta como un búho. Y ahí, sólo ahí, se entiende por qué este hombre -cazador de sirenas- pasa seis meses al año en un velero.
De la Argentina, lo peor
En La carta esférica aparece un personaje argentino ficticio (pero no tanto): Horacio Kiskoros es un ex torturador que se cruza con Coy, el protagonista, a lo largo de todo el libro. "Resulta que, cuando la guerra de Malvinas, me quedé muchos meses en Buenos Aires. Como yo era reportero tenía contactos de todo tipo, entre ellos los militares. Los frecuentaba, tomábamos copas, me mimaban, me llamaban... Cuando pasa el tiempo y termina la dictadura, empiezan a salir nombres de torturadores. Y fotos. Y digo anda, éste, y éste, y éste, y eran ellos. ¡Eran ellos! Y a la hora de montar un personaje no traté de simbolizar a la Argentina en absoluto, pero por razones técnicas de la novela ese personaje me venía bien. Y hay una cosa que fue lo más sorprendente: de toda esa experiencia, lo que más me hizo reflexionar es que... que los tíos -si bien no me contaban lo que estaban haciendo, lo supe después- juraría por lo que hablé con ellos que todavía ahora están convencidos de lo que hacían. Y eso es terrible, porque no deja lugar al remordimiento."
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