El éxito de la industria alimentaria se sostiene, entre otras cosas, gracias a su habilidad para canalizar emociones y colarse en el hogar haciéndose queribles, deseables, imprescindibles desde los primeros años de vida. La artillería con la que lo logran va de las clásicas publicidades a los videítos tentadores que parecen surgir espontáneamente en las redes sociales, y se consolidan con alianzas que a los adultos nos dejan desarmados.
Cuando tenía 5 años, mi hijo Benjamín amaba al Power Ranger Rojo: tenía sus sábanas, sus cartas, su mochila y lonchera, cuatro muñecos (los cuatro rojos), un disfraz, las espadas, el escudo, una muñequera que hacía ruido de sirena: artillería pesada porque, como todos los chicos saben, cada tanto podía aparecer un monstruo debajo de la cama y mejor estar preparado. El Power Rojo era su superhéroe: su amigo, su cómplice, su protector y lo que él más quería ser cuando fuera grande. ¿Cómo no iba a desear todo lo que tuviera un Power Rojo impreso? Si hubiera aparecido en la góndola una ensalada de quinua la habría pedido y tal vez la hubiera comido con alegría. Pero el Power Rojo nunca apareció en nada de eso, sino en productos de primeras marcas: galletitas, leches saborizadas, barritas de cereal sin cereales que yo, por supuesto, compraba con esa mezcla rara de culpa y satisfacción que da comprarles ciertas cosas a los niños.
Imagino que les pasó a todos: verse obligados a llenar el chango con fideos horribles porque venían con figuritas de Cars, o cereales de colores con sabor a chicle auspiciados por los Padrinos mágicos, o una leche de frutilla un 20% más cara porque tenía una promoción que involucraba a Peppa Pig.
"Crecer es un proceso difícil, a veces duro y aterrador. Una de las cosas que les brinda a los niños estabilidad y continuidad en ese proceso es su apego a ciertos objetos, muchos de ellos personajes. Son figuras constantes que ellos sienten estables, cosas que logran comprender, con las que se sienten cómodos. Cuando las empresas utilizan esos personajes para decir algo como «comé esta comida», se trasladan esas emociones, ese poderoso apego que tiene el niño hacia su producto", explica Michael Rich, doctor especializado en salud pública del Hospital de Niños de Boston, en Niños consumidores, una investigación sobre cómo las empresas usan esa fragilidad, esa dependencia infantil, para hacer dinero. Mucho dinero.
Los niños digitan el 75% de las compras diarias de la casa. Las marcas lo saben y desarrollan armas efectivas para hacerse querer a tiempo. Gracias a esas estrategias de marketing que nosotros solemos menospreciar, un bebé de 36 meses es capaz de reconocer el logo de cien empresas. A los 10 años habrá 400 marcas que le resultan afines, la mayoría relacionadas con productos comestibles. Al cumplir sus 12 años, ese mismo niño habrá estado expuesto a 40.000 comerciales. El 85% de los anuncios dedicados a comida que estén destinados a su target habrán sido sobre productos altos en grasa, azúcar y sal, que imprimen no solo un deseo particular, sino una idea alrededor de la comida: es colorida, instantánea, extradulce y con sabores de mentira.
No importa en qué país se analicen, las investigaciones coinciden.
–Lo que les ofrece la industria a los niños son productos ultraprocesados. Y lo hacen de la forma más efectiva: con publicidad y marketing directo –dice Lorena Allemandi, directora de Políticas de Alimentación de la Federación Interamericana del Corazón, la organización que mejor ha estudiado esta problemática desde la Argentina.
En 2016, el análisis más importante publicado hasta ahora para evaluar el efecto de la publicidad de comida chatarra sobre los niños ratificó lo que ya se sabía: la exposición a esos anuncios gatilla el sistema de recompensa y aumenta el consumo. Lo mismo que ocurre con el tabaco, el alcohol y el juego.
Entre los estudios citados hay datos de 1950: en esa época ya estaba claro que cuanto antes se instala una marca en el imaginario de una persona, más posibilidades tiene de acompañarla toda la vida.
–El asunto es que mientras los consumidores ignoran estas cosas, las empresas, información en mano, avanzan –dice Allemandi.
Qué saben las marcas que nosotros no: que los menores de 8 años están cognitiva y psicológicamente indefensos ante sus anuncios. Que antes de los 5 años los chicos ni siquiera tienen la capacidad de entender qué es un programa de televisión y qué un comercial. Que más adelante, si bien pueden entender que están ante un anuncio, no logran comprender lo que significa la persuasión: por eso, la publicidad dirigida a ese segmento es aún más efectiva. Si está mezclada con personajes, las propagandas son una bomba: generan un compromiso emocional que estalla directo en su subconsciente. Por eso, aparte de imprimir personajes populares y exitosos –desde Barney hasta Lali Espósito–, compañías como Nestlé y Mondelez abrieron los famosos advergames: plataformas online para invitar a los niños a meterse a jugar y, de paso, seguir meticulosamente sus movimientos en el ciberespacio, esos pasos de libertad que, hoy, dan mucho antes de pisar solos la vereda.
–Las marcas saben lo que hacen. Parece una obviedad, pero no viene mal recordarlo: no gastarían fortunas en esos personajes y estrategias si no funcionaran –dice Allemandi.
Luego de invertir una cantidad de dinero absurda y de recorrer un kiosco tras otro para encontrar el jugo de manzana con el Power Rojo y no el Verde o el Amarillo, yo no hubiera subestimado nunca el poder de la publicidad. Sin embargo, todavía me quedaba mucho por descubrir de esa compleja, sofisticada y millonaria maquinaria que hay detrás, y por dentro, de un simple comestible.
Este texto es un fragmento del libro Mala Leche, de Soledad Barruti, Editorial Planeta.
Ilustración apertura: Kiko
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