"Que sepa reir, que sepa jugar"
En Colonia, esa mítica ciudad uruguaya al otro lado del río, suceden cosas maravillosas. Por simples. Por esenciales.
Es el atardecer de un día de semana. Es la calle principal de la ciudad, una avenida ancha y limpia de gastados adoquines que suman tiempo a sus ya siglos de historia, protegidos de tanto sol por frondosos árboles.
Mientras camino sin apuro rumbo al supermercado, un bullicio (nada molesto; podría decirse que encantador) me detiene. En la vereda de enfrente veo a 5 chicos, 4 niñas y un varón. Están jugando. Creo que necesito repetirlo: en la vereda de enfrente veo a 5 chicos jugando. ¿Estaré soñando? ¿Algún tour de realidad virtual me habrá llevado otra vez a la cuadra de mi infancia, cuando arruinábamos la siesta de todo el vecindario?
No. No es un sueño. En Colonia los chicos todavía juegan en la calle. O mejor dicho: los chicos nunca dejaron de jugar en la calle. Y digo en la calle, en contacto con la realidad, con la ciudad donde viven, sin guardias de seguridad ni detrás de las rejas. Todos llevan el uniforme del colegio; seguramente son compañeritos de clase. Primero las chicas saltan la soga individualmente. Después el muchacho del grupo las organiza y les marca el ritmo para que salten a la vez. Gritan, se ríen.
Nadie podría pensar que están desprotegidos o en riesgo. Seguramente en un rato más, cuando estén lo bastante transpirados para que los adultos de la casa protesten por no haberse sacado los uniformes para jugar, serán llamados adentro, tendrán que bañarse y se sentarán a comer. Es muy probable también que coman en torno de una mesa con hermanos y padres; si no con ambos, al menos con algún grande que aproveche la ocasión para conversar con ellos. De nada en especial. Preguntar y responder. Escuchar. Tener ganas de ser escuchado. Interesarse de verdad. La mejor receta para contar con la atención de un chico.
Vaya a saber por qué motivos en ciudades como Colonia los chicos nunca dejaron de jugar en la calle. ¿Menos gente? ¿Un estilo menos agresivo? ¿Jornadas laborales menos extenuantes, que permiten mayor presencia de los adultos en el hogar? Las explicaciones podrían ser muchas. Ninguna absoluta.
Lo cierto es que casi a diario las noticias dan cuenta de fenómenos preocupantes: chicos que pasan muchas horas de su vida frente a la TV, la play station o la computadora, y que por lo tanto comen solos y mal, no sólo comidas rápidas, sino también cargadas de calorías vacías, que engordan sin aportar riqueza y aumentan el porcentaje de obesidad y de la diabetes antiguamente llamada "del adulto" entre la gente menuda; chicos a quienes es necesario "serenar" con estímulos cada vez más fuertes porque su interés está tan distraído sobre las pantallas que hace falta algún bombazo electrónico -cuando no una píldora bajo pretexto de padecer "déficit de atención"- para convocar su concentración; chicos que no disfrutan de la cotidianidad de una conversación con los adultos que viven con ellos; chicos que hace mucho tiempo (meses, años) no comen en familia. Chicos solos. Chicos a la deriva.
Nadie tiene la culpa de que pase esto. Pero sí todos somos en parte responsables. Un enemigo de rostro invisible que solemos llamar "sistema" parece cargar con la peor parte del drama, y ser el reservorio natural de la larga y angustiante cadena de hechos. El sistema conspira para alargar y complicar las jornadas de trabajo, el sistema arrojó a millones de mujeres al mercado laboral sin prever que el "hogar" no cerraría por vacaciones, el sistema genera una competencia cada vez más feroz y niveles crecientes de violencia; el sistema nos acelera, nos pone celulares, iPods, computadoras y toda clase de bichos electrónicos entre las manos. Y cuanto más temprano, mejor. ¿Somos realmente tan inútiles frente a esto? ¿De verdad no hay nada que hacer? Los seres humanos, creadores del mundo cultural y simbólico que nos rodea, ¿no tenemos una manera más inteligente de resolver el problema? ¿Por qué, ya que inventamos tantas cosas, no (re)creamos un modelo de convivencia que permita que nuestros chicos, como alguna vez hicimos nosotros, vuelvan a saltar la soga en la calle?
gnavarra@lanacion.com.ar
La autora es subeditora de LNR
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