Nunca imaginó que aquella foto de Gilda, con corona de flores y mirada hacia el cielo, se convertiría en estampita de veneración. Pero más allá de la imagen mítica y mística, lo que se esconde es el oficio de retratar. Desde Herminio Iglesias hasta Federico Manuel Peralta Ramos, pasando por Menem, Bioy Casares y los ídolos de la cumbia, el ojo de Fabrykant supo inmortalizar las miradas y los gestos de cada época.
Silvio Fabrykant dice que le gustaría tener una historia épica para contar. Hablar, por ejemplo, de un aura especial o recordar que cuando disparó el obturador hace más de 20 años en aquel campo sucedió algo mágico. Pero no. Él hizo la mítica y mística foto de Gilda como solía hacer tantas otras de cantantes y grupos de cumbia en ese entonces, en plena década del 90: con oficio de retratista. Sin embargo, cuando uno se detiene frente a la imagen ampliada, hecha gigantografía, que domina la oficina contigua a su estudio en Barrio Norte, siente que esa no es una foto más. A diferencia del retrato clásico, con la corona de flores y la mirada hacia arriba, que de ser tapa del disco Corazón valiente (1995) transmutó en estampita de santa pagana, en esta versión la cantante mira de costado, hacia algo cercano, demasiado cercano. Y en esa mirada, definitivamente, hay algo que estremece.
–Sí, hay algo, ¿no?, pero yo no te podría decir qué es.
Se escabulle Silvio ante la obligación de darle un sentido retrospectivo a aquello que sucedió más allá de él, que trascendió el mero acto fotográfico y se volvió ícono popular. Por estos días, con el estreno de Gilda. No me arrepiento de este amor –con Natalia Oreiro en la piel de la cantante fallecida en un accidente en la ruta rumbo a Chajarí, Entre Ríos, en 1996–, la necesidad de encontrar señales que pudieran haber anunciado el fenómeno "Gilda" se reedita. Pero también otras cuestiones, que llevan a preguntarse por el oficio de retratar, de congelar un rostro, un gesto, un momento, y lanzarlo al mundo para siempre, sin que el mundo sepa, en la mayoría de los casos, quién lo hizo.
–Nadie se pregunta si hay un fotógrafo detrás, y yo personalmente no me creo nada. Yo le hice la foto y fue una buena foto, a ella le sirvió, a mí me sirvió. El fotógrafo que sufre el anonimato tiene un problema de ego. Yo no lo tengo. No hago obras, hago fotos. Lo que pasa después con las fotos, ya no depende de mí.
EL PODER ANÓNIMO
Hay algo del perfil bajo de Silvio Fabrykant –hijo de padres inmigrantes, nacido en el Abasto en 1945, casado con la escritora Ana María Shua desde siempre, padre de tres mujeres, autodefinido runner– que contrasta con lo que muestran las paredes de su estudio de la calle Juncal. Ahí están Leonardo Favio, Raúl Alfonsín, Federico Manuel Peralta Ramos, Yuyito González, Bioy Casares, Araceli González, Fernando de la Rúa, Graciela Borges, Pipo Cipolatti, Leo Mattioli, Raquel Satragno. Y la lista sigue en un random de figuras y décadas, que dan cuenta de que Fabrykant es un retratista de su tiempo, de cada tiempo. Que si quisiéramos, podríamos narrar la Argentina de los últimos 30 años con solo recorrer esas paredes.
Todo empezó, dice, en la década del 60 con una Rolleiflex de formato medio, un laboratorio casero en el toilette de la casa familiar, un amigo –Rolando Paiva– que lo estimulaba a sacar fotos y un hobby que le disputaba tiempo y pasión a la carrera que había seguido un poco por gusto pero mucho por mandato familiar: Arquitectura. Con tan buena, o mala, suerte que sus comienzos como profesional fueron a lo grande.
"A través de una conocida de mi mamá, me presentan a un hermano de Alejandro Romay que me hace entrar al Canal 9. Yo sospecho que entré ahí porque este buen señor tenía una hija que quería ubicar, como se decía en ese entonces. La cuestión no prosperó, pero un día me dice: «Ponete una corbata que vamos a conocer a Romay». Vamos, Romay me mira y me pregunta si era arquitecto. Le dije que sí. «¿Entonces podés hacer un teatro? Vas a hacer el Nacional». Hice el teatro el Nacional en 1976 –después lo rehice, cuando se incendió, 25 años después–, y eso fue un shock muy fuerte para mí porque no solo pude cumplir con el mandato familiar, sino que les compré un pasaje a Europa a mis padres y, de algún modo, me liberé y empecé a pensar cómo podía hacer para dedicarme a la fotografía".
Aquí es cuando entra en la historia Ani, como él llama a su mujer, con quien estaba casado y que por ese tiempo trabajaba en una agencia de publicidad, con un pie ya en la literatura. Y, de nuevo, un contacto y la buena suerte: McCann Erickson necesitaba fotos para un libro que le había encargado Coca Cola, y ahí estaba Silvio ofreciéndose. Eran los años de oro de la publicidad y él estaba en donde había que estar. A ese trabajo le siguieron otros en Walter Thompson y la posibilidad de armar su propio estudio. No lo sabía aún, pero se convertiría en un fotógrafo de estudio con una premisa que ya en ese entonces aparecía como una necesidad –y también como intuición–: para lograr los mejores retratos, hay que hacer sentir bien al otro.
"Esto es así: vos venís acá, te enfrentás con un tipo que no conocés, seguramente te mandó alguien, y yo tengo que hacer que cuando vos te vayas de acá, sientas que estuviste por una alfombra roja, que estuviste en Hollywood. Eso es ser retratista. ¿Cómo se hace eso? No sé muy bien cómo, sé hacerlo. Yo sé que tengo el poder de la cámara y tengo que saber detentarlo, manejar la situación, y llevar a la persona que está allí para que dé visualmente lo mejor. Yo he fotografiado de todo, desde chicas que trabajan con su cuerpo y tienen que venderlo hasta políticos que también tienen que venderse, pasando por escritores y cantantes de cumbia. La fotografía que hago le tiene que servir a la persona que me la encomendó".
Si en esa enumeración ecléctica Silvio da a entender que un retratista, como él, está obligado a despojarse de todo prejuicio, también se pregunta: "¿Cuál es la diferencia entre sacarle fotos a un tipo con el que tenés un vínculo de admiración, de corazón a corazón, como Leonardo Favio o Federico Manuel Peralta Ramos, de quienes fui amigo, y un tipo que hace cumbia, con quien tenés una distancia cultural, un político al que nunca votarías o una mujer que tiene que vender su cuerpo para trabajar? Yo la empatía la genero con todos, no importa lo que hagan. Porque frente a la cámara hay una igualación, están todos desnudos, aunque ellos no lo sepan. Y yo tengo el poder".
Hablar del poder es también hablar de retratar el poder. Para recordar y contar la anécdota de sus inicios como retratista de políticos, primero va a llamar a su casa para preguntarle a su mujer cómo era que un día apareció Herminio Iglesias en su estudio. Pero antes de que le pasen la comunicación, se acuerda y empieza a sonreír, como si se siguiera sorprendiendo de cómo a veces la historia se concatena para que sus fotos funcionen como enlace entre diversos universos. "Estoy fotografiando a una de las chicas y cuando se va me pregunta: «¿Vos fotografías también hombres? Bueno, te va a llamar un amigo mío». A la semana me llama un hombre [imita su vozarrón]: «Hola, soy Herminio Iglesias, me dio tu teléfono Fulana». Vino, le hice las fotos, se las mandé, y a la semana me llama y me dice: «Las fotos no están buenas» –yo digo, pucha, acá me manda los muchachos–, y me quedo callado. Entonces él larga un «¡están buenísimas!», y me pregunta si no tenía quién pudiera hacerle la campaña, y la llamé a Ani, y con Quique Fogwill empezaron a armarle la campaña".
Y así siguieron, ya como presidentes, Raúl Alfonsín ("el retrato es la expresión que está en la mirada y la de él era una mirada de inteligencia"), Carlos Menem ("fue en su segunda presidencia, en exteriores, y aparece el tipo y saluda a cada uno de los que estábamos ahí, que éramos como 25, y yo pensé «tiene algo este hijo de puta, te da la mano y hace magia, quedás prendado, no sé qué es eso»: las fotos salieron fácil") y Fernando de la Rúa ("vino como cinco veces acá, para internas, Ciudad, presidencia y era... difícil"). Y refuerza: "Yo no me quiero agrandar, pero la magia es hacer buenas fotos de los que no tienen carisma. Yo no creo en la fotogenia, no hay nadie que no sea fotogénico, porque eso depende de mí. Me voy a subir a las paredes para que te vayas con una buena foto. No tengo un método, tengo un solo chiste para los que vienen por primera vez: me dicen que nunca se hicieron fotos y yo les digo que me ayuden, que es mi primera vez también. Hacer un retrato es toda una aventura, no hay dos retratos iguales, no hay dos actos fotográficos iguales. Lo que sí, yo me mando la parte, a los 30 segundos de empezar a trabajar ya me doy cuenta si va a salir fácil o no. Eso es oficio, intuición".
Fue en aquellos años de retratar políticos, y entre esas transiciones, que la cumbia que venía sonando en los 80 estalló en los 90 como un signo de época y, una vez más, Silvio se encontró en el lugar en el que había que estar, y con su estudio y su cámara listos para dar cuenta de su tiempo.
MOVIDA TROPICAL
Como muchas de las anécdotas en su trayectoria, la publicidad y su mujer también tuvieron algo que ver en este cruce entre Silvio y el universo tropical, tan alejado de su amor por Frank Sinatra y los Beatles. "Jorge Guinzburg se sentaba al lado de Ani en la agencia de publicidad y éramos amigos. Un día allá por el 89 me pide que haga una foto para la revista Humor con un grupo: Las Primas –dice y señala aquella imagen iniciática que se exhibe en su oficina–. Y al representante de Las Primas le gustó la foto, se la llevó al de la discográfica, el de la discográfica era Cuqui Pomar, el dueño de Leader Music, que me llama y me pregunta dónde tenía el estudio. Y seguro ahí pensó «bue, este muchacho finoli de Barrio Norte no va a andar con mis músicos», pero igual probó e hicimos la primera foto con un grupo de cumbia y seguí hasta el día de hoy. Hubo un momento en el que hacía una producción por semana".
"Movida Tropical". Así se llamó la muestra retrospectiva que Silvio montó hace dos años en el Centro Cultural Recoleta después de revisar cajas de negativos y darse cuenta de que, definitivamente, ahí había algo. Como en la mirada de Gilda. Así, de las paredes del coqueto museo colgaron las fotos de Pablo Lescano disfrazado de preso y con un gran bostezo en su boca, Pocho la Pantera enfundadísimo en cuero, Alcides con su ropa estridente y su pelo vaporoso, Lía Crucet en tapado de piel y cigarrillo con boquilla, Mario de Green posando de perfil como un mosquetero y Tony Angel con sus pelos como Medusa. Y Gilda, por supuesto, en la versión que a Silvio más le gusta, la que cuelga en su oficina.
"Yo nunca tuve previsto entrar al mundo de la cumbia, pero cuando vi que esto se seguía desarrollando, empecé a tomarlo como un trabajo constante. Me dije: «Hagamos de esto una cosa linda». Yo no escucho cumbia, no engaño a nadie; no hay que escuchar cumbia para hacer fotos de cumbia. Pero cuando venían los muchachos, yo tenía mis truquitos: «Bueno, muchachos, cuéntenme un poquito qué clase de cumbia hacen. ¿Cómo se llama el disco? ¿Cómo se llama el corte de difusión? A capela nomás, ¿me hacen algo?». Y los tipos no se animaban, hasta que uno saltaba y los demás lo seguían. Me servía para que ellos estuvieran más cómodos conmigo, yo era más loco que ellos y les hablaba directo, sin eufemismos. Podía decirle a uno «no te preocupes que te pongo el diente, abrí la boca y sonreí», y era así, muchos no sonreían por eso. Nunca tuve problema con nadie, y como los grupos iban cambiando, venían y me abrazaban y me decían «te acordás de mí», y yo era el viejo loco. Con algunos hacíamos un poco de bromas; Pablo Lescano era muy divertido, me prestó unas zapatillas nuevas que había traído, eran las primeras que salían con cámara de aire y resortes, y me las prestó por un rato".
–Cuando la fotografiaste a Gilda, ¿supiste que eran una foto y un personaje que iban a trascender?
–Para nada. Cuando hice la muestra en el Recoleta, me hicieron muchísimas entrevistas, todos esperaban que contara algo revelador. Y la verdad es que Gilda, en ese tiempo, no era la Gilda consagrada, era una cantante más, una chica muy simpática, y no sucedió nada sobrenatural. Lo que pasó sucedió después.
–¿Qué pasa cuando una foto te trasciende? ¿Sigue siendo tu foto?
–Sí, sigue siendo mi foto… Ahora que lo pienso, debería inventar una anécdota con Gilda, ¿no?