Sueño de una noche en París: una ciudad que en silencio inspiró mi vida
El vestido negro de Azzedine Alaïa colgaba inmaculadamente solo de la percha, envuelto en papel de seda sobre la puerta del placard en la habitación del hotel. Desde la ventana se veía el final de la Avenue Montaigne con los destellos de la Tour Eiffel. Esa misma tarde lo había comprado en el talle más pequeño, conocía sus medidas, la extensión de su deseo y el son de su alma. Mis manos habían sostenido centenares de veces sus caderas, muslos y la extensión de su espalda. Aunque hacía meses que no la veía sus clavículas estaban dibujadas en mis ojos, con la longitud de su cuello, el capullo de su pubis, el rosa de sus pezones y sus pequeños y suaves pies.
Me desperté de noche, al regreso de un sueño presagioso; caminaba por París en invierno con mi sobretodo largo y lanudo que llegaba hasta mis botas marrones sucias de tanto andar, acariciaban voluptuosamente la ciudad. Sí, mis pies parecían lamer los adoquines y las vértebras de sus calles imprudentes de deseos, que comparecían al sol de invierno impunes de castigos por su sola belleza y apostura, como si su gallardía fuera un perdón. París será siempre perdonada, ella –como si no conociera el pecado vive pecando e incitando el deseo ajeno, una apología al brote de roce de piel, pero también, profundo intelecto. En la boca y en mis pensamientos me había quedado impregnada la palabra irradiar: parecía navegar entre destellos que se esparcían como lazos entre los objetos y los sentimientos. Un sueño parisino tan vivido, real y auténtico como soberano.
Entonces desperté, me senté en la cama y encendí un fósforo a tientas para alumbrar la vela, que de a poco destelló el cuarto tenuemente. Faltaban un par de horas para el amanecer, pero di por comenzado el día. Me sentía bien, mis pensamientos aun asaltados por la ficción ensoñada me llevaron con la vela por la escalera a la cocina, donde prendí el fuego con astillas de la enorme y antigua cocina de leña. No estaba en París, aunque mi aura siempre parecía habitar aquella ciudad que creía conocer y venerar.
Irradiar, en aquella palabra se encontraba contenida la vida misma y la generosidad del dar. Desde el sol hasta el amor, el sabor, el calor, la velocidad, el silencio y la espera. Irradiar, pensé, como París, que silenciosamente inspiró mi vida. La ciudad magnánima que fue a través de los siglos sumando el halo liberal de cada beso, gesto y palabra. Bendecida por arte e intelecto. Próvida de música, moda, sabor y perspectiva. Y el vestido negro de Alaïa esperando a ella desde un sueño. Al cerrar los ojos podía verla poniéndoselo para salir por las calles de amores. Y por la mañana amanecería en el piso ajado de tacto, roces y besos.
No sé si volveré a verla, no sé si otra vez le compraré un vestido, no sé si escucharé su risa blanca debajo del sombrero negro de fieltro en el atardecer de los muchos días que compartimos. No la extraño, solo puedo sumar los antojos, deseos, voluntades y apetitos que nos habitaron. Sigo sentado en la sillita frente a la cocina patagónica, por las rendijas de los hierros fundidos puedo ver el crepitar de las llamas. Mi agua en la pava ya tiene calor de café y comienzo de a pequeños sorbos a llenar la media de tela para filtrarlo. Pongo las tostadas en la plancha para que se hagan despacio.
Siempre sentí que París fue una mujer que cortejé con galantía, desde que la conocí. Fue generosa conmigo, me mostró sus intimidades, me meció al sol, me ofreció sus cúpulas, monumentos, buhardillas. Me enseñó el arte del café en las veredas y me regaló rasgos de su cocina, pero nunca me entrego su amor.
A ella sí la extraño y aun la espero en misterios, con la paciencia infinita de un hombre enamorado.
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