
Un bautismo de buceo para vencer la claustrofobia y nadar entre los peces
Después de un intento frustrado por el miedo en la caribeña San Andrés, ?una periodista se sumerge en una profunda pileta a metros de la Panamericana
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Te animás a un bautismo de buceo?" El primer obstáculo, antes de responder, fue vencer el recuerdo de la única experiencia que había tenido, hacía ya más de diez años. Intenté decir que sí, que claro, que sería una experiencia más que me haría correr adrenalina por las venas, y eso siempre me seduce. Y pensé, igual que lo hice hace diez años, en la posibilidad de la aventura y de los viajes exóticos que el buceo ofrece. Un paraíso submarino que, con tan sólo mirar las fotos, logra extasiar las retinas de cualquiera.
Pero dudé, mi voz titubeó al responder y, aunque quise borrar esas viejas imágenes en la isla caribeña de San Andrés, no pude. Durante aquellos días de vacaciones, llegó la propuesta de una primera experiencia de buceo. Pero esas primeras instrucciones y nuevos conocimientos que ofreció el guía experto antes de salir a mar abierto fueron, rotundamente, un fracaso. Una vez puesto el traje, la máscara, las aletas y el tanque de aire, y apenas comencé a respirar lentamente bajo el agua de una cristalina piscina natural caribeña, la sensación de claustrofobia se apoderó de mí, por completo. A pesar de la increíble salida que tenía por delante no pude hacer otra cosa más que abandonar el sueño submarino. Frustrada, enojada conmigo misma y decepcionada, terminé mi bautismo en poco más de diez minutos.
Pero el desafío estaba nuevamente delante de mis narices. Y no quise negarme. Pues bien, esto será diferente, me convencí. La proximidad del lugar no exigía demasiada organización. En Márquez y Panamericana, hay un centro de buceo cinco estrellas, el más grande del país, Diving Center, y ser aspirante a buzo en una pileta de cuatro metros de profundidad, diseñada especialmente para tal fin, me daba un poco más de confianza.
La clase duraría unas dos horas y ya estaba segura de algo: terminaría buceando sí o sí. Se había convertido en un desafío, una revancha.
Guido Moroni resultó ser mi instructor, que con tan sólo 26 años llevaba más de un tercio de su vida descubriendo las profundidades submarinas. Otro voto de confianza. Y Nacho Coló, preparado para retratar el momento con su cámara subacuática, también me alentaba.
Hacia allá fuimos. El primer paso, ponerse el traje de baño en el vestuario. La adrenalina ya había comenzado a correr. Y también las ganas de huir. Había jurado no revelar nada de aquella truncada experiencia caribeña, pero fue lo primero que dije después de mi nombre. Así que Guido, advertido de mis nervios y mi cara de terror disimulada, inyectó una pausa antes de entrar en la pileta. Con amplia sonrisa, detalló cada uno de los elementos del equipo y repasó, paso a paso, todos los ejercicios que haríamos allí adentro.
La segunda barrera por vencer, ponerse el equipo completo, que también incluye un chaleco compensador, para poder flotar en la superficie, y un cinturón de lastre (o pesas) alrededor de la cintura.
Primeros pasos
Ahora sí, al borde de la pileta, no quedaba más que ir al agua, hundirse sólo hasta el pecho al principio, en la parte más baja, para comenzar de una vez con los ejercicios. Guido no perdía la sonrisa, como yo mi cara de susto.
El equipo, que pesaba una tonelada, dejó de ser una molestia. Al fin una buena señal. Probar el regulador de aire bajo el agua y confirmar que entra y sale oxígeno, y no agua, fue otro alivio. Pero no lograba relajarme. Estaba tensa, incluso Guido se dio cuenta de mi temblor, y con más de 30 grados esa tarde, seguramente no podría ser frío.
Entonces sí, a dar unas pequeñas vueltas en la parte más baja de la pileta para entrar en calor, y en confianza. Un momento de reflexión en el que comencé a comprobar que todo el equipo funcionaba, que comenzaba a regular la respiración. Ya no estaba agitada, tampoco temblaba, me sentía un poco más a gusto.
Luego, de rodillas frente al instructor para aprender el lenguaje de señas que utilizaríamos bajo el agua, y una serie de ejercicios básicos: vaciar el regulador apartándolo de la boca, colocarlo y soplar fuerte. Aprender a recuperar el regulador con la mano en caso de que, accidentalmente, lo perdamos en el camino. Vaciar la máscara de agua y compensar oídos, clave para cuando llegue la parte 2 del cuento, los 4 metros de profundidad a los que aún no me animé, y no se si podré hacerlo.
Otra vez, más vueltas por la parte "segura" de la pileta y ya creo que lo domino. Guido se comunica a través de las señas aprendidas. Le respondo que todo está OK con un gesto universal y entonces sí, ahora sí, a las profundidades azules. No es la isla de San Andrés, pero así se ve el agua de todas maneras. Y tampoco hay corales ni cardúmenes que deslumbren. No importa, mi misión es salir airosa del bautismo para confirmar que el viaje exótico y la tamaña aventura del buceo pueden ser reales algún día.
Empezamos a bajar, primero uno, dos metros, y a compensar los oídos, apretando con la mano la nariz y soplando, igual que uno hace en el avión. "¿Todo OK?", pregunta Guido. Sí, todo OK. No creo sentirme como pez en el agua, pero tampoco quiero salir de ahí. Bajamos más, tres, cuatro metros? y compensamos oídos otra vez. Me animo a vaciar el regulador con uno de los métodos aprendidos. Y estoy en condiciones de ir descubriendo el fondo impulsada por mis aletas. No encuentro peces ni de plástico, pero la emoción es casi la misma. Dicen que es como volver al vientre materno. No lo sé, no lo recuerdo, pero estoy feliz.
Fernando de Noroña o Arraial do Cabo, en Brasil; las islas Caimán, o Belice, en aguas caribeñas; un poco más cerca, tal vez, en Las Grutas, en el golfo San Matías y Los Cultivos, en la Patagonia. Ya son destinos posibles, por qué no. Estuve dos horas en el agua y se fueron, irónicamente, volando?
Con Guido damos vueltas por la pileta unas cuantas veces más y me anima a probar otro de los ejercicios. Y todo OK. Voy, vengo, cumplo los pedidos de Nacho Coló para las fotos y sigo aleteando. Tal vez me anime a nadar con tiburones en las Bahamas. Para soñar, siempre mejor hacerlo a lo grande. Mi temor no era a lo que podría encontrar debajo del agua, sino la angustia producida por sentir el encierro y no poder salir de allí.
Obstáculo vencido, prueba superada. Reboso de sonrisas cuando, después de terminada la clase, salgo de la pileta. El equipo vuelve a pesarme una tonelada, pero ya no lo relaciono con algo que me priva de la libertad de moverme. Más bien todo lo contrario. El cinturón de lastre siempre puede volverse liviano. Hay que encontrar la manera, y volver a intentarlo. Como en la vida misma.
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