
Un concierto grosso
Necesitamos asistir, por fin, al concierto del cuarteto más mentado del mundo. Digo, con el debido respeto: Buda, Moisés, Jesucristo y Mahoma
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La civilización desafina, el tercer milenio no aclara y, más que platos voladores que nos salven, lo que necesitamos es asistir, por fin, al concerto grosso del cuarteto más mentado del mundo. Del que más influyó en sus escenarios, el que más público congregó y el que más gente hizo cantar en coro. Con el debido respeto en los cuatro casos, digo: Buda, Moisés, Jesucristo y Mahoma. Una aparición como para ponernos de nuevo en vereda. Un retorno no de a uno, sino de los cuatro al unísono y tomados de la mano. ¿Acaso no regresaron los Rolling Stones?
Sería tal el tamaño del estupor terrestre que las pantallas de la CNN quedarían en blanco. Y ése se convertiría en su primer milagro: impedir ser usados por la televisión. El segundo, el hacernos poner las barbas en remojo. El tercero, reunirse en una isla a meditar un plan conjunto de ampliación y resguardo del Génesis. De hacerlo, generarían esperanza para mil siglos más. Una esperanza tan amplia como seguramente lo fue en aquellos primeros días del primer siglo de cada credo.
Que esas lejanas fuentes estén hoy casi secas es asunto de todos en la justa proporción del sentido común. La mayor responsabilidad les cabe a las jerarquías que descuidaron la letra de la canción y su espíritu de origen. Ese que aún llamea y da sentido a los integrantes del cuarteto, pese a que son de tiempos, modos y culturas diferentes. No me ocuparé de lamas, rabinos o imanes. A lo sumo de curas, pues como cristiano frágil me alcanzan sus costumbres. Anthony Burgess me apuntó una vez que luchaba por el regreso del latín a la misa. Decía que la ceremonia había perdido intensidad y misterio. "La religión es como el arte: su lenguaje ambiguo nos salva de la locura pues sirve para aceptar la vida."
Los curas de mi infancia eran lejanos, misteriosos, severos. No conocían el helicóptero ni la televisión. Eran como de muchos siglos atrás. Una tomografía actual les habría caído como mirada de bruja y la historia, una preocupación menor, casi para monaguillos. Se comportaban como vicarios flotantes, incorpóreos y ajenos. Decía mi abuela (que era del siglo XIX) que esos curas vivían como santos. No aparecían ni en diarios ni en fotografías. Su mayor contacto con el mundo lo alcanzaban en la homilía, en la procesión o al dar la extremaunción. Cuidaban de no gastar la voz en la Tierra para tenerla lista al hablar con Dios. A los mortales nos dirigían el silencio. Y se escuchaba.
Así era antes, cuando el mundo iba a los empujones, pero iba. No como ahora que está clavado, y seco, como mariposa en la pared. Por eso, no me resulta inoportuno ni blasfemo imaginar a los cuatro grandes maestros volviendo para recuperar al planeta. Pero juntos, pues (ya lo hemos visto) de a uno tal vez no alcance. Es posible que esta propuesta la apoyen también quienes miran hacia La Meca o los que se esfuerzan por sacar el apego del ombligo. Por algo cada vez son más frecuentes los congresos de iglesias tan diversas. Parecería extenderse la idea de que la casa planetaria es común y que la suma de sus credos podría fortalecer el espíritu y la fe de sus feligresías.
Si el texto de suras, sutras y versículos se ligara interactivamente, la esperanza sería más sólida y cercana. Menos "pobrecita" (como dice la zamba).
El regreso de estos cuatro extraterrestres (reitero, juntos) borraría la intolerancia del planeta, recuperaría el rumbo de la historia, rebajaría el riesgo mundo, y preguntas sobre la luz y el camino volverían a tener sentido. Bastaría esta reunión de fin de semana en la isla del reencuentro que digo y que en una computadora se volcara el bellísimo texto fundacional de los cuatro mensajes fundidos en uno. Y que tras pulsar una nueva tecla llamada síntesis, se imprimiera el catecismo global que durante varios días y varias noches lloviera en miles de millones de copias sobre el mundo.
Si el príncipe, el guía, el carpintero y el camellero dieran este paso, la Tierra asistiría a la resurrección de su música. Un concerto grosso al que se sumarían los demás creyentes y, dado que la materia es triste, también los ateos, ansiosos todos por escuchar el flamante y sagrado compact disc.
El primero producido por dioses, no por ídolos. Y para una eternidad algo más larga (y fraterna) que la que está acabando.





