–¿Puedes pasarme la cinta azul por este agujero? –pide Carles, que ya tiene la tela del globo y la canasta de mimbre desplegadas en el suelo. La cinta sirve para sujetar los tubos de gas propano. Carles Figueras es uno de los pilotos de un grupo que estará presto a volar en un rato y será el primero en tener su nave lista para inflar. Esta tarde, volaremos junto con él en esa pequeña cesta que se eleva por medios primitivos.
Para testearlo, Carles enciende el quemador, que despide una potente lengua de fuego, como el soplo de un dragón.
–Durante el vuelo, podemos estar como queramos, pero al aterrizar tenemos que poner las manos adentro. No nos vamos a coger de aquí, ni de aquí, sino de estas asas –explica, y toma firme los fierros del quemador que está sujetado a la canasta.
–La posición es: pies planos, piernas un poco flexionadas y uno delante de otro. No hace falta estar tensos. Si se tumba, que no nos pille la mano –advierte este catalán sereno que pilotea hace 10 años.
En un aterrizaje normal, con viento moderado, de unos 10 km por hora, no debería haber problemas. Pero en la medida que el viento aumente, superando los 45 km por hora, tocar tierra puede volverse más áspero, y el globo puede tumbarse violentamente.
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–¿Mamá, cuando empieza el eclipse? –pregunta un niño que corretea inquieto por el aeropuerto de Conlara, a 20 kilómetros de Merlo, en la provincia de San Luis, donde hoy no despegarán aviones, sino una veintena de globos aerostáticos que, por ahora, permanecen desinflados y desperdigados sobre el césped que rodea la pista.
Son poco más de las 4 de la tarde del 2 de julio, el día más esperado por las legiones de astrónomos, astrofotógrafos y astroturistas de todo el planeta que viajaron al país atraídos por el evento astronómico del año: el eclipse total de Sol. De hecho, acaba de empezar, aunque el niño no lo haya notado porque no tiene puestos los anteojos con el filtro especial. La silueta de la Luna irá tapando al disco solar durante algo más de una hora, hasta llegar, alrededor de las 17.45, al máximo ocultamiento.
Entre los miles de viajeros que llegaron especialmente hasta la villa puntana sobresale un nutrido grupo de aventureros, que también vino para este acontecimiento que no se da todos los días, ni en todo el mundo.
Ellos lo van a disfrutar a bordo de sus globos aerostáticos. La idea es remontar las naves, las mismas con los que esta legión de experimentados pilotos se pasean y compiten en diferentes puntos del planeta, poco antes de que la Luna se interponga entre el Sol y la Tierra.
La alma máter de la expedición es Josep María Lladó, un catalán alto y desgarbado de 64 años que lleva más de 4500 horas de vuelo en globo. Ingeniero aeronáutico, es el creador y dueño de Ultramagic, la empresa que es líder mundial en la fabricación de globos aerostáticos, con sede en Igualada, Cataluña, aunque pocas veces anda por ahí. Josep no resulta un tipo fácil de encontrar, hoy está acá, mañana podría estar en Dubai, pasado en Japón, y unos días después en Turquía. El hombre combina su adicción a volar con este negocio que sustenta su pasión.
Según Carles Figueras, que además de piloto es director comercial de la compañía, venden alrededor de 150 globos por año, que pueden costar de 30 mil a 120 mil dólares, dependiendo del tamaño y los materiales con los que esté confeccionado. En los más pequeños cabe una sola persona, mientras que en los más grandes pueden viajar hasta 25.
En Argentina, que no es un gran mercado para el rubro, ellos vendieron unos 20 globos hasta hace 10 años. Pero en los últimos cuatro años, solo vendieron cuatro, según precisa Roberto Stocker, piloto y representante de la firma en el país. Roby, además, es el responsable de la estrafalaria logística que significa trasladar en dos camiones con acoplado esta veintena de globos con sus accesorios por los diferentes puntos del país que viene tocando la expedición.
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–Tengo solo cinco minutos, ahora que tenemos un briefing –dice Josep a LA NACION revista, esquivo y apurado, mientras se calza la camiseta celeste con el logo de la expedición, la misma que llevan todos los participantes.
El hombre comenzó a volar hace más de 40 años y poco después, en 1980, diseño y construyó su primer globo junto con Jaume Llansana y Joan Comellas, amigos que devinieron también socios, para encarar una expedición por el continente africano. El viaje duraría 11 meses, y volarían 40 veces, desde Zanzibar, en Tanzania, hasta Kisangani, en Zaire. Luego de aquella travesía, que tuvo mucha repercusión mediática, comenzaron a recibir pedidos para fabricar globos. Así nació Ultramagic.
A Josep le fascinan los eclipses y este será su cuarto eclipse total de Sol. Los dos primeros fueron en tierra firme y para el tercero, armó un viaje junto con dos amigos catalanes –que también están ahora por acá– a las remotísimas islas Svalvard, al norte de Noruega. Dice que fueron solos porque es un sitio tan lejano que resultaba muy difícil de armar la logística el viaje.
–El globo es el exponente máximo de aventura, no puedes dirigirlo, se lo lleva al viento. Aunque sea un vuelo corto, turístico, aunque despeguemos del mismo lugar cada día en 30 años, seguramente aterricemos en un sitio distinto cada vez porque las condiciones son diferentes – apunta Ángel Aguirre, integrante de la expedición.
Luego de la experiencia en Svalvard, Josep pensó que sería bueno compartir este con otros pilotos, como una más de las tantas expediciones que su empresa suele organizar por el mundo. Viajó para relevar algunos sitios, y cuando oyó hablar de Merlo, concluyó que debería ser acá.
–Lo escogimos porque tiene buena climatología, fama turística, y pensamos que podía ser el lugar ideal para volar. Aunque en esto siempre hay que esperar al mismo día para ver si va funcionar o no– aclara Josep, con un ojo acá y otro por allá, donde los equipos preparan sus aeronaves. Así fue que mandó las invitaciones a un grupo de pilotos amigos para convencerlos de la nueva aventura.
–Son todos campeones del mundo, de primer nivel mundial, amigos que vuelan nuestros globos y que no son conflictivos. Aun no sabemos cómo será hoy, pero la pinta es muy buena.
–La organización de Josep es magnífica, brillante. Nunca está ansioso ni preocupado. Tenemos plena confianza en que todo va estar bien. Lo seguiríamos hasta el fin del mundo –aseguraba David Bareford un rato antes, mientras ultimaba detalles de su globo. Bareford es inglés de punta a punta, rubio, alto, blanco y con un acento difícil de comprender. Es oriundo de Birmingham y, si bien no lo menciona, fue dos veces campeón mundial, como se encarga de resaltar su mujer, quien también está acá, junto con su hijo, también campeón mundial. Bareford habla de Josep con conocimiento de causa; ya estuvo en otras expediciones junto con él.
En efecto, es un día de un cielo diáfano, con poco viento, y un Sol que entibia el frío serrano. Las condiciones parecen óptimas para volar.
–La idea es subir un poco para ver cómo se acerca la sombra del eclipse, que es muy bonito y desde el suelo es difícil de ver. Siempre está la incógnita, la improvisación, que es la que tiene su gracia. Aunque a veces quisieras que fuera más seguro. Pero si sale bien es brutal –anticipa el organizador.
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Son muchos los visitantes que también pretenden subirse a uno, hay quienes averiguan por el precio y circulan versiones de que cuesta unos 400 dólares el vuelo. Pero nada de eso es cierto, ya que los expedicionarios no vienen a lucrar ni a pasear turistas, es una aventura entre amigos y familiares. Son unas 60 personas de distintos rincones del mundo, de Cataluña a Tailandia, Canadá, China, Suiza, Lituania, Inglaterra, Francia y otros lugares. Forman 18 equipos que vuelan 18 globos, y que aprovecharon la vuelta para aventurarse también los cielos de El Chaltén y el glaciar Perito Moreno, Santa Cruz; y el temerario Aconcagua, Mendoza.
–Mi padre es un fanático de las aventuras, y siempre nos ha hecho vivenciar lo que él ha experimentado en el globo. Hemos viajado muchísimo por todo el mundo, siempre volando. Y este último vuelo en el Aconcagua fue muy especial, porque fuimos las cuatro hijas con nuestro padre –cuenta Adriana Lladó, una de sus cuatro hijas. Ella tiene 26 años, es alta, delgada y también piloto, pero vive de la música.
–¡Brifin’, brifin’! –grita Josep, y todos hacen una ronda a su alrededor. Josep se dirige a sus compañeros en inglés, habla de la estrategia del vuelo y propone comenzar a inflar a las 5 en punto, para poder despegar 5.30, quince minutos antes de la totalidad del eclipse. Todos asienten. Pone énfasis en la idea de ir todos juntos y a baja altitud, para poder ver la sombra.
Una vez que termina el briefing, los tiempos parecen acelerarse, como si Josep hubiera encendido una perilla de start en sus compañeros. Hay muchos curiosos alrededor, y hasta algunos fanáticos del expedicionario, como una familia venezolana que se acerca a pedirle una foto. Cada tanto, alguien se acuerda de que está sucediendo un eclipse, entonces hace una pausa, se calza las gafas y mira como avanza, paulatinamente, la Luna sobre el Sol.
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Comienzan a inflarse los globos. El Sol desciende lentamente, la Luna ya mordió más un cuarto de su superficie y la luz se va suavizando, al mismo tiempo que el viento se intensifica.
Carles prende el ventilador. El canasto de mimbre está acostado en el suelo y el aire frío ingresa en el interior de la tela. La técnica indica que cuando hay un 80% de aire frío, es el momento de meterle calor mediante los quemadores alimentados por el gas propano. Eso hace que el aire que tiene la tela en el globo quede más liviano que el aire de afuera, y así la nave se eleve. Los globos están atados con unas soga a una camioneta, para que no vuelven antes de tiempo.
–Ayudame, me sostienes acá, de esta soga por favor –ruega Carles, que parece estar luchando contra un tiranosaurio, al intentar retener la tela para que no se vuele. El viento, hasta el momento calmo, parece haber cambiado: ahora sopla con una intensidad que a simple vista no se nota, pero al ver como flamea la tela y la fuerza que está ejerciendo Carles para sujetarla, queda en evidencia. El globo a medio inflar se voltea y va a parar sobre la camioneta; la tela queda extendida sobre ella como esos cobertores que les ponen a los autos para resguardarlos del polvo.
Carles parece ofuscado, frustrado. Apaga los ventiladores, desenreda las sogas que el viento, súbitamente endemoniado, quizá por efecto del eclipse, enmarañó.
–¡Yo aborto, yo aborto! –se acerca gritando Roby, con sus cabellos largos al viento bajo su gorra con víscera, mientras camina apurado, negando, con cara de yo ni loco vuelo.
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Faltan menos de 20 minutos para que el eclipse alcance su totalidad. Alrededor de los globos que intentan despegar, todo es una gran confusión. Adentro, pilotos y tripulantes encienden los quemadores, de donde brotan las lenguas de fuego. Hay colaboradores que sostienen las cestas, que a pesar de también estar atadas a las camionetas, parecen querer salir despedidas. Hay quienes sostenían por fuera y saltan a último momento dentro del globo. El equipo de catalanes levanta vuelo. Otro más, el equipo de Lituania, también consigue despegar, no sin dificultad, no sin causar revuelo y asombro, al menos entre los inexpertos en la materia.
De pronto, se oyen gritos. Más allá, un hombre intenta domar un globo que parece un caballo desbocado. Se desplaza a gran velocidad, se eleva unos centímetros y vuelve a tocar el suelo bruscamente, y así, una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Parece que se va a tumbar, recorre 50, 100 metros arrastrado por ese viento que algunos aseguran que ya sopla a unos 25 km por hora y demuestra su ímpetu. A lo lejos, solo se ven los brazos del piloto, que parece atizar el fuego sin pausa. El resto de los tripulantes permanece agachado adentro. Las llamaradas se oyen como el rugido de un león. A causa del fuego, que por el viento se embolsa hacia dentro, una parte de la tela se tajea y se abre, como si la hubieran atravesado de un cuchillazo. Es el globo de Josep, que ahora acapara la atención. Parece que se va a tumbar, que todo se va al diablo, que se va partir la cresta. Pero, de golpe, el tipo levanta vuelo. Si se hubiera rajado la parte de arriba, no podría haber despegado.
Ahora son cinco los globos en el aire, pero ya nadie más despegará. Angel, del grupo que primero logró ascender, sorprende a propios y ajenos lanzándose en paracaídas desde su globo.
Carles se acerca al equipo suizo, que a pesar de tener a Stefen Zeberli, un campeón mundial que es uno de los mejores pilotos entre sus filas, y de haber traído equipo propio para un documental, tampoco se atrevió a quemar sus naves y ahora, para pasar el mal trago, descorchan unas botellitas de cerveza artesanal que les repartió un rato antes el intendente de Merlo. Faltan pocos minutos para el súmmum del eclipse, y quienes permanecen abajo se debaten entre la desazón de no haber podido volar y la inminencia del momento cumbre por el que, en definitiva, todos llegaron hasta acá.
A las 5:45, la hora señalada, la Luna cubre por completo la superficie solar, el disco ya no encandila y ensaya su lado oscuro. Una sombra extraña avanza sobre el campo, como en aquellas películas de ciencia ficción en las que se aproxima el Apocalipsis. Se viene la noche. Los pájaros revolotean desorientados. Dicen que los seres humanos también nos alteramos, puede que por esa razón todos aquí griten y aplaudan. Por suerte, ya no hay que usar esas gafas incómodas y ridículas para observar el eclipse, la totalidad es el único instante en el que se puede ver sin protección.
Allá arriba el viento es benevolente. Después del vendaval, se adivina un vuelo perfecto. En el cenit, unos pocos suertudos disfrutan. Los globos amarillos, azules, blancos, permanecen estáticos, en estado de flotación. La sombra se retira y una luz extraña y desconocida, azulada, tiñe el atardecer serrano.
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Por la noche, en un restorán de la villa copado íntegramente por los expedicionarios, hay clima festivo. Argentina está jugando contra Brasil, pero a nadie le interesa. Josep está sentado junto con tres de sus cuatro hijas, su mujer, sus compinches catalanes y algunos expedicionarios más en una larga mesa.
–Hoy se complicó al final por el viento, cambia muchísimo. Si no hubiera habido ese viento, con el que había media hora antes todo estaba tranquilo, el globo salía como un ascensor –asegura Miquel Mesgue, el otro amigo de aquel tercer viaje por el Norte–. La salida fue caótica, se complicó, pero luego, lo que te queda aquí [lleva el dedo a su sien], eso no te lo quita nadie. Que lástima que no hayas podido volar.
–El vuelo fue genial, la salida me sabe mal, he quemado un poco, pero casi que era la única opción, y no quería abortar porque sabía que si despegaba, después ya estaría tranquilo. Ha sido duro, pero valió mucho la pena. Arriba estuvo súper tranquilo, y disfruté del eclipse –reflexiona ahora Josep, satisfecho.
Miquel interrumpe y le acerca una servilleta de papel manuscrita.
– Tu firmas y no leas –le dice. Josep toma el papel, y lee en voz alta.
–Después del vuelo, casi sin querer, ha salido el tema del eclipse de 2024 … Hostia, casi nada, ¡es en la Antártida! Bueno, yo me apunto… ¡Pero si otro lo organiza!