Zeta Yeyati, de músico de la Mississippi a artista del color
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Hay una dama de piel muy blanca. La melena negra lacia charleston remarca aún más la tez en su cara ovalada vertical. Es necesario insistir con lo vertical, porque también son ovalados, pero horizontales, los objetos que tiene sobre los ojos; no de usos reconocibles: ni gafas ni monóculos. La rareza instala la pregunta: ¿de qué se trata?, ¿de qué época? Alcanza con acercarse un poco más y notar que son de bronce, que hay un trabajo de orfebrería en el detalle de las flores y los repulgues que connotan el ojo derecho. Es un marco de retrato pequeño, sin vidrio, que resalta la mirada; en el de la derecha, en cambio, si bien también hay un portarretrato, es distinto, dorado a la hoja, liso. La dama de cuello alto es uno de los cuadros del músico y artista plástico Zeta Yeyati. Las dos artes confluyen en su obra. La base es el reciclaje, la recuperación de objetos que otros ya soltaron vuelven a la vida cuando pasan por su taller. O son columna de sus obras. Así, la pieza Violín y zapato, entró a subasta en la Galería Arroyo, noviembre de este año. Es el instrumento sin sus cuerdas, tocado por una mano que asoma y, por cabeza, una horma de calzado. En el catálogo de la subasta, una pintura suya convive con nombres como los de Lino Spilimbergo, Carlos Alonso, Benito Quinquela Martín. El ser artísticamente inquieto que es Yeyati, en el año de la pandemia y sus encierros, abrió una galería en su casa antigua. Estuvo a punto de ser en Palermo, con la ayuda de un financista, pero la cuarentena aplazó habilitaciones y congeló el proyecto. Y ahí, en esa parte amplia de la casa donde ensayaba con Babel Orkesta−la banda que fundó−, decidió instalarla.
Yeyati (Burzaco, 1965) es hijo de un padre médico que amaba la música; tanto como para presidir una obra social de su gremio y armar una orquesta de tango bajo la dirección del bandoneonista Néstor Marconi. Zeta empezó a los 12 años con la flauta en esas rondas de dos por cuatro bajo la mirada de Marconi. Estudió en el conservatorio. Pero al poco tiempo, la adolescencia le pidió rock. Apareció el saxofón. La primera banda, Los Intocables; luego llegaría La Mississippi Blues Band y finalmente, Babel Orkesta. Pero antes de toda esa música, estuvo la plástica. “De niño me gustaba mucho la madera, juntaba tronquitos y trataba de encastrarlos. El encastre es sacar una mitad de cada madera y juntarlas, así quedan al ras. También dibujaba. Son las cosas que primero hice; antes que la música, incluso”. Autodidacta, hizo talleres con artistas como Antonio Pujía, Diana Aisemberg, León Ferrari, entre otros. Trabaja la cerámica, distintas técnicas como el collage, el esténcil. Ensamble. La decisión por el color llegó a partir del encuentro con Milo Lockett. Le generó un doble clic: sobre lo que hacía y la forma de darse a conocer.
La obra de Yeyati se caracteriza por el reciclado. En sus piezas puede haber un recorte de un afiche de la calle, elementos pequeños de hierro forjado o bronce, la pata de madera de la cama de infancia de su hermana. Mucho volquete, hasta que su analista le dijo que él se buscaba ahí. Entonces empezó a comprar en los mercados de pulgas. En su repertorio, perros, pájaros, retratos, reinas, músicos. “Hago muchos caballos, me gusta hacerlos en ensambles. Ah, y magos”, dice Yeyati. El crítico y curador Rodrigo Alonso conceptualizó así el prólogo del catálogo: “Los trabajos de Zeta están conformados por unos materiales y unas técnicas que son solidarios con una filosofía vital: aquella que considera que es posible −incluso innecesario− reciclar, reutilizar y dar nueva vida a los productos desechados u olvidados en la vorágine consumista de nuestras sociedades contemporáneas”. Recuperar un objeto es volverlo a la vida. Una especie de reencarnación que conserva algo de lo que fue. Desde ahí trabaja Yeyati, en esa zona en que la materia del arte roza la no materia, el lugar donde se deposita lo que el mirar cosecha.
-Empezaste con la música, ¿por qué un instrumento de viento?
-Yo pensé que iba a ser violinista. Me encanta. Pero cuando escuché la flauta me hipnotizó. El sonido del saxo me impactó. Hay una frase en un libro de flauta que dice que para escuchar la flauta hay que estudiar mucho el sonido del instrumento. Es así: “Uno puede quedarse a vivir en una nota larga”. Esa frase me acompañó toda la vida. Ahora, siento que uno puede vivir en un color. La música es vibración y la plástica también. Con el tema de los colores, noto que la gente necesita el color. Es como un caramelo para el alma, algo que la gente recibe. Todo el tiempo siento que el arte es algo vivo. Que te acompaña.
-¿Cómo comenzó la plástica a ocupar un lugar?
-Tocaba con la Mississippi. Había pasado por dibujar con alambre, interesado en el dibujo de una sola línea. Empezaba por un pie y terminaba en un ojo. Hice a muchos músicos. Me gustaba mirar la sombra que proyectaba. Siempre fui defensor de mis tiempos de hobbies como algo importante en la vida. Me siento defensor del hobbie. A la par de entrar a la Mississippi tomé un curso con Antonio Pugía porque me gustaban esas siluetas que él hacía. Me di cuenta que la fundición era algo muy caro para hacer. Así que, después de eso, hice estudios para modelar con papel mayé o materiales más económicos y fui derivando algo del reciclaje.
-¿Qué cosas incorporás?
-No tengo límites de objetos a utilizar, pero tengo preferencia por la madera. Ahora estoy usando mucho la cerámica. El movimiento y el humor forman parte de mi discurso [levanta una figura que hizo con un serrucho: es un pájaro carpintero]. Antes yo trabajaba el color natural de las piezas: el óxido, los metales y la madera en su estado natural. Hasta que lo conocí a Milo Lockett. Después de 20 años de la Mississippi, llegó Babel Orkesta. Tenía 42 años. Milo siempre nos invitaba a tocar en su Bienal de arte, en Chaco. En una de esas le dije que quería mostrar mi trabajo. Me dijo que me presentara. Me sentí muy a gusto. Fuimos a tocar con Babel y además yo participaba como artista plástico. Volvimos a Buenos Aires y él me invitó a su galería. A partir de ahí se abrió el circuito de la plástica y entré a navegar. Mi color antes era el natural. Me alcanzaba con eso. Lo conocí a Milo y me dijo: ¿por qué no lo pintás? No se me había ocurrido pintarlo, lo hice y ganó mucho la obra. La gente necesita del color. Les gusta. Les hace bien. Es notable eso. Yo siento que hago cosas también para los demás.
Ensamblar, también, un camino
La primera exposición importante fue en La Catedral, ese lugar de Almagro tango-rock-plástica. Su lugar favorito para trasnochar. Era el año 2001. “Una gringa me compró trabajos. Yo había trabajado con basura, con afiches de la calle hechos collage, ese tipo de material de descarte”. En 2002 empezó a estudiar. Le dice “picotear” a la formación de taller en taller. “Siempre tuve la fantasía de que era amigo de Antonio Berni, pero ni nos conocimos”. No considera haber tenido un maestro, pero podría decir que Lockett ocupa ese lugar.
-¿De qué manera nació la idea de hacer una galería?
-Yo hacía la exposición en lo de Milo. Un chico que vivía por ahí me conoció y me contactó. Empezó a comprarme obras y me dijo que quería poner mi galería de arte. Yo le dije que no podía devolverle el dinero. No le preocupaba, él estaba dispuesto a poner 250 mil dólares. Contrató una decoradora muy top, unos arquitectos, y me preguntó qué quería tener. Un piano, le dije. Compró un Steinway. La habilitación de la galería no salía. Llamamos a Sabrina Cuculiansky para que nos asesorara para sumarle una cafetería. Yo no quería hacer café. No podía estar en todo. Cuando el dólar se disparó, le dije a este chico que no quería hacer la galería. Las cosas se dieron para que no saliera. Estaba el local, pero no salía. Después vino lo de la cuarentena. Pensé la galería en mi casa. Yo estaba todo el día en mi casa. Al fondo tengo mi taller, me gusta estar acá. Surgió la idea de tener una galería puertas adentro. Así me la imagino: como algo íntimo.
-¿Cómo definirías tu trabajo?
-Me gusta la síntesis. Que la obra sea bien sintética. Que tenga humor. Lo definiría como algo simple. Alegre. Me interesa el humor. No me es fácil describirla.
-Y un día pintaste tus piezas. Entonces, ¿qué es el color?
-Es lo que la gente necesita tener. Uno puede vivir en un color. Es como un modo. Un lugar. Pensándolo en música es como una frecuencia, una vibración. El color puede ser un refugio, un lugar donde uno se sienta a gusto.
-¿Por qué reciclado?
-Para mí significa la posibilidad de continuar. De no desaparecer. El reciclado es esperanza, creo que hay que reciclar todo. Cuando consumimos y tiramos cosas, desde envases a cartones, hacemos mal. Darles un poco más de valor a las cosas. Esto de la síntesis que tiene mi obra. Y el movimiento le da alegría. No es solemne. Todas estas obras son ensamble. Como esto de quedarse a vivir en una nota larga. Cuando uno crea, hay que ver si lo hace para uno o para los demás. Yo hago para mí y para los demás. Mi obra no tiene que ser necesariamente alegre, pero me interesa que me conmueva. Después la gente necesita alegría. Para seriedad está la vida. Desde el arte está bueno dar una onda optimista. Seguro que los artistas comprometidos y serios son fundamentales, pero yo no quiero ser fundamental. Solo quiero hacer lo que me gusta, como lo de los hobbies y que sea algo liviano. Si pienso en qué es mi obra, es como si fuera un perfume, aire, oxígeno. Algo así que hace bien. Sí me gusta la elegancia en el arte, pero está bueno tirar una onda liviana. Con la música me pasa lo mismo, no me interesa algo que haga desgarrar para adentro, si no que haga bailar, sonreír. El mundo está tan difícil que los artistas tienen que tirar una onda hacia adelante.
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