Adiós al humo
Creo incluso que dejé de fumar. Qué terrible. Es una buena noticia porque hace tiempo que pienso que ya no quiero fumar más porque hace daño y no me quiero lastimar, aunque nunca fumé mucho, pero igual algo me molesta. No dejar de hacerlo. Lo que significa. Creo que dejé de fumar porque me quedé sin ganas. Y a mí me gustaba mucho fumar. Pero esto que está pasando, este encierro, esta espera, primero me limpió y ahora, a veces, pienso que me está gastando. Carcomiendo. El virus que por ahora no tengo, que todavía no tuve, me saca de a poco las cosas: los almuerzos con mis padres, las búsquedas del tesoro con mis sobrinos, las charlas a nuestra manera con mi hermano, las noches con mis amigas, las recorridas por el barrio chino, mis paseos por avenida Santa Fe, mis visitas cada dos meses a la peluquería solo para que me corten el flequillo porque cada vez que lo hago yo lo que hago es desastre, los viajes en colectivo, ese último cigarrillo antes de dormir.
Yo empecé a fumar por curiosidad. Todos en mi familia fumaban y quería saber. Seguí fumando porque me sentía parte de un ritual. Distinta. Ese no sé qué de prender el cigarrillo, inhalar, esperar y luego y de apoco largar el humo, con una seguridad que alcanzaba solo en ese instante y que no era más que eso, algo que después se iba, una mentira. Además era lindo tener un secreto. Todas mis amigas fumaban, todas menos una, y ocultarlo de los adultos nos hacía sentir vivas. Dueñas de algo. Recuerdo el rostro de mi madre cuando se dio cuenta: era mediodía, yo vestía el uniforme negro y blanco y rojo del colegio privado y alemán en que estudié y ella sintió el olor, parada frente a la cómoda de estilo francés de su cuarto, y me preguntó si había fumado y le dije que sí y no me retó porque no tuvo de dónde sacar las palabras pero un poco se decepcionó. Me pregunto si habrá creído que yo iba a ser la excepción, también en eso.
Nunca me gustó fumar en la casa donde me crie. Yo fumaba porque me divertía. Y seguí fumando por años, en la calle, en los recreos, en los baños, en las estaciones de tren, de madrugada, en los boliches, en los pasillos de la facultad, por las mañanas, en la puerta de esa primera redacción en la que trabajé, mientras salía el sol. Y seguí. Y mis amigas empezaron a dejar de hacerlo, a conciencia, porque jamás debimos empezar, lo sé, pero yo no, no todavía. Los atados comenzaron a incluir imágenes espantosas, por reales, de lo que le pasa a la gente que fuma, de cuánto enferma, y yo fumé. Mi amiga la abogada, la del pelo impoluto y las uñas al tono, comenzó a notar un zumbido en su pecho y se asustó y dejó de hacerlo y yo fumé. Prohibieron fumar en bares, en restaurantes, en las casas, fumar comenzó a ser algo viejo, como pasado de moda, y no paré. Fumé igual. Me mudé con mi novio, que odia el cigarrillo, que es asmático, que es alérgico y yo fumé, en el balcón, junto a una ventana, fumé. Sin importar. Como si fumar me ayudara a conseguir lo imposible. Como si fumar me ayudara a detener el tiempo.
Hace unas semanas comencé con unas clases de yoga por internet para relajar cuello y espalda. Trabajar en casa y hacer las clases de zumba en casa y tomar café solo en casa y quedarme aquí por meses me hizo mal al cuerpo y cuando escuché a una compañera del taller de periodismo, al que asisto también desde casa, hablar sobre los videos de yoga de esta mujer tan amorosa los busqué y me convencí. Al principio me costaba seguirle el ritmo a la respiración. Ahora lo hago mucho mejor. Comienzo a inspirar y cuento uno y dos y tres y cuatro y alargo la espalda y entonces, bien erguida, hago lo mismo en la dirección opuesta, exhalo y digo para adentro cuatro y tres y dos y uno. Se me llena el pecho de aire. De aire sin tabaco. Y sin tabaco lo largo. Por la nariz. Sentada. En la postura de Sukhasana.
Creo incluso que dejé de fumar sin darme cuenta. Una noche terminé de cenar y no tuve ganas y lo dejé pasar y pasaron todas las noches desde aquella. Un viernes fumé dos cigarrillos en una videollamada con mis amigas, mientras nos reíamos de los videos en redes sociales que dicen que si alguien tiene un antojo de dulce puede comer una madalena de porotos aduki, y a la mañana siguiente desperté con resaca. Armé tantos planes en mi cabeza para este momento, para no reemplazar esa cosa con otras cosas, también malas, para no comer más chocolates y acá estoy, como si nada. Ya pasó. Me asusta un poco. Aunque es bueno. Hace daño fumar. Pero era lindo hacerlo. Qué suerte.