
Alejandro Dumas, genio mestizo
Por Alicia Dujovne Ortiz Para LA NACION
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PARÍS
La esclavita mulata se llamaba Marie-Cessette, pero la llamaban Marie du Mas, o María de la Casa, porque era propiedad de la casa. El patrón se llamaba muy de otro modo: Alexandre Antoine Davy de la Pailleterie.Una paqueteria: era francés, marqués y propietariode plantaciones de caña de azúcar en un lugarejo de la futura Haití que no debía de ser muy relumbrante a juzgar por el nombre: Trou (“agujero”) Jéremie. El primer hijo de esta unión, Thomas Alexandre, nace en 1762. Diez años después, Marie-Cessette muere durante una epidemia y un ciclón destruye la plantación de caña. ¿Qué puede hacer en esas circunstancias el padre de cuatro mesticitos en buena salud? Venderlos. Y tomarse el barco de vuelta a Francia con el producto de la venta.
Thomas Alexandre ya era adolescente cuando el marqués lo mandó a llamar. Quizás algún confesor bienintencionado se lo haya sugerido para asegurarle un lugar en el cielo. Quizás hayan pensado, el confesor y el marqués, ver llegar a un negrito agradecido y sumiso. Lo cierto es que el recién llegado resultó un gigantón fornido, de una belleza que cortaba el aliento y con un modo multiplicado de mirar: detrás de sus ojos miraban sus tres hermanos esclavos, de los que nunca volvió a saberse. El supuesto arrepentido le concedió su libertad, le dio su nombre y una educación digna de él, pero no pudo tolerar su arrogancia. A la primera pelea en que lo amenazó con quitarle su famoso Davy de la Pailleterie, el joven Hércules respondió que a él de todos modos no le gustaban las lentejuelas (paillettes) y que siempre había preferido el nombre de su madre, Dumas.
Thomas Alexandre Dumas se convirtió en un general napoleónico raro. Ya durante el Terror de 1793, se negaba a asistir a las sesiones de guillotina que eran la gran diversión de la época. Y cuando Napoleón lo mandó, con cierta dosis de humor, digamos, negro, a reprimir la revuelta de Toussaint Louverture en Haití contra el restablecimiento de la esclavitud, el general Dumas se negó en redondo. Murió en 1806, cuando su hijo Alexandre tenía tres años de edad. El niño tomó un fusil y le dijo a su madre, Marie-Louise Labourets: “ Voy a castigar a Dios por haberme matado a mi padre “. Y en realidad lo que hizo se le pareció bastante: la escritura rehace, si no castiga, la obra de Dios. El hercúleo Porthos de Los tres mosqueteros es el padre del escritor.
Cuando en 1844 se publica en folletín esa novela gracias a la que todos nosotros, incluidos los franceses, conocimos al cardenal Richelieu, a Luis XIII, a Ana de Austria, como si hubiéramos ido al colegio con ellos, Dumas ya no es un desconocido. Goza de la protección del duque Ferdinand de Chartres, hijo del duque de Orleáns, y en 1829 ha alborotado el avispero de clásicos y románticos con su obra de teatro Enrique III y su corte, puesta en escena un año antes que el revolucionario Hernani de Victor Hugo, al que Dumas admira. Este no se lo paga con la misma moneda. Con todo, no incurre en las exageraciones de Balzac, que llega a exclamar, cuando un editor publica un folletín de Dumas en lugar de uno suyo: “¡No me va a comparar a mí con ese negro!”.
Ironías de la suerte, Dumas fue uno de los primeros novelistas que trabajó con negros, como con toda gentileza se denomina en la jerga literaria al colaborador pago que busca información para el escritor o que directamente le redacta el libro. Dumas no necesitaba de este segundo servicio. Las investigaciones de sus colaboradores, cuyos nombres jamás escondió, le servían para modelarlas a su modo, rompiendo y rearmando el esquema con una audacia y una vitalidad que los lectores agradecen todavía. Trabajaba de doce a quince horas diarias fumando su pipa turca y bebiendo agua. El tiempo libre lo aprovechaba para endeudarse como su rival Balzac, emprender viajes riesgosos, enamorarse, batirse a duelo, crear recetas de cocina, defender los derechos de los negros y de las mujeres o convertirse en el periodista de Garibaldi, al que acompañó en su campaña de unificación de Italia. Titánico en lo literario como su padre en lo físico y en lo militar, Dumas escribió seiscientas seis novelas repertoriadas hasta ahora, muchas de ellas desconocidas, como esa deliciosa joyita garibaldina intitulada La San Felice. No lo bastante leído justamente por prolífico, pertenece sin embargo al terceto de escritores franceses cuyos nombres nosotros, los argentinos, pronunciamos en castellano sin intentar demostrar que conocemos la buena pronunciación: Víctor Hugo, Emilio Zola y él.
Una lección de escritura
¿De dónde venía el desdén de la crítica de su época y hasta de la nuestra, que mira a Dumas como si lo suyo no fuera literatura? Envidia. Dumas, considerado “impuro e irregular” por los puristas de escasa y laboriosa producción, había acumulado otro pecado aún peor, si cabe, que el de su condición de cuarterón: hallar el modo de hacerse leer por todos apasionadamente. No como el moderno best seller de factura industrial, sino en forma viviente y artesanal. ¿Cuál era ese modo? Su propia respuesta es una lección de escritura: “Comenzar por el interés en vez de comenzar por el aburrimiento. Comenzar por la acción en lugar de comenzar por la preparación. Hablar de los personajes después de haberlos hecho aparecer, en lugar de hacerlos aparecer después de haber hablado de ellos.”
Pero no todo es ritmo lo que avanza a paso vivaz. Detrás del arrogante matamoros, del amante fogoso, del trabajador ciclópeo, del ogro pantagruélico, había un hombre melancólico. Como dice su biógrafo Claude Schopp, uno de los primeros que, en 1985, salió en defensa de Dumas: “Tener una gota de sangre negra en aquel tiempo era difícil de vivir. Sin duda por eso terminó por lanzarse a la novela histórica. Había comprendido que la historia era el único sitio donde dilucidar el misterio de sus orígenes complejos y de su identidad ».
La televisión francesa ha transmitido en estos días (se cumplen doscientos años de su muerte), un reportaje que arroja una luz inesperada sobre esa búsqueda de identidad. El conde de Montecristo reflejaría en forma velada la historia de esa familia de marqueses Davy de la “Paqueterie” que negó su nombre al esclavo liberto y al esclavo literario. Aquellos de nosotros que, de chicos, hayamos sentido la angustia y la extrañeza de la infinita excavación a la que se entrega el prisionero, noche tras noche, en el castillo de If, comprenderemos lo que significa buscar cavando palmo a palmo, en la oscuridad de la cárcel, la libertad de saber quién es uno.
A la muerte del escritor literaria y étnicamente impuro, Victor Hubo tuvo una reacción generosa esperable en hombre de su talla y dijo: “ Lo que Alexandre Dumas siembra es la idea francesa. [...] No hay tinieblas en esta obra, no hay subterráneo [si se exceptúa el del Conde de Montecristo, N. de la R.], no hay injurias, no hay vértigo. Nada de Dante, todo de Voltaire y de Molière. Siempre la irradiación, siempre la penetración de la claridad.”
En uno de sus múltiples viajes, esta encarnación viviente del espíritu francés que fue el nieto de Marie-Cessette se apersonó en San Petersburgo a visitar a su tocayo, Aleksandr Pushkin. También el autor de Ruslan y Ludmila era considerado como la encarnación viviente del espíritu ruso. Si Dumas representaba la claridad de Francia, Pushkin simbolizaba el canto profundo de Rusia. Los dos habían cavado en sí mismos, cada uno en la tierra donde habían nacido como todos nosotros: por obra del azar. El uno había abierto su túnel en la historia; el otro, en la leyenda. Los dos tenían orígenes similares que se reflejaban en sus labios pulposos y en sus cabellos crespos. Pushkin era bisnieto de un esclavo africano, Ibrahim Petrovich Gannibal, liberado por el zar Pedro el Grande. Sería interesante imaginar, si alguien no lo ha hecho ya, qué pueden haberse dicho el uno al otro, sonriendo con tristeza, esas dos encarnaciones vivientes de lo que muchos aún persisten en llamar el “genio de una nación”.
El próximo 3 de octubre, un grupo de escritores y de actores franceses se reunirá en el Château d’If, frente a las costas de Marsella, para leer obras de Alexandre Dumas. Al día siguiente, el cuerpo del novelista remontará el Sena a bordo de un barco y llegará al Panteón. Allí, el novelista de alma mestiza reposará junto a los grandes hombres del país de su abuelo paterno, cuyo nombre no lleva. Su compañero de tumba será Victor Hugo, el que lo designó representante de esa claridad que fue a la vez tan suya y tan ajena.





