Ansiedad social y extrema derecha
Javier Milei encandila a los argentinos. Marine Le Pen pega el estirón en Francia. José Kast se queda en la puerta de La Moneda, pero promete volver. Giorgia Meloni irrumpe en Italia. Trump da por terminado su (pequeño) invierno. Vox amenaza a la España plural. Y Jair Bolsonaro reina en Brasil. Sin duda, las fichas azules de la derecha radical se multiplican en el TEG de Occidente.
Más allá de los matices, hay un hilo conductor entre todas estas experiencias: la velocidad. Con una increíble celeridad penetran en la conversación pública, prenden en el cuerpo social y se transforman en alternativas de gobierno. Algunas fuerzas, incluso, articulan en apenas meses un partido ad hoc, un dispositivo elástico, a la medida de las ambiciones de su caudillo.
Pero esto no es en lo único que muestran reflejos; también destacan por su verbo apurado, por su promesa de gestionar mediante el imperativo de la inmediatez. Sin frenos ni dilaciones. La ecuación es sencilla: donde hay un problema, se ejecuta una solución urgente. Solo hace falta el dedo o decreto de la máxima autoridad para resolverlo. Un elixir para la ansiedad social.
Es que la ciudadanía actual vive una paradoja difícil de procesar. La mayoría de sus acciones cotidianas está al alcance de un clic: pagar los impuestos, ver la primera temporada de Game of Thrones, escuchar el último álbum de Dua Lipa en Spotify o hacer las compras del supermercado. Y como si fuera poco, si andamos apurados, en Whatsapp podemos acelerar la reproducción del audio de nuestro tío (¡que tarda dos minutos para decirnos que viene a cenar!). Economía de la atención, en su máximo esplendor.
Sin embargo, cuando el algoritmo le acerca una noticia política al ciudadano en su muro de Facebook, el tiempo se petrifica. Las agujas se traban. Y todo tarda: despachos parlamentarios, debates circulares, amparos judiciales, chicanas por doquier, tercerización infinita de culpas y un largo etcétera burocrático. Sus representantes exhiben una agenda espesa, donde cada acción se mide en meses (o años). Dicho de otra manera: la política sigue alienada en los pasadizos del castillo de Kafka; mientras tanto, Years and years a la sociedad ya le parece una serie vintage. Dos velocidades totalmente diferentes. En dicho gap temporal anida una buena de la bronca pública que vivimos en América y Europa.
Mientras tanto, el borde derecho del termómetro ideológico cataliza toda esa ansiedad social. Y lo hace en clave contemporánea. Emotividad, estética disruptiva, síntesis y simplificación son los cuatro rasgos comunicacionales que conectan a la “Alt-right” con las nuevas plataformas digitales. Es una simbiosis perfecta, cuyo resultado es la viralidad, y a la que, a veces, encima, hay que añadirle la propaganda de medios de comunicación afines. Ahí está el maridaje FOX - Trump como prueba contundente.
Asimismo, estos hiperliderazgos despliegan un relato rocoso que, lejos de resolver los desafíos del capitalismo cognitivo, aspira a salir -cuanto antes- del siglo XXI y devolvernos a una realidad decimonónica. Una narrativa que sueña con levantarse en un mundo industrial, de fronteras rígidas e identidades puras, y, por supuesto, rechaza el cambio climático, el multiculturalismo, la igualdad de género y los derechos de las minorías. La épica no es destapar una época, sino repetirla. ¿De un tirón? Retroutopías: la pasión por extrañar un pasado inexistente.
Su receta no es modernizar el funcionamiento de nuestras instituciones democráticas. No. El plan es acceder a la sala de máquinas de la democracia y realizar una transformación sustantiva: suprimir la diversidad, encorsetar las libertades individuales, pasar de una verdad parcial a una verdad absoluta y monopolizar el poder (no fragmentarlo). Todo vale para acelerar la toma de decisiones. Poniéndonos bajo el paraguas teórico de Guillermo O´Donnell: convertir la democracia procedimental en una democracia delegativa.
Estos autoritarismos 2.0 son interesantes como alarmas, pero no como proyectos de poder. Representan el síntoma de un sistema que ya no metaboliza una gran parte del malestar social. El diagnóstico es complejo, pero nítido. La pandemia del Covid-19 lo puso sobre la mesa: mientras la ciudadanía funciona en 5G, la dirigencia política continúa -siendo optimistas- probando el 2G.
Los totalitarismos no avisan, recuerda el siglo XX. En un parpadeo, la ciudadanía pierde lo que, justamente, pregonan muchos de ellos en su etapa embrionaria: la libertad. Elegir qué leemos, con quién nos reunimos, por quién votamos: los valores esenciales de nuestro sistema quedan relegados. Se sirven de la democracia para acceder al poder, pero después olvidan su naturaleza. Ahí está la historia para recordárnoslo. Similitudes sobran. Motivos para no repetir el error de la indiferencia, también.
Doctor en Ciencias Políticas por la Universidad Complutense de Madrid y profesor e investigador de la Universidad Católica Argentina