La siguiente columna de Germán Sopeña se publicó el 23 de marzo de 1993. Raúl Alfonsín había acusado a Karim Yoma (que renunció a su puesto en la cancillería) de pedir coimas y Edesur denunciaba sabotajes de parte de su personal, en el comienzo de la campaña de las elecciones legislativas.
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-¿Cree usted en la democracia?
-Sí
-¿Cree usted en la incorruptibilidad de los jueces?
-No.
Cualquier encuestador de los tantos que investigan el estado de la opinión pública no se asombraría por esa aparente contradicción.
Y no hay contradicción en realidad. Acaso el cambio más sustancial de la sociedad argentina en la última década ha sido el del notorio desarrollo de la credibilidad en el sistema político al mismo tiempo que se detiene la clara conciencia de los límites de las personas dentro del mismo sistema.
Es también el matiz más importante a tener en cuenta para el análisis de fondo sobre la democracia en la Argentina en este momento en que las sospechas de corrupción alcanzan a muchos niveles de la vida política del país. Desde las noticias que llegan desde Italia, a las acusaciones de sabotaje, como las de la empresa eléctrica Edesur o las turbias relaciones políticas del caso Maders en Córdoba, parecería que ningún sector de la sociedad está al amparo de ese virus disolvente que se conoce como corrupción.
Conclusiones importantes:
- Se mantiene en pie el valor principal, la creencia de la democracia como el sistema político que mejor respeta las individualidades, las libertades y los derechos de cada uno.
- A medida que se afirma la creencia en el sistema, crece también el reclamo por la correspondencia entre el comportamiento público de cada funcionario y las exigencias éticas de la vida republicana.
Crítica=anticuerpos
Las cifras de una encuesta reciente del Instituto Gallup, aún no difundidas públicamente, pueden parecer sorprendentes.
El índice de credibilidad en el comportamiento de ciertos sectores de la sociedad es bajísimo. Ni siquiera la Iglesia logra obtener una mayoría de respuestas positivas. Casos como el de los jueces, los partidos políticos o los sindicatos son realmente alarmantes como muestra de la poca confianza de la población en las virtudes éticas de la mayoría de sus integrantes.
Pero no es necesariamente malo que la sociedad tenga poca confianza en jueces, sindicalistas, políticos, periodistas, militares, sacerdotes o policías.
Ya no se cree mucho en nadie, pero si se cree en el valor de la democracia como organización política
Si esa reducida credibilidad de sectores –como lo muestran inequívocamente ésta y muchas otras encuestas similares- refleja comportamientos cuestionables de algunos miembros de esas corporaciones, también surge de esos datos que el veredicto crítico de la opinión pública es el único anticuerpo realmente capaz de corregir ese comportamiento. O de limitar la magnitud del problema si suponemos, con lógica humana, que la perfección es inalcanzable por definición.
Las cosas no fueron siempre así en el país. Durante años, la opinión pública argentina tendió a creer más en sectores o en corporaciones que en el sistema político en sí. Según los momentos, los beneficiarios de esa credibilidad más o menos mayoritaria pudieron ser un día los militares, en otros momentos los sindicalistas, en cierta etapa algún líder político en particular y, generalmente, los dignatarios religiosos.
La preferencia corporativa socavaba inevitablemente al sistema democrático como un todo. El gran avance registrado es que hoy ya no se cree mucho en nadie, pero si se cree en el valor de la democracia como organización política.
Freno a los abusos
La preferencia por la democracia no debe servir como consuelo para excusar comportamientos personales o sectoriales. La democracia, por el contrario, necesita nutrir gran parte de su savia vital con la demostración de que también es mejor como sistema para castigar los abusos del poder.
No se puede olvidar que la democracia nació, sobre todo, como una forma de limitar el poder. Si bien necesario para gobernar la vida en sociedad, el poder tiende siempre a corromper, razón por la cual la mejor solución posible es reducir sus márgenes de acción, sin comprometer, al mismo tiempo, la capacidad de gobernar. Tal es el difícil equilibrio de la democracia en todos los tiempos y lugares desde que los griegos alumbraron el sistema.
El mayor rechazo de estos días es el que genera el abuso del poder. La mala imagen pública del ex ministro Manzano, por ejemplo -justificada o no-, se relaciona con la idea de que como diputado o como ministro pudo utilizar el poder en beneficio propio.
Lo mismo vale para las críticas a funcionarios de éste o anteriores gobiernos por el uso de fondos públicos. Y lo que puede suceder en la Argentina a medida que se suman años de democracia es una repetición de cuestionamientos tan graves como los que hoy sacuden a Italia si los responsables de todo sector dirigente no advierten que la impunidad es muy relativa en los tiempos de la información masiva y al instante.
Equilibrio necesario
El delicado equilibrio que requiere la democracia obliga a advertir también sobre el riesgo de los excesos en las cacerías de brujas. Cuando se desencadenan denuncias por corrupción, son numerosas las acusaciones infundadas, los agravios gratuitos a personas públicas así como la oportunidad para venganzas políticas donde no brilla ni la dignidad ni la ética.
Pero como también se sabe que es difícil probar ante la Justicia los casos de corrupción, la simple difusión pública de hechos dudosos puede actuar como freno al abuso del poder por parte de quienes están expuestos a la crítica pública.
Allí reside el mayor anticuerpo de las democracias: la libertad de expresión que, sin asegurar la información perfecta, reduce la discrecionalidad en el uso del poder.
Es también gracias a la vigencia de esa libertad que una amplia mayoría del país mantiene su creencia en la democracia aun cuando no ahorra críticas a quienes ejercen poder en cualquier sector.
Las democracias más sólidas, las anglosajonas, funcionan básicamente como desconfianza natural frente al poder. Que la Argentina se encamine por esa senda es la mejor garantía de estabilidad política a largo plazo.
* Germán Sopeña nació el 7 de octubre de 1946 en Huinca Renancó (Córdoba). Tras obtener el título de Licenciado en Ciencias Políticas por la Universidad del Salvador, hizo un posgrado en la Sorbona. Una curiosidad impenitente lo llevó a recorrer el mundo, aprender seis de las lenguas de ese mundo y, con toda probabilidad, a ser periodista. En 1977 fue a París como corresponsal de Editorial Abril, para la que trabajó hasta 1985. Entró entonces en el diario Tiempo Argentino, y de ahí, enseguida, llegó a LA NACION. Secretario General de Redacción, murió el 28 de abril de 2001 cuando el Cessna Caravan (LV- WSC) en el que viajaba junto con Agostino Rocca y José Luis Fonrouge, y que había despegado del aeropuerto de San Fernando hacia Trelew, cayó en Roque Pérez.