Argentina 2006, una lección para Fernández
El 16 de junio de 2006, en Gelsenkirchen, Alemania, la selección argentina disputaba en el estadio del Shalke 04 el segundo partido de la Copa del Mundo, el rival Serbia y Montenegro. A la misma hora en Duisburgo integrantes de la selección italiana empezarían a ver el partido.
Se abrió rápido con el gol de Maxi Rodríguez a los 6 minutos, a los 31 el Cuchu Cambiasso tras una jugada colectiva memorable puso el 2 a 0. La atención de la mayoría de los italianos disminuyó, a ellos les gusta ver partidos intensos, luchados, parejos. Las únicas excepciones que redoblaron el interés fueron el capitán Fabio Cannavaro y el argentino nacionalizado Mauro Camoranesi.
Al compás de Riquelme la selección se floreaba. Lo extraño sucedió en el minuto 41 cuando Maxi Rodríguez marcó su segundo gol. Argentina 3–Serbia y Montenegro 0.
En el bunker de los italianos se ven los brazos en alto del capitán; la escena se repetiría con más intensidad tres veces en el segundo tiempo. Del otro lado azorado Camoranesi observaba sin entender nada.
Una vez terminado el encuentro, el tandilense le preguntó a su capitán porqué festejaba los goles de Argentina, un rival directo en la lucha por el título. La explicación del italiano fue sencilla: "Argentina jugó un partidazo, le hizo 6 a un rival difícil. Los conocés mejor que yo: se van a creer campeones del mundo antes de tiempo".
La realidad se impuso. Argentina quedó eliminada en cuartos de final con Alemania, el partido será recordado gracias al Cambiasso por Riquelme, Cruz en lugar de Messi y el machete de Lehmann. Días después Italia ganaría su cuarta Copa del Mundo al vencer por penales a la Francia de Zidane.
La hipótesis es probar que la mítica frase futbolera "se juega como se vive" parece aplicarse a todos los ordenes sociales. Los futbolistas son tan hijos de las costumbres y tradiciones de sus pueblos como todos nosotros; la clase dirigente, por supuesto, está dentro de este silogismo. Focalicemos un poco entonces en ellos.
Podríamos hacer infinidad de encuestas, focus group o escuchas en redes sociales a lo largo y a lo ancho del país. Pero no será fácil que la ciudadanía encuentre muchas similitudes entre Francisco De Narváez, Cristina Fernández de Kirchner, Sergio Massa y Mauricio Macri.
Su sobrevaloración personal en momentos cumbres de sus carreras podría ser un denominador común entre ellos. El peso de sus vanidades transformó sus mejores momentos políticos en el comienzo de importantes traspiés.
Unos se reinventaron y otros tuvieron que abandonar. Pero para todos el clamor popular dejó de ser uniforme. Ahora la aprobación y el rechazo ciudadano pulsean diariamente.
La historia del empresario De Narváez es absurda. Con una mediática campaña logró imponerse por dos puntos sobre el expresidente Nestor Kirchner en las legislativas de 2009. En un contexto particular, parte de las capas medias independientes utilizaron las elecciones de medio término para pasarle un mensaje al oficialismo tras la crisis agropecuaria de 2008.
La lectura de De Narváez fue inverosímil. Contra toda la legislación vigente, se convenció de que aun habiendo nacido en Colombia podía ser presidente argentino.
Las mieles del éxito también afectaron a la expresidenta Cristina Kirchner. Se impuso holgadamente en 2011, con más del 54%, y a una distancia de 35 puntos sobre su perseguidor más cercano. La promesa de campaña, con crecimiento económico y el peronismo encolumnado fue la recordada "sintonía fina". Pero su mandato será estigmatizado por el "vamos por todo". Así el país dejó de crecer, el peronismo se dividió y Macri terminó bailando Gilda en Balcarce 50.
El triunfo por más de 10 puntos de Massa en 2013 no solo terminó con el lema "Cristina eterna", sino también con su posibilidad de coronarse en las presidenciales de 2015. El calor de la victoria sobre Martín Insaurralde le hizo hasta fantasear al tigrense que si no era recibido por Francisco en el Vaticano, iría en 2016 con la banda presidencial puesta.
La historia reciente la recordamos todos. En 2017 Cambiemos se impuso holgadamente en los principales distritos del país. A partir de entonces, Mauricio Macri y su entorno consideraron al peronismo como un proceso histórico terminado y se entretenían imaginando escenarios sucesorios para el año 2023.
Está claro que en Argentina la opinión pública es una montaña rusa. Existen dos polos que concentran cerca del 70% de los votos y las elecciones las definen el 30% restante, que no tiene silla ni en una vereda ni en la otra.
Los reflejos del presidente Alberto Fernández para disminuir el impacto del Covid-19 le produjeron réditos instantáneos. No solo alcanzó niveles de aprobación cercanos al 80%, cifra récord de nuestra historia democrática sino que, además, la mayor parte de los electores de la oposición lo consideran más capacitado que su antecesor para preservar a la ciudadanía de los riesgos de esta pandemia.
Un argentino en su estado puro bien podría decir: "El delegado se transformó en estadista". El riesgo es tropezar, una vez más, con la misma piedra: la cultura ególatra de nuestros gobernantes.
Alberto Fernández interpretó a la perfección el humor social y el temor que atravesaba transversalmente a toda la ciudadanía. Los llamados a la unidad en contra de un poderoso y desconocido enemigo, su sentido de responsabilidad y el trabajo conjunto con todos los sectores y signos políticos nos ilusionaron hasta con terminar la grieta.
Entonces aparecieron las idas y vueltas entre la política y la empresa, los desmesurados elogios para el más polémico de los sindicalistas, los problemas logísticos para que los jubilados cobren, los sobreprecios en la compra de alimentos y el ciberpatrullaje.
La historia reciente atenta contra nuestras posibilidades. A la montaña rusa una vez más le tocaría un rápido y abrupto descenso. No estaría mal recordarlo. O ya se sabe: Todo lo que sube, baja. Aunque todos se tienten con violar la ley de la gravedad.
Politólogo