Artistas del aburrimiento
Cualquiera que escribe se habrá preguntado por qué no escribe más de lo que lo hace. Por lo menos, yo mismo suelo formularme esa pregunta, cediendo probablemente a la superstición especulativa de que al no hacerlo, al no escribir, pierdo el tiempo. No se trata de esperar la "inspiración" (esa palabra siempre tabú) ni de la estupidez de no publicar para seguir corrigiendo, como ese personaje de Albert Camus que se pasó la vida retocando un único párrafo (su obra completa) y que, a punto de morir, pidió, solemne y ridículo: "¡Quémenlo!".
No. Lo que paraliza es la pregunta misma, y entonces toda la cuestión se convierte en una profecía autocumplida o en algo parecido a una petición de principio: no escribo más porque me pregunto por qué no escribo más.
Fue el español Enrique Vila-Matas quien le dio nombre a esa patología, algo así como el "síndrome Bartleby", un homenaje al oficinista que inventó Herman Melville y que, ante cualquier requisitoria sobre oficios, intereses o acciones, contesta: "Preferiría no hacerlo". Lo hizo en su libro Bartleby y compañía. Es cierto, hay toda una familia de Bartleby cuyos miembros "preferirían no hacerlo". Los escritores que no escriben son parte de ella.
En "Un artista del hambre", Kafka, que también pertenece a esa misma familia, nos habla de un faquir que ayuna en una jaula de circo, pero al final sabemos que la muerte por inanición del ayunador se debió a que nunca pudo encontrar una comida que le gustara.
Igualmente absurda es la posición del escritor del que hablo (quizá yo mismo), salvo porque la inacción se refiere a la escritura: no hace nada, no escribe nada, no porque no tenga "nada que decir", sino porque todo lo que podría ser escrito ya se escribió y, por lo tanto, se aburre antes de empezar. Escritores como ésos suelen ser lectores de peso completo, impenitentes, ávidos. También allí puede haber aburrimiento, pero en todo caso es preferible aburrirse con la voz de otro que con la propia.
Y ya que entramos en ese tema, el desprestigio del que goza el aburrimiento es justificado, pero acaso equívoco en la esfera del arte; sobre todo en la esfera del arte contemporáneo. No debería ser lo mismo predicar acerca de una obra de arte que es "aburrida" o que es "tediosa". La sinonimia puede resultar engañosa; el tedio difiere del aburrimiento. El tedio es una variedad profunda del hastío, bastante afín al asco y, en sus momentos más desesperados, próximo al suicidio. El aburrimiento, en cambio, se revela como un estado de disponibilidad: mientras dura la espera (esperamos, paradójicamente, que suceda algo que deje de aburrirnos), nos enfrentamos con el vacío, nos hundimos en él o lo llenamos de imaginaciones. Pero en un panorama de impuesta diversión generalizada, nada parece más difícil, ni en verdad más contracorriente, que aburrirse.
De algún modo, el aburrimiento es la meta del conocimiento: terminamos de conocer las cosas sólo cuando nos aburrimos de ellas. Esta idea del conocimiento realizado y consumado constituye el fundamento de ciertas experiencias estéticas. Entender del todo algunos libros (El hombre sin atributos, de Robert Musil, o algunas novelas de Thomas Bernhard) es posible en la medida en que desarrollamos una lúcida disciplina del aburrimiento. Aquello que importa en libros como ésos es lo que resta una vez que ya se sabe exactamente cuál es la anécdota. La ensoñación podría definirse, justamente, como un efecto ambiguo y placentero del necesario acto de aburrirse. Sólo quien no se aburre puede aburrir a otros. El aburrido, en cambio, no hace nada más que aburrirse.
Y ahora que llego al final me doy cuenta de que Vila-Matas tenía razón: hay muchos trucos para decir no a la escritura. Yo conozco uno solo eficaz para decir sí: el periodismo.