
Australia, los menores y las redes: ¿hay que prohibir o hay que educar?
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Australia acaba de convertirse en el primer país del mundo en prohibir el acceso a redes sociales para menores de 16 años. La medida, que ya entró en vigor, llegó acompañada de un mensaje tan contundente como simple: las plataformas deben verificar la edad de sus usuarios y eliminar las cuentas que no cumplan con el requisito. Si no lo hacen, recibirán multas millonarias. Es decir, por primera vez, un Estado decide invertir la carga de responsabilidad: ya no se le exige a un niño, a una familia o a una escuela controlar lo incontrolable, sino a las empresas tecnológicas, cuyo poder de captación y seducción supera largamente las posibilidades de regulación individual.
Esta decisión abre un debate incómodo -y urgente- para países como la Argentina. Aquí, el primer celular llega en promedio a los 9 años, aunque la intención declarada de muchas familias es esperar hasta los 12. Esa brecha entre lo deseado y lo real refleja algo más profundo: la sensación de que las redes ya no son solo un dispositivo de comunicación, sino un espacio de socialización que se volvió obligatorio para no quedar afuera.
Pero ¿qué implica eso para el bienestar emocional de los chicos? Según datos de ONU y OMS, 1 de cada 10 adolescentes presenta uso problemático de redes sociales, y no estamos hablando solo de tiempo de pantalla. Estamos hablando de autoestima, de sueño, de vínculos, de percepción de riesgo, de construcción de identidad. De la posibilidad, incluso, de caer en situaciones de vulnerabilidad extrema como el ciberacoso, el juego online o los desafíos virales peligrosos.
En los últimos años, diferentes investigaciones, incluidas algunas que realizamos en escuelas de la Argentina y Uruguay, mostraron un fenómeno preocupante entre chicos y chicas, especialmente entre los 14 y 16 años: el uso excesivo de redes está asociado a una disminución marcada del interés por actividades que antes disfrutaban, una sensación de desapego emocional y una dificultad creciente para conectarse con lo que ocurre fuera de la pantalla. Ese estado tiene un nombre: anhedonia. Es, literalmente, la incapacidad de experimentar placer. No hablamos de aburrimiento, hablamos de un corrimiento emocional que altera la vida cotidiana y que puede abrir la puerta a trastornos anímicos y depresivos.
Frente a estos datos, la pregunta es inevitable: ¿sirve restringir o es más efectivo educar? Y, sobre todo, ¿es una medida como la australiana viable en un país como la Argentina?
Creo que el debate no se juega en una dicotomía, sino en la posibilidad de articular regulación estatal con acompañamiento educativo. Australia no demoniza la tecnología -de hecho, nadie debería hacerlo-, pero reconoce algo que llevamos años intentando transmitir desde las escuelas: ni un niño ni un adolescente pueden dimensionar por sí solos las consecuencias emocionales y cognitivas del uso excesivo, y muchas familias tampoco cuentan con la información o las herramientas para acompañar este proceso.
La novedad del caso australiano no es solo la prohibición. Es haber entendido que los Estados deben intervenir en entornos que hoy son más poderosos que ellos. Y que las plataformas, que diseñan productos adictivos, tienen que hacer más que sugerir reglas: tienen que garantizarlas. Validación facial, doble o triple verificación de edad, mecanismos de control: cómo lo harán será asunto de las empresas. La pregunta no debería ser cómo van a evitar que no se viole la norma, sino qué cambia cuando la norma existe: deja de estar en soledad el padre o la madre que siente que debe poner un límite. Si la legislación respalda ese límite y permite denunciar su incumplimiento, la empresa ya no puede mirar para otro lado: tiene que cuidarse más.
Lo central es el gesto político de decir: este problema ya no puede recaer solo en los usuarios.
¿Es imposible pensar algo así en la Argentina? No necesariamente, aunque sí sería difícil. Requiere voluntad política, acuerdos amplios y asumir que las empresas tecnológicas son actores globales dispuestos a litigar, presionar y resistir cualquier intento de regulación. También requiere que como sociedad discutamos qué queremos proteger. La libertad, claro. Pero también la salud mental. Y ninguna libertad es plena si se ejerce desde la adicción, la ansiedad o el aislamiento.
Mientras ese debate llega, las escuelas tenemos un rol que no puede esperar: no prohibir, sino administrar. Reducir tiempos, promover actividades físicas y sociales, generar espacios de desconexión total como campamentos o proyectos especiales.
Según un estudio desarrollado entre la Red Itínere, el Instituto Tecnológico de Buenos Aires (ITBA) y el Conicet, que exploró cómo influye la actividad física en diferentes funciones cognitivas de los estudiante, cuando un chico tiene una hora y media de deporte por día, baja espontáneamente su necesidad de dopamina digital. La interacción cara a cara recupera habilidades que las pantallas erosionan: la empatía, la paciencia, la conversación, la regulación emocional.
El punto es que no podemos seguir dejando este tema librado al azar. Las redes no son neutras, y menos para un cerebro en desarrollo. Son entornos diseñados para capturar atención, moldear conducta y retener usuarios el mayor tiempo posible. Saben qué mostrar, cuándo mostrarlo y cómo mantener al adolescente desplazando el dedo. Pedirle a un chico de 12 o 13 años que regule solo esa fuerza es como pedirle que modere su consumo de azúcar en una fábrica de golosinas.
¿Necesitamos una ley como la de Australia? Necesitamos, al menos, dar la discusión. Necesitamos datos, diagnósticos, acuerdos y políticas de prevención. Necesitamos entender que no hay educación posible si antes no hay bienestar emocional. Y que la tecnología, que tanto nos dio, también nos exige responsabilidad, límites y una mirada crítica.
Australia abrió una puerta y mostró que es posible ponerle un freno a las empresas más poderosas del planeta cuando lo que está en juego es la salud de los más chicos. Dependerá de cada sociedad decidir si la cruza, cómo la cruza y con qué criterios.
En la Argentina, donde los celulares llegan a manos de los niños cada vez más temprano, postergar este debate ya no es una opción. No se trata de prohibir por prohibir. Se trata de cuidar para educar, de regular para prevenir y de garantizar que nuestros chicos crezcan con las herramientas emocionales y cognitivas que necesitan para habitar, de manera sana, el mundo digital y el mundo real.
Fundador de la Red Educativa Itínere y director ejecutivo de HUB Educación e Innovación





