
Cincuenta años de diáspora
Por Diego Ramiro Guelar Para LA NACION
1 minuto de lectura'
La palabra diáspora significa dispersión. Se utiliza para describir el fenómeno de expulsión masiva de un pueblo de su tierra de origen por hambrunas, persecuciones e invasiones. Hay diáspora judía, italiana, irlandesa, armenia, y muchas otras. Y hay, también, una diáspora argentina.
Desde la década del 50 comenzó a desandarse el camino que había hecho de la Argentina tierra de promisión para millones de desheredados del mundo. Primero el peronismo y luego el antiperonismo expulsaron a muchos compatriotas por razones políticas e ideológicas.
Luego los ciclos de reiteradas crisis económicas (una cada cuatro años) y nuevas persecuciones fueron creando una verdadera legión de quebrados económicos y anímicos, exiliados variopintos, desocupados y excluidos, muchos con formación terciaria que salieron a buscar un nuevo horizonte en lugares tan variados como Brasil, México, Estados Unidos, España, Venezuela, Australia, Israel, Italia, Alemania, Francia y Suecia. Entre dos millones y medio y tres millones de argentinos siguieron ese camino durante los últimos 50 años.
La tasa de crecimiento poblacional (1950: 17.197.201 de habitantes; 2001: 36.223.947) parece indicar lo contrario, pero hay que encontrar la explicación en el fenómeno de sustitución migratoria, que atrajo al país a contingentes equivalentes de chilenos, bolivianos, paraguayos, uruguayos y peruanos que, atraídos por los ciclos de aparente crecimiento, creían encontrar un futuro mejor en las áreas metropolitanas o en las ricas zafras de lana, vid, azúcar, algodón y tabaco.
Valga el homenaje a la actitud generosa de nuestro pueblo, que ni aun en los momentos de mayor crisis cerró las puertas a vecinos y hermanos. Desmintió así la leyenda negra de una Argentina soberbia que daba la espalda a los países de su región, escudándose en una supuesta superioridad étnica y cultural.
El principio ius solis ,consagrado en nuestra constitución, por el cual todo argentino nativo tiene derecho automático a la ciudadanía, estaba fundado en la actitud de un país que triplicó su población entre 1860 y 1930 por el aporte de más de seis millones de inmigrantes que llegaron de España, Alemania, Francia, Croacia, Italia, Rusia, el imperio otomano, Armenia y por infinidad de minorías étnicas y religiosas que encontraron aquí refugio y amparo.
Las frustraciones reiteradas, el acostumbramiento y el imprescindible bloqueo psicológico necesario para seguir adelante nos ha hecho parecer natural este drenaje de argentinos y argentinas que constituyen el mayor y más doloroso producto de exportación nacional.
Un proceso semejante no puede dejar de producir una profunda crisis de identidad en la sociedad que lo padece. Una familia que en forma continua mata o expulsa a sus hijos durante tres generaciones debe enfrentar y resolver el profundo trauma que padece con humildad, vergüenza y una alta dosis de autocrítica.
Me parece saludable que el actual gobierno se niegue a reprimir a aquellos que expresan públicamente la ruptura del tramado social: los piqueteros, los cartoneros, los marginados, los sin techo y sin tierra, que han sido lanzados a la desesperación y al resentimiento por una sociedad incapaz de entender que no hay ideología viable sin solidaridad y responsabilidad.
En ese sentido, tenemos que llegar también a quienes, aun integrados con éxito en las comunidades que los recibieron, siguen palpitando cada gol de su equipo y sueñan con el pariente que los visitará provisto de un tarro de dulce de leche, un CD de tango y una botella de vino malbec. Debemos hacer mucho mérito para que puedan perdonarnos acreedores e inversores extranjeros, pero también debemos pedir perdón y buscar el reencuentro con los argentinos que tuvieron que dejar de serlo por miedo, necesidad o desesperanza. Los argentinos logramos, en los 80 y los 90, reconciliarnos y deponer las luchas fratricidas que habían caracterizado a casi 200 años de historia nacional. Hoy nos toca reintegrarnos en el mundo y, al hacerlo, recuperar nuestra diáspora, reconociendo el ius sanguinis (derecho de la sangre) que permita a los descendientes de argentinos volver a serlo y crear las condiciones para que muchos puedan regresar.
Cada uno de nuestros hermanos en el exilio es también territorio argentino. Son nuestros mejores y más sacrificados embajadores.
Si ya podemos vislumbrar una Argentina mejor (y podemos), hay también lugar para el reencuentro con una parte muy importante de nosotros mismos y que, a diferencia de los depósitos numerados en cuentas extranjeras, son hombres y mujeres que palpitan su argentinidad con orgullo.
El autor fue embajador argentino en los Estados Unidos.






