
Cómo “muere” una democracia
Con frecuencia comentaristas y politólogos aducen que el mal funcionamiento, la erosión o la “muerte” de las democracias se debe al deterioro y la debilidad de las instituciones republicanas/democráticas (Estado de Derecho, división de poderes con sus pesos y contrapesos, independencia judicial, neutralidad electoral, medios independientes).
Pero las instituciones no son abstracciones teóricas, sino entidades concretas cuyo funcionamiento depende de las personas que las ocupan y conducen, y que respetan o no sus principios, normas y procedimientos. O sea, sus dirigentes y/o funcionarios pueden proteger, fortalecer o, por lo contrario, degradar y destruir las instituciones de la democracia. En efecto, una democracia y sus instituciones se erosionan cuando su dirigencia no respeta las reglas/acuerdos formales de la convivencia cívica (Constitución) ni las instituciones, ni los valores y las prácticas (normas informales) del orden democrático.
En ese deteriorado contexto democrático predominan la corrupción, la opacidad y la impunidad; la demagogia, la intolerancia, el extremismo y la violencia política; la obsesión ideológica, la soberbia y el abuso de poder; la reelección indefinida, el menoscabo de la división, independencia y balance de poderes republicanos; el desdén por el diálogo y la negociación para construir consenso; la violación de los derechos humanos y políticos de opositores, su persecución, encarcelamiento y exilio. Comportamiento que explica el rechazo y la desconfianza y hasta desprecio que siente la ciudadanía por la dirigencia política. El irrespeto del orden democrático conduce a lo que llamo golpe de Estado velado y en cámara lenta (GEV). Quedan en el pasado los tradicionales golpes de Estado militares.
El nuevo golpe es perpetrado, paradójicamente, por gobernantes electos democráticamente, que una vez en el poder transforman una democracia en una pseudodemocracia que deviene autocracia, si no dictadura personalista. Los “golpistas” llegan al poder como líderes carismáticos, ganando elecciones como candidatos del “pueblo”. Se presentan como su única salvación y se creen llamados a gobernar para siempre. Todo autócrata busca legitimar su llegada y su permanencia indefinida en el poder con elecciones (íntegras o fraudulentas). Las gana con promesas estatistas, populistas, nacionalistas, con una narrativa demagógica y polarizadora, que mantiene durante el gobierno, contra las élites, el neoliberalismo y el imperialismo, amplificando sentimientos de miedo, resentimientos, inseguridad, alienación y descontento, que una porción significativa del electorado siente por el establishment, sus privilegios y corrupción.
Luego de ganar elecciones democráticas y con mayoría legislativa, los golpistas manipulan el poder electoral y el Poder Judicial para modificar la Constitución, acceder a la reelección eterna y asegurarse la impunidad de sus transgresiones electorales y violaciones a los derechos humanos y políticos de sus opositores.
Con el control de los tres poderes del Estado, el régimen hiperpresidencial violenta (pero lo niega) las libertades fundamentales y los derechos humanos de sus opositores en la academia, la iglesia, los medios de comunicación y la política. A la oposición la divide, la coopta y la persigue, enjuiciando, exiliando, encarcelando, torturando y hasta asesinando a sus líderes; a los medios los fustiga o clausura, para acallar cualquier crítica. En tiempo de elecciones, el régimen abusa de los recursos del Estado a favor de su candidato, incluyendo el financiamiento de la campaña, la distribución paternalista/clientelista de planes sociales y el reparto de bienes de consumo doméstico. Las elecciones son ahora un instrumento para construir un poder hegemónico que permita al líder y a su movimiento populista permanecer indefinidamente en control del Estado y la economía. El régimen se protege y perdura con el control y uso de las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia. Las tiranías de Venezuela y Nicaragua, además, reciben asistencia militar de las dictaduras de China, Cuba, Irán y Rusia.
Así, el GEV transforma de manera “legal” y paulatinamente una democracia cabal (imperfecta en muchos casos), en una pseudodemocracia y luego en una autocracia dictatorial; es un proceso tolerado adrede o no en la región, pero sufrido y resistido en el interior del país que lo padece. El ejemplo emblemático de este modelo de gobernanza es el régimen creado por Hugo Chávez a principios de siglo en Venezuela, y hoy enraizado con la dictadura de Nicolás Maduro. En la región lo han emulado autocracias de izquierda o de derecha, como Daniel Ortega en Nicaragua, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia, y Nayib Bukele en El Salvador.
El predominio del irrespeto de las instituciones, los valores y prácticas democráticas es lo que conduce a la debilidad y fragilidad del andamiaje institucional republicano/democrático y a la “muerte” de la democracia (Levitsky y Ziblatt, 2018). Aquí la preferencia es, sin embargo, por conceptos menos fatalistas como “erosión” o “colapso” o “derrumbe”, porque implican un proceso menos terminal e irreversible que el de “muerte” y porque el colapso puede ser solo una interrupción temporal de su existencia. De hecho, las democracias pueden descomponerse y colapsar, pero también se recuperan, se reconstruyen y se fortalecen, según el liderazgo que las conduzca. En realidad, la democracia es una aspiración histórica en las Américas, la lucha por ella y su esencia, la libertad y la dignidad del ser humano, nunca mueren.
Autor de The OAS as the Advocate and Guardian of Democracy




