Corrupción y pseudoempresarios
El argumento de que las coimas fueron pagadas con ganancias de las empresas es falaz, ya que fueron pagadas merced a sobreprecios que recayeron en el Estado
El derecho a la apropiación de la ganancia está condicionado a la conducta moral. Y es razonable que quien la haya obtenido de manera evidentemente indecente pierda el derecho de conservarla, en favor de quien se haya visto perjudicado por su indecencia. Deriva esto de la ley moral y de que la Constitución nacional solo otorga derecho de ejercer una industria que sea lícita.
¿Qué ocurre cuando la indecencia es sistemática y monumental? Veamos cuál es el tamaño del daño. En una obra hipotética de 1.000.000 de pesos, para poder pagar de coima el 20% adelantado y el 5% de la certificación total, el contratista debería recibir por encima del precio de mercado 400.000 pesos para que después de aplicados el impuesto a las ganancias y el IVA le quede neto el millón de pesos. Como resultado final, la obra de 1.000.000 de pesos le costará al Estado 1.400.000 pesos. El daño es obsceno, y no sale de la ganancia del contratista, sino del sobreprecio.
La ganancia obtenida por quienes participaron del esquema mafioso proviene del delito y no de la realización de la obra. Esta es una excusa para ganar dinero delinquiendo en sociedad con los funcionarios públicos de turno. El impacto es tan estrepitoso que la Justicia ha declarado la imprescriptibilidad de los delitos de corrupción que le provoquen un grave daño al erario. Es un fallo moral.
Ante la bien merecida descalificación de los protagonistas privados del esquema mafioso, quienes no visualizan el número total de empresarios del país y quienes buscan el desprestigio del empresariado en general suelen meter a todos en la misma bolsa. Nada más equivocado. Los empresarios corruptos son una pequeña parte del total de empresarios del país. Hay un ejército de personas emprendedoras, trabajadoras y con buen juicio que han creado y hecho crecer empresas, tanto productoras de bienes como de servicios, que corresponden a una lista innumerable de actividades. La inmensa mayoría de ellas nos satisfacen a diario y no le venden nada al Estado, con el que se contactan principalmente para pagar impuestos.
La verdad reside en que los contratistas mafiosos no son empresarios; simplemente, son mafiosos. Quienes gerencian o gerenciaban esas sociedades mafiosas tampoco son empresarios, sino empleados tan mafiosos como su empleador.
El argumento de que las coimas fueron pagadas con ganancias es una enorme mentira, porque fueron pagadas con sobreprecios que recayeron sobre el Estado, esto es, sobre toda la sociedad.
Otro argumento exculpatorio que debe ser rechazado de plano es que debían resignarse y sucumbir ante el sistema de corrupción para no quebrar. Frente a semejante planteo, cabe preguntarse desde cuándo ser decente es cómodo y fácil. ¿Desde cuándo ingresar a una actividad donde la coima es regla justifica pagarla? ¿Acaso cobrarle al Estado 1.400.000 pesos para que después de coimas e impuestos que su pago genera quede libre el precio verdadero de 1.000.000 se justifica por un estado de necesidad? ¿Qué ganancia enorme es suficiente incentivo para que un hombre de negocios se meta en semejante maroma?
El esquema mafioso ha producido un daño enorme de difícil subsanación. Quienes pagaron coimas y se asociaron con funcionarios corruptos para ganar dinero son de la misma baja estofa que su contraparte estatal. Por esa razón, los lucros que hayan obtenido deben ser devueltos a valores del día de restitución, en adición a los daños y perjuicios que han causado con su acción ilícita. Quienes sean tomados como arrepentidos debieran devolver el dinero mal habido. Estará en manos de quienes los juzguen tomar las debidas medidas que aseguren que ello ocurra. Los mafiosos nos lo deben, y solo en una Justicia confiable descansará nuestro bienestar.
Las verdaderas inversiones productivas no vendrán al país mientras no haya absoluta certeza sobre la desaparición de la cartelización de las obras públicas y mientras no tengamos un Poder Judicial que demuestre independencia y que no existe impunidad para la corrupción.
El Mani Pulite, en Italia, abrió un camino, y el Lava Jato, en Brasil, comprobó que desenmascarar la corrupción y castigarla era posible. La Justicia argentina se encuentra ahora ante una histórica y quizás irrepetible oportunidad de seguir los pasos de la brasileña, a partir de las revelaciones derivadas de los cuadernos de las coimas y de las confesiones de empresarios y exfuncionarios sobre las escandalosas irregularidades que durante la era kirchnerista caracterizaron los procesos de concesiones de obras y servicios públicos y otros intercambios de favores entre el gobierno de los Kirchner y algunos pseudoempresarios acostumbrados a ser parásitos del Estado. Estos procesos son conmocionantes para cualquier sociedad, pero son perturbaciones propias de la dificultosa y necesaria curación. Pretender evitarlos equivaldría a mantener el statu quo y permitir que el cáncer moral prosiga haciendo su depredatoria tarea.