Cristina Kirchner en la hora de la verdad
La Argentina está por jugar su final. No me refiero a la prueba que tiene hoy la Selección ante Australia en Qatar (a partir de ahora, cada partido es una final), sino a lo que está en juego el martes. La resolución que tomen los jueces en la causa Vialidad marcará un antes y un después en la historia del país. Por primera vez, un altísimo funcionario público en activo, líder del partido gobernante, que ha ejercido además la presidencia de la Nación, será juzgado –declarado inocente o culpable– por delitos de corrupción, luego de que la sociedad asistiera a la presentación de los alegatos de la fiscalía y la defensa, con el consiguiente despliegue de pruebas y descargos. Aquí no está en juego ninguna copa. ¿Qué es entonces lo que dirime la sociedad argentina a través de sus instituciones, encarnadas en los jueces del tribunal? Quizá nadie lo haya expresado en forma más clara que el fiscal Diego Luciani: “Es corrupción o justicia”, dijo durante su alegato, después de pedir para la vicepresidenta una pena de 12 años de prisión y la inhabilitación para ejercer cargos públicos por los delitos de fraude al Estado y asociación ilícita.
Los jueces fallan para el caso particular, pero las decisiones que la Justicia está tomando en el último tiempo van mucho más allá de los actores involucrados en las causas. Los exceden. En este punto de inflexión, la sentencia a la que llegue el tribunal de la causa Vialidad se proyectará sobre el futuro. Se trata de una dimensión que no les compete a los jueces, que han de concentrarse en el expediente, pero sin duda su fallo marcará un rumbo. Es inevitable, porque el país está en una encrucijada. Como dijo el fiscal, corrupción o justicia. Si prevalece la primera, el país se irá al descenso. Por más que cueste imaginarlo, siempre hay una categoría inferior en la ruta del deterioro. Si se impone la segunda, hay esperanza de que la ley empiece a recuperar terreno frente a la trampa y el delito, males que, gracias una impunidad de décadas en todos los órdenes, se han naturalizado en el país con las consecuencias a la vista.
"Confiado en su impunidad, el kirchnerismo paseó la corrupción a la vista de todos. Ante la desmesura, el relato quedó relegado y se volvió parodia"
Llegamos a esta encrucijada no porque una súbita conciencia del bien y el mal nos hubiera hecho, como ciudadanos, más honestos y mejores. Lo que ocurrió fue que Los Kirchner, al tomar la manija del Estado cuando llegaron al poder, forzaron hasta el paroxismo el mecanismo de robo de fondos públicos que nuestro atávico corporativismo supo aceitar. Vialidad, Cuadernos, Hotesur, la Rosadita, los bolsos voladores, los secretarios millonarios. Cebado acaso por la impunidad de la que goza en su feudo, el kirchnerismo paseó la corrupción a la vista de todos. Ante la desmesura, el relato quedó relegado y se volvió parodia. Aunque algunos lo logran, es difícil no ver la ola que rompe enfrente tuyo, te empapa y hasta te voltea. Lo necesario ahora es volver a ponerse de pie. En cierto sentido, y aunque no fuera la intención del matrimonio santacruceño, esa exhibición obscena “provocó” a la sociedad, lo mismo que a las instituciones y a la Justicia. Cerrar los ojos, quedarse callado, es humillarse.
En este trance, concentrada en su propia suerte, la vicepresidenta se declara inocente y se defiende con todos los recursos que tiene a mano. Su mayor arma es la palabra hecha relato. No sorprende que, a falta de prueba exculpatoria, la lleve al extremo. Los jueces que tienen la responsabilidad de juzgar ya no son “el tribunal del lawfare”, sino que conforman “un verdadero pelotón de fusilamiento”. Los fiscales, dijo, bien podrían ser “periodistas estrellas de Clarín o LA NACION”. La Justicia y el periodismo son los enemigos de todo autócrata que se precie. La sentencia, al mismo tiempo, dirimirá también la batalla entre la ficción del relato y los hechos, aunque es posible que nada aplaque la convicción maníaca con la que abrazan el relato quienes no creen en los hechos.
Cristina Kirchner actúa como los acusados que, cercados por las pruebas, gritan su inocencia a los cuatro vientos. Es su derecho. Pero ella no es una acusada más. Es la vicepresidenta de la Nación y lidera el oficialismo. Desde ese lugar, y mientras despliega su defensa retórica, ordena a su tropa salir a la carga para doblegar, con ardides y engaños, el sistema institucional cuyo funcionamiento la conduce a una sentencia que ella anticipa condenatoria.
Nada nuevo, tampoco. Es la contradicción en la que se han debatido los Kirchner desde el principio: jugar en el sistema para quebrarlo desde adentro y dominarlo. Antes, en su momento de esplendor, lo hacían con el fin de lograr una hegemonía que les permitiera gobernar por encima de la ley, con impunidad garantizada. Eran los tiempos de una “Cristina eterna”. Ahora el objetivo es más concreto y urgente. Más modesto, también: evitar una condena.
Acaso la vicepresidenta no previó que quedaría atrapada en una trama que la supera. Ella está acostumbrada a ser la protagonista y se sigue comportando como tal. Pero más que la condena o la absolución de una persona, con todo lo que eso significa, esta vez la sentencia del tribunal resolverá, por añadidura, algo más trascendente que eso.