Crónicas del gran juego
Una de las lecturas más apasionantes de este verano ha sido para mí El gran juego, de Peter Hopkirk. No se dejen asustar ustedes por sus 624 páginas: no creo que uno pueda leérselas de un tirón, sino que, más bien, hay que saborearlas, tarde tras tarde, como si fuera una novela de aventuras, poblada por extraordinarios personajes que existieron realmente y de los que no sabíamos nada.
La reconstrucción concierne a la maraña de juegos de espías, asedios, guerras y guerrillas que tuvieron lugar entre agentes y ejércitos rusos e ingleses a lo largo de la cordillera que separa la India de Afganistán, entre dominios uzbecos y circasios, desde las zonas caucásicas del Tíbet hasta el Turkestán chino.
Si tienen la impresión de que están mirando los mapas que salen en las primeras páginas de los periódicos de los últimos años, no se equivocan. Además, nos damos cuenta de que el Kipling de Kim no inventó nada: a lo sumo sintetizó admirablemente una historia que había comenzado en el período napoleónico para acabar (¿acabar?) a principios del siglo XX.
El gran juego relata una historia de oficiales ambiciosos y aventureros con muchísimas agallas para disfrazarse de mercaderes armenios o de peregrinos y recorrer desiertos y montañas jamás visitados por un europeo: los rusos para estudiar la manera de expandirse hacia la India; los ingleses para salvaguardar su imperio colonial y crear en las fronteras una serie de estados colchón con emires, khanes y reyezuelos fantoches. Una historia de emboscadas, decapitaciones y asesinatos en los palacios reales.
Lo que llama la atención es, ante todo, que en pleno siglo XIX, cuando se pensaba que ya se había trazado toda la cartografía de la Tierra, los europeos no supieran casi nada de la geografía de esas áreas, de los pasos, de la navegabilidad de los ríos, y tuvieran que encomendarse al trabajo de estos espías o de geógrafos ambulantes, que luego describían oralmente o anotaban como mejor podían lo poco que habían conseguido ver.
En segundo lugar, descubrimos que los monarcas y pequeños sultanes de reinos fabulosos (aquí se habla de Bukhara, de Samarcanda, de Khiva y de Chitral) se dedicaban a un juego con Inglaterra y Rusia que podía resultarles mortal, con nociones muy vagas sobre estas naciones. En ocasiones pensaban que eran tribus limítrofes, tanto que, una vez, uno de esos reyezuelos le pregunta orgullosamente al enviado inglés si la reina Victoria posee veinte cañones como él.
Después, se leen historias de matanzas espantosas, como la de dieciséis mil ingleses entre civiles y militares, mujeres y niños, en las montañas de Afganistán (que creían haber pacificado), porque un general inepto o ambicioso no valoró correctamente las dificultades de los pasos de montaña, de las divisiones tribales y el sutil arte oriental del engaño.
Que luego todos estos emires nos resulten malos y traicioneros (y lo eran) tampoco salva a los enviados rusos o ingleses, hechos de la misma calaña, que primero intentaban entablar amistad para luego jugársela.
La sensación inmediata que se experimenta es que Bush o Putin deberían leer este libro para entender que hay zonas del mundo donde incluso el ejército más poderoso y organizado no puede hacer nada contra tribus que conocen todos los senderos.
Alguien podría objetar que la situación ha cambiado mucho desde entonces, que los “grandes juegos” ya no se hacen a las escondidas y que para sacar territorios ariscos de la nebulosa de lo desconocido hoy alcanza con ir a la guerra con un buen atlas bajo el brazo. Falso. Al leer este libro, uno tiene la impresión de que en el mundo que creemos globalizado (en el mundo, para entendernos, de El fin de la Historia) los bolsones de ignorancia recíproca siguen siendo enormes.
Las bandas iraquíes que capturan a periodistas saben que Inglaterra tiene más de veinte cañones, pero el tipo de reivindicaciones que hacen demuestra que tienen ideas muy vagas de qué es Europa: pueden capturar a un periodista de izquierda para chantajear a un gobierno de derecha; no se dan cuenta de que si amenazan a Francia echan sobre Irak a un país que había quedado fuera de la contienda; han mostrado en la televisión a rehenes italianos pidiendo que en Italia se hicieran manifestaciones por la paz, sin saber que ya las habíamos hecho; capturan a dos pacifistas poniendo en crisis a todos los que hacen presión para que los occidentales se vayan.
En definitiva, intentan determinar las políticas occidentales sin demostrar tener las ideas claras sobre las líneas de fractura de Occidente.
¿Y nosotros? Vayan y pregunten, no digo ya al portero de su casa, sino a un profesor de universidad (que no sea, obviamente, un arabista) cuál es la diferencia entre sunnitas y chiitas, y verán que sabe menos de lo que sabía hace cien años el emir de Bukhara sobre las dimensiones del imperio británico.
En plena globalización existen todavía conocimientos tan confusos que espeluznan. Y para comprender cuán poco sabemos, es realmente esclarecedor descubrir, con Hopkirk, lo poco que sabían Asia y Europa una de la otra en tiempos del Gran Juego.