Del relato al monólogo
Ocaso del verano de 2012. Mientras la intendenta de Rosario, Mónica Fein, despliega un discurso sin espinas en el Monumento a la Bandera, a metros de ella, Cristina Fernández dialoga en voz baja con la militancia. Las cámaras captan de su boca una frase que sintetizará una época: “Vamos por todo”. El kirchnerismo coqueteaba con lo absoluto. Casi diez años después, Alberto Fernández es testigo de la peor derrota del peronismo desde 1983. Pero lejos de mostrarse angustiado, llama eufórico a festejar la “victoria” el miércoles siguiente en la Plaza de Mayo. El Frente de Todos como minoría intensa.
La narrativa kirchnerista pasó de la vocación hegemónica a la supervivencia. Ya no incorpora voluntades, sino que las conserva. Poco queda de aquellos años dorados en los que, supuestamente, estaba a tan solo unos puntos de rating de ganar la batalla cultural. Lejos de convertir sus intereses particulares en sentido común, el cristinismo ofrece hoy una trama oxidada, sin visión ni épica. Su relato político ingresó en lo que los expertos en comunicación política Orlando D´Adamo y Virginia García Beaudoux denominan “fase de colapso”.
¿Qué caracteriza a esta etapa? En primer lugar, la desconexión con la realidad. No solamente se niegan resultados electorales adversos como los del 14 de noviembre, sino también problemas cruciales como la inflación, la pobreza, la desigualdad y la inseguridad. El microclima solapa a la opinión pública. Solo se realizan acciones comunicacionales de retroalimentación, como la que vimos el Día de la Militancia. La información que se consume tiene como objetivo confirmar los sesgos ideológicos. Dicho de otro modo: más mentalidad de rebaño, menos sentido crítico.
Otro síntoma del repliegue narrativo es el anacronismo. Las soluciones, la estética y el lenguaje son de otra era. El pasado eclipsa al presente. Y se desconfía, casi por instinto, del futuro. Por ejemplo, en vez de establecer un proceso virtuoso con el capitalismo cognitivo, se lo niega -en el mejor de los casos- o se lo combate retóricamente. Mercado libre, Globant, Vercel, Aleph y Mural, entre otros unicornios criollos, forman parte de la nueva oligarquía digital. Para el kirchnerismo, lo “nuevo” es una amenaza más que una oportunidad.
Hoy, el Frente de Todos es una fuerza melancólica. Todos sus esfuerzos están puestos en rehabilitar un “pasado ideal”. Ya no produce novedades, sino recuerdos. Ahí está el retorno de “6,7, 8″ o la insistencia de Jorge Capitanich para regular al periodismo crítico. Una pulsión pretérita que bloquea incluso su propio renacimiento. En términos del ensayista francés Jean-François Revel, le sobra capacidad nostálgica y le falta capacidad utópica.
El marco teórico está obsoleto. Su esquema agonal continúa respondiendo a la lógica de la teledemocracia. En un mundo digitalizado, donde destacan el prosumidor, el flujo de información ascendente (de la ciudadanía a las élites) y la megaminería de datos como instrumento estratégico, el kirchnerismo mantiene -sin evidencia empírica alguna- su hipótesis de que los medios determinan cómo piensa (y vota) la gente. Una subestimación total hacia su sujeto discursivo estelar: “el pueblo”. ¿Cómo se explicaría entonces el retumbante 54% del 2011, cuando el conflicto con Clarín estaba en su punto más álgido?
El “internismo” es otro rasgo del declive. Quizás como nunca, el liderazgo de la vicepresidenta está en discusión, lo que imposibilita un orden semántico y, en consecuencia, activa una disputa abierta por la identidad del oficialismo. Se tensa al máximo la marca del Frente de Todos. Por derecha, tironean Sergio Berni, Juan Manzur y Sergio Massa; por izquierda, Juan Grabois, Máximo Kirchner y Fernanda Vallejos, entre otros actores. Producto de estas luchas intestinales se aviva el “fuego amigo”. Los mensajes están calibrados principalmente para los vecinos de la coalición. Ahora, el contradestinatario está al lado, no enfrente.
Como resultado de esta dinámica se torna imposible la coherencia discursiva. Las contradicciones se multiplican: la postura cambiante con el FMI, el pedido de diálogo a la oposición mediante descalificaciones, los idas y vueltas ante las dictaduras de Venezuela, Nicaragua y Cuba, por mencionar algunas disonancias. Un remolino retórico que recuerda la comunicación del expresidente Mauricio Macri. Solo que esta vez sin pedidos de disculpas: el error queda como plataforma del siguiente mensaje.
El silencio de Cristina Fernández es una metáfora de este instante. Algunos optimistas interpretan que es una señal de disgusto hacia la Casa Rosada. Pero lo cierto es que la ausencia, en una situación tan crítica como la actual, refleja más una incapacidad que una acción deliberada. El escenario le está marcando los contornos de su liderazgo. Nada sencillo de digerir para una figura que supo crear poder donde no lo había y talló un ciclo político. Atrás queda ese bramido ante el Tribunal Oral Federal 2: “A mí me absolvió la historia. Y a ustedes los va a condenar”. Parece que, a veces, la historia hace autocrítica.
Profesor, investigador y Director del Posgrado en comunicación política e institucional de la UCA