Desvelada. El grito de las chicharras
Acostadas boca abajo sobre la piedra caliente, recién salidas de la pileta y aún chorreando, vamos siguiendo con el dedo mojado unos fósiles diminutos de plantas que encontramos días atrás. Parecen helechos o más bien corales y cuando los tocamos el agua los oscurece y se ven mucho mejor. Los hermanos de mi amiga son más grandes y nos explican cómo fue que quedaron ahí atrapados. Una especie de polaroid del pasado geológico.
Para mí son fascinantes. Los imagino verdes y vivos, rodeados de dinosaurios, y me paso el resto del verano en ese campo en Azul buscándolos entre las lajas alrededor de la pileta.
Damos por sentado que cada rincón del planeta está plagado de sonidos de animales. Sin embargo, no siempre fue así y salvo por el ruido de la lluvia, el viento y el mar, la tierra fue un lugar silencioso. Si había sonidos, nadie estaba ahí para escucharlos.
En esos tiempos sin teléfonos de línea en zonas rurales, mucho menos celulares, mis padres habían quedado en recogerme al final del verano y acordado un día de llegada con los dueños de casa. Ese día me desperté temprano sabiendo que vendrían. Desayuné entusiasmada, imaginando los cuentos que tendría para hacerles. Cuando se acercaba el mediodía y no habían llegado, se me instaló un monstruo diminuto en el medio del estómago que fue agrandándose con el paso de cada hora hasta atravesar el pecho y acomodarse definitivamente en mi garganta. No iban a venir, pero no solo eso: algo terrible les había pasado. Así funcionaba mi cabeza infantil. Con esa certeza y a la vez ilusionándome con cada polvareda que se levantaba en el camino de tierra, me paraba y me sentaba, me paraba y me sentaba, mirando fijo, tratando de reconocer un auto.
La dueña de casa procuraba infructuosamente distraerme con juegos y charla, pero yo solo podía mirar el camino. El canto de las chicharras y el de los pájaros se volvían un estorbo insoportable que hacía imposible distinguir un motor aproximándose.
Damos por sentado que cada rincón del planeta está plagado de sonidos de animales. Sin embargo, no siempre fue así y salvo por el ruido de la lluvia, el viento y el mar, la tierra fue un lugar silencioso. Si había sonidos, nadie estaba ahí para escucharlos. Aún con la aparición de la vida, esos primeros seres –microbios y organismos parecidos a las aguavivas actuales– eran callados (y sordos). Tuvieron que pasar millones de años para que los insectos empezaran a zumbar y darle al mundo su particular música.
Tal vez hayan sido las temperaturas de estas semanas en Buenos Aires las que me hicieron acordar de las chicharras y esa sensación de que cantaban más fuerte en mi infancia de lo que lo hacen ahora. La ciudad estuvo en continuo hervor y casi no las escuché. ¿Será que se apagan un poco en la ciudad, como los cielos con estrellas por las luces que encandilan?
En el Museo de Historia Natural de Los Ángeles, el paleontólogo Michael B. Habib estudia fósiles. Con paciencia coloca las piezas de un inmenso rompecabezas para tratar de entender, entre otras cosas, cuándo fue que se rompió ese silencio. Nadie puede precisar una fecha, pero los hallazgos de fósiles de insectos de unos 250 millones de años muestran una anatomía ya capaz de producir sonidos. Los restos están tan bien preservados que hasta permiten reconstruir su canto. “Se trata de una antigua chicharra que emitía cantos a una frecuencia de 6,4 kilohercios, una octava más que la nota más alta grabada por Mariah Carey”, explica Habib en un artículo para Scientific American.
El resto de las especies terrestres tardaría tiempo en perfeccionarse y desarrollar talentos vocales. Entre los virtuosos de su tiempo, la ciencia se topó con el Parasaurolophus, un simpático dinosaurio herbívoro con pico como el de un pato y una gran cresta que le serviría como caja de resonancia para emitir un enérgico y amplio repertorio.
Tal vez hayan sido las temperaturas de estas semanas en Buenos Aires las que me hicieron acordar de las chicharras y esa sensación de que cantaban más fuerte en mi infancia de lo que lo hacen ahora. La ciudad estuvo en continuo hervor y casi no las escuché. ¿Será que se apagan un poco en la ciudad, como los cielos con estrellas por las luces que encandilan?
Pero aquella tarde gritaban como nunca. Quería callar a las chicharras, callar a todos los pájaros, el chapoteo de la gente en la pileta y calibrar mi oído para rescatar los sonidos que llegaban desde la ruta. Quería escuchar el auto de mis padres. Quería saber que estaban bien y que no se habían olvidado de mí.
Finalmente, a lo lejos, con el sol casi vertical del verano, se ve levantarse otra polvareda en el camino. Cuando el auto se acerca a la tranquera, sin embargo, no es el Taunus plateado de mi padre. Hay unos instantes de terror, pero los reconozco cuando los veo bajar. Hay besos y abrazos y explicaciones de problemas mecánicos y cambios de último minuto por el auto de mi mamá. El canto de las chicharras, aún hoy, me hace acordar a las horas eternas del que espera. No sé bien cuántas fueron exactamente, para mí fueron millones de años y la sensación quedó intacta, como los helechos diminutos en esa laja.