Educando a mamá
Antes, la maternidad se aprendía... viviendo. Las normas cotidianas para cuidar a los chicos se transmitían de madres a hijas, entre hermanas y vecinas. Ahora acudimos a una biblioteca cada vez más nutrida en busca de la bola de cristal que nos permita descubrir los rudimentos mágicos para acercarnos a una crianza cinco estrellas. Cualquier cosa, desde dilucidar si hay que ofrecerles chupete, si conviene acostarlos hacia arriba o hacia abajo, dejarlos llorar a mares o permitirles desembarcar en la cama de los padres de madrugada, exige una sesuda encuesta. Cuando crecen, las tribulaciones consisten en decidir, por ejemplo, si admitir los aplazos en la escuela o insistir en que cambien los jueguitos electrónicos por nuestra preciada colección Robin Hood.
Una rápida búsqueda en Google devuelve cientos de entradas sobre el tema: "Claves para educar a tus hijos sin gritar" o "con empatía", "Los siete consejos definitivos para educar a tus hijos" y otras fórmulas por el estilo.
Tanta atención está puesta en cómo educar a hijos y nietos, que se nos pasa completamente por alto hasta qué punto ellos nos educan a nosotros, tanto con sus preguntas desafiantes como con las respuestas que ofrecen, muchas veces impensadas desde este lado del abismo generacional. Con frecuencia, esas demandas nos ponen en divertidos aprietos pasajeros. Como cuando quieren saber qué ocurriría con una mosca que vuela dentro de un camión cuando este se pone en marcha: ¿se choca contra el respaldo del asiento o vuela al doble de velocidad? Pero hay ocasiones en que nos enfrentan a un espejo atroz. Una vez, mientras volvía a paso lento del jardín de infantes, un personaje de cuatro años y poco más de un metro de altura lanzó: "¿Por qué existen los pobres?"
A nadie que esté atento se le escapa que en estos días nuestras hijas y nietas nos están dando clase sobre cuál es el lugar que deberían ocupar las mujeres en el escenario social. Y no solamente en su papel público: es sabido que hay iniciativas en marcha para reivindicar que podamos acceder a todas las disciplinas profesionales, a veces cercadas por barreras invisibles, a todas las jerarquías empresariales y gubernamentales, e incluso para rescatar los nombres y aportes de tantas investigadoras que ayudaron a conquistar algunos de los máximos avances del conocimiento (y luego fueron excluidas de la historia). Ni hablar de las masivas manifestaciones contra la espantosa violencia machista.
Pero también están dando cátedra en el ámbito de los pequeños gestos y rutinas familiares. Hace algunos días, un compañero de la Redacción se asombraba al recordar cómo su madre, la única mujer entre tres varones, nunca había osado reclamar que tareas como ordenar la casa, hacer las compras o poner y retirar la mesa fueran compartidas entre todos. Lo suyo, nos dijo, era trabajo sin paga 24 horas por día.
De repente, cualquier día en una reunión familiar, pueden ser las hijas las que "instruyan" a su madre sobre cómo liberarse de los estereotipos de género. Un encantador "mundo al revés".
A tono con la época, en los años ochenta, el film Educando a Rita contaba la historia de una joven (Julie Walters) que quiere volver a estudiar para dejar su oficio de peluquera. Un profesor (hombre, por supuesto) no solo le transmite temas académicos, sino que la ayuda a conocerse a sí misma y a tomar sus propias decisiones. En el proceso, Rita se desprende de los lastres que la retenían mientras el profesor adquiere algunos de sus giros lingüísticos y se despeña en el alcoholismo.
Al educar transformamos al otro, pero también somos transformados. Otra de las maravillas de ser padres y abuelos es que nos da la oportunidad de volver a aprender. Por mi parte, mis hijas acaban de dejarme una tarea para el fin de semana: leer La creación del patriarcado, de Gerda Lerner. Por suerte, el examen es sin nota...