El cordón sanitario de las instituciones políticas
Vivimos una época en que emociones como la ira parecen ser el único catalizador de la voluntad de participar; el odio, entonces, más que una pretensión deslegitimadora de la clase dirigente se encamina a ser un abierto desafío a la convivencia democrática
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Nos toca vivir un tiempo en el que emociones como la ira parecen ser el único catalizador de la voluntad de participar. El odio, especularmente transformado en herramienta política, más que una pretensión deslegitimadora de una clase dirigente a la que se intenta atribuir la responsabilidad de todos los fracasos, se encamina a convertirse en un abierto desafío a la convivencia democrática.
Al poner en cuestión su capacidad de intermediación como uno de sus principios liminares, se impide a la democracia alcanzar acuerdos y consensos básicos a futuro y, lo que es peor aún, resistir los intentos de desarticular un conjunto de creencias y prácticas compartidas que los argentinos supimos construir desde 1983, que lejos de explicar la crisis constituyen entendimientos generalizados que nos definen como una nación democrática y tolerante.
Demasiadas alarmas están sonando para advertirnos de este espíritu de época. La violencia verbal del Presidente, representada en ataques a las minorías, la prensa o las meras disidencias; el culto a la personalidad expresada en el más crudo decisionismo; el menoscabo del control parlamentario, y la progresiva adhesión del país a una agenda internacional únicamente regida por la fuerza bruta de los más poderosos parecen no dejar lugar a dudas sobre el rumbo impreso.
Recientes acontecimientos no hacen sino agravar este diagnóstico. El caso del lanzamiento de la criptomoneda $LIBRA desnudó la impudicia en el obrar del propio Presidente, autoinvolucrado por primera vez en un gravísimo hecho con impacto internacional, y la designación de dos miembros de la Corte en comisión, mediante un decreto a escasos días del inicio del período de sesiones ordinarias, operan como ejemplos confirmatorios de esta deriva.
Preocupa aún más que no se trate de un rasgo idiosincrático exclusivo de nuestro país, ni tampoco tan reciente. A expresiones de extrema derecha con alguna antigüedad, como el Tea Party dentro del Partido Republicano de EE.UU., el Frente Nacional de Le Pen en Francia o la Liga Norte de Mateo Salvini en Italia, se suman Trump, Orban, Meloni, gobiernos de similar orientación ideológica en los Países Bajos, Finlandia; neonazis creciendo en Alemania; Bolsonaro, Bukele y afines en Honduras o Guatemala en América Latina. Todo Occidente enfrenta esta marea global, en lo que ya constituye una verdadera internacional ultraderechista.
No obstante, y aun asumiendo el necesario ejercicio autocrítico que nos obliga a reconocer que particularmente en nuestro país este presente es hijo de la decepción generalizada de una sociedad golpeada por la falta de crecimiento económico, alta inflación y avance de la pobreza, tolerar por autopreservación, especulación o miedo los desbordes autoritarios que vemos a diario no parece ser el camino indicado para una dirigencia que, aun cuestionada, debe salir de su arrinconamiento y desafiar con dignidad la idea que parece querer instaurarse: la estabilización económica es deseable, aun si implica una recesión democrática.
Abundantes publicaciones y análisis nos ayudan a entender la propagación de esta crisis de representación. No es del caso ingresar aquí en su evaluación; todos podemos comprender cómo la indignación transformada en odio es capitalizada políticamente y difundida a través de las redes sociales, la horizontalización comunicacional, el relativismo moral y la posverdad. Muchos de esos aportes intelectuales también nos desafían en sentido positivo a resolver un dilema moral, cual es si para frenar esta intentona regresiva es necesario apelar a ciertos métodos o comportamientos propios de la cultura política que repudiamos o, por el contrario, se requieren actitudes idealistas y firmes, destinadas a preservar en lugar de vulnerar las reglas y normas democráticas.
En línea con esta postura salta a la vista un cometido esencial e inexorable: fortalecer las instituciones democráticas y, en forma primordial, los partidos políticos y su cultura organizacional, que resultan los grandes ausentes en este progresivo opacamiento democrático. Acometer esta tarea pendiente no será ocupación de un gobierno empeñado en aumentar su desprestigio con miras a un unanimismo incompatible con nuestra democracia. Es una responsabilidad dirigencial, no del ciudadano común. De la propia dirigencia opositora, que sin renunciar a la necesidad de fortalecer una agenda de cambios estructurales, no esté dispuesta a tolerar esta regresión autoritaria.
Trazar este derrotero no es pecar de ingenuo o incurrir en un indeseable voluntarismo. Por el contrario, se trata de una estrategia destinada a cumplir con el mandato expreso de nuestra Constitución nacional reformada en 1994. Esta no solo en su art. 38 define a los partidos políticos como instituciones fundamentales del sistema democrático, sino que en diversos artículos protege con mayorías agravadas la vigencia de su legislación regulatoria, los sustrae de la voluntad unilateral del Poder Ejecutivo y les asigna funciones que develan que la unánime voluntad del constituyente fue fortalecer el sistema democrático, sobre la base de la participación popular articulada a través de ellos.
Su ley orgánica, de orden público, los conceptúa como instrumentos necesarios para la realización de la política nacional y aun antes de su vigencia la jurisprudencia de nuestra Corte Suprema de Justicia y de la Cámara Nacional Electoral los califica como “mediadores entre la sociedad y el Estado”, considerándolos organizaciones de derecho público no estatal indispensables para el desenvolvimiento de la democracia y a cargo de la función de proveer la dirección política de la alta jerarquía del Estado.
Un caso paradigmático lo constituye la situación del partido más antiguo y tradicional de América Latina, la Unión Cívica Radical, al que pertenezco. En su accionar frente a un gobierno de características inéditas, sin mayorías propias y de comportamiento disruptivo, es sintomático observar a muchos legisladores y dirigentes que, mostrando preocupación por favorecer una agenda de cambios, optan por prestar anuencia y colaboración con puntuales iniciativas oficiales, al margen de su pertenencia o identidad orgánico-política. Muchas veces lo hacen en abierto desafío a la posición de su propio partido y en otras, a través del ejercicio de un malabarismo dialéctico o recurriendo a atribulados sofismas, que no impiden ocultar el más crudo oportunismo. En muchos casos, el desprecio por su propia identidad lleva a pensar que ese desdén forma parte del precio necesario para favorecer una negociación.
Evitar este tipo de actitudes fragmentarias no se logra apelando a criterios de organicidad dogmática de corte estalinista ni suprimiendo las disidencias internas, muchas veces fundadas en legítimos criterios de territorialidad o gobernanza fiscal, sobre todo frente a un gobierno exacerbadamente centralista y unitario, sino en la necesidad de explorar acuerdos internos, articular estrategias y roles que eviten desperfilar su necesario papel opositor con lealtad democrática, sin convertirlo en un partido antisistema, enemistado con los votantes que anhelan cambios.
Diferenciándose de los extremos desde la propia identidad, reivindicando lo que somos, no solo lo que no somos, se podrá construir, junto a otras fuerzas afines, un discurso esperanzador que nos ayude a evitar que los cambios se procesen a expensas de la convivencia democrática. Será esa la mayor contribución de una dirigencia que, en estos 40 años, fue tan capaz de consolidar un razonable sistema democrático como impotente para generar un sendero de crecimiento con desarrollo e inclusión.
Exdiputado nacional, exsecretario parlamentario del H. Senado de la Nacion; presidente del Tribunal Nacional de Ética de la UCR
