El diálogo como utopía de este siglo
Los derechos humanos pueden entenderse como una elaboración cultural milenaria, que en los últimos dos siglos y medio se plasmó en declaraciones, convenios internacionales y leyes. Pertenecen a la humanidad. Nadie es dueño de ellos y todos, aun sus más despreciables violadores, son sus destinatarios y, por tanto, sus beneficiarios. Ella comenzó con el primer acuerdo que se alcanzó en un diálogo. En ese acto de reunión para acordar y no para confrontar, los participantes se reconocieron la posibilidad de tomar decisiones dejando de lado la fuerza, el poder o la manipulación. Aceptaron razones y admitieron que resignar posiciones obedeciendo argumentos más válidos enaltece y no degrada la dignidad de quien lo hace.
Lo esencial de los derechos humanos está en ese ejercicio: la autonomía, la inviolabilidad y la dignidad de la persona. El diálogo evoca la búsqueda cooperativa de respuestas y acuerdos sobre algo en el mundo de los objetos y de los valores, así como sobre el universo de los sentimientos propios y ajenos. Su aparente sencillez compone la materia prima con que se construyen los derechos humanos: escuchar al otro, reconocerlo plenamente como alter y decidir en conjunto, inspirados en las mejores razones.
La historia del hombre puede entenderse como el lento proceso en procura de que se reconozca como otros, como dialogantes iguales, a sectores hasta entonces sojuzgados o despreciados: los esclavos, los siervos, los burgueses; o a los marginados por razones de color, origen, sexo, religión. Ese reconocimiento implica admitirlos como seres capaces de pensar y de exponer su pensamiento, poseedores de la cualidad humana del logos, que es razón y lenguaje. Sin embargo, el diálogo no figura en los catálogos que hoy son derecho positivo. Pero está en su composición primaria, como viene resonando desde Kant y lo reconstruyó y fundamentó Carlos S. Nino, jurista y filósofo que legitimó ese discurso entre nosotros. Se lo defiende con el mismo instrumento con que se lo fundamenta: con la palabra en la discusión respetuosa en organismos colegiados, el diálogo regulado de las partes y los jueces en un proceso, o la exposición de datos y argumentos en las comunidades científicas. Y en la sociedad, con la escucha del otro, sin soberbia, sin manipulación; con reflexión, con humildad, con prudencia, hasta alcanzar en cada caso esa verdad provisional que es la única que podemos alcanzar.
El debate, instrumento fundamental de gobierno, es un diálogo ampliado. Cuando se constituye en un intercambio de argumentos en el que se imponen las mejores razones, se producen los entendimientos que fundan una república democrática. En las cuestiones de gobierno, en las que afloran distintas visiones y se afectan intereses, como la obtención y distribución de recursos siempre escasos frente a demandas crecientes, la decisión ponderada se debe imponer frente a la conducción autoritaria, prepotente o manipuladora: la democracia es una delicada flor que debe regarse diariamente con razones.
Pareciera que el mundo se ha quedado sin utopías. Las que se ensayaron en el siglo pasado fracasaron porque no hicieron uso de la razón, sino de la fuerza o de la vesania, y de la manipulación demagógica. De ese modo hicieron de la fuerza un valor; o, creyéndose dueños de la verdad, la impusieron de cualquier modo. La fuerza, descarnada o sutil, en el monólogo del dictador o del iluminado, despreciando la razón, que anida en la más cotidiana de nuestras prácticas lingüísticas, reservorio de los derechos humanos, que porta la reflexión, el acuerdo, el entendimiento: el diálogo. ¿No habrá llegado la hora de afianzarlo como la utopía posible y liberadora del nuevo siglo?
Abogado