El futuro en juego
Era una tarde de mayo y entré a un bar buscando un poco de tranquilidad. Hice a un lado los papeles que llevaba con la intención de no pensar en nada. Mi entorno lucía quieto. La mayoría de los clientes miraba de modo hipnótico la pantalla de su celular. Al rato, noté que estaban jugando. Yo, que nunca me había enganchado con los videojuegos, no resistí la tentación. Busqué mi celular y descargué una aplicación que me pareció popular. Estuve en el bar dos horas más de lo previsto y, cuando abandoné el lugar, salí renovada, con la sensación de haber estado en otro mundo.
Lo que me sucedió a mí es parte del fenómeno de expansión de los videojuegos. En todo el mundo se juegan unas 3000 millones de horas por semana y, contrariamente a lo que se cree, el juego no es cosa de niños: la edad promedio de los jugadores es de 35 años.
A modo de ejemplo: la semana pasada, el diario El País publicó los números de la industria del videojuego en España, que creció un 31% en 2014 respecto del año anterior. Pasó de facturar 314 millones de euros a recaudar 413, más de tres veces lo que facturó el cine español en ese año, que fue récord de taquilla.
Es que el mundo de los videojuegos es atrapante. De un momento a otro podemos estar administrando una granja, librando una batalla épica o dejando hasta el último aliento para superar la cantidad de kilómetros corridos ayer.
Por eso, los videojuegos generan comunidades virtuales que les hacen agua la boca a tantos. ¿A qué marca no le gustaría ser como la Candy Crush Saga, que se juega 700 millones de veces por día? ¿O crecer al ritmo de Angry Birds, que desde su lanzamiento, en 2009, tuvo más de 2000 millones de descargas?
Este fenómeno ya tiene nombre. Se llama gamificación (gamification) y es una nueva disciplina que intenta aplicar las reglas y estrategias desarrolladas por los diseñadores de videojuegos a entornos no lúdicos, como el marketing, el management y la educación.
Quizá sea anacrónico, pero sigo creyendo en la potencia de la vida fuera de la pantalla
Entre los defensores más radicales de esta tendencia encontramos a Jane McGonigal, directora del Instituto del Futuro de Palo Alto, para quien la potencia de los videojuegos radica en que plantean situaciones más divertidas y desafiantes que la realidad misma y, por eso mismo, sacan lo mejor de nosotros. Si jugamos cada vez más, especialmente a juegos de realidad alterna, construiremos inteligencia colectiva y podremos resolver muchos de los problemas que hoy nos aquejan.
Pero si, como asegura McGonigal, "comparada con los juegos, la realidad no funciona", ¿será entonces el juego la única alternativa para relacionarse, comercializar o aprender?
La pregunta es: ¿será posible desde un mundo virtual encontrar soluciones para problemas reales? Lo dudo. Porque el juego nos sumerge en una historia de fantasía en la que nos introducimos para divertirnos y distraernos, y no para solucionar los complejos problemas de la humanidad.
Por otro lado, ¿se podrá generar inteligencia colectiva a partir de juegos donde prevalecen emociones negativas como la ansiedad por jugar, la ambición por acumular (puntos o monedas) y la frustración de perseguir algo que nunca se alcanza porque el juego nunca termina?
Es cierto. Hay buenos ejemplos de gamificación. Uno de ellos es RYOT, un juego dirigido a adolescentes donde se los invita a completar el final de la historia con acciones como ingresar a un sitio web para aprender más sobre un tema, donar dinero a causas benéficas o registrarse como voluntario en una organización sin fines de lucro.
También hay valiosas iniciativas vinculadas a la salud. Fitbit es una aplicación que busca reducir la obesidad, y para lograrlo invita a los jugadores a "competir" sobre quién consume menos calorías o hace más actividad física. Los usuarios comparten sus logros en la red y son animados por la "comunidad" a continuar superándose.
La gamificación aplicada al marketing es sorprendente. Como las tiendas popup que, construidas en un container, un pasillo o un colectivo, aparecen y desaparecen de un día para el otro ofreciendo una experiencia de marca única.
Pero ¿ésta es la regla? Creo que no. Como sociedad nos estamos volviendo ludo-dependientes y lo cierto es que por cada hora de videojuego ganamos distracción y aun conocimiento, pero también perdemos horas de familia, de vida al aire libre, de trabajo y de ocio creativo.
Llámenme antigua o anacrónica, pero sigo creyendo en la potencia de una vida fuera de la pantalla. En la riqueza de las vivencias compartidas sobre cualquier otra experiencia.
Por eso creo que el futuro está en juego. La gamificación usada en extremo puede ser "pan para hoy y hambre para mañana". Porque en ella el cliente, el alumno y el deportista se reducen a ser sólo un jugador.
Para que todos ganemos, debemos ser conscientes del fenómeno en el que estamos inmersos y pensar con inteligencia la próxima jugada. Lo bueno es que podemos empezar hoy mismo y decidir que en nuestra vida el juego no sea más que eso, un juego.
Licenciada en Relaciones Públicas, especialista en comunicación e innovación
Gabriela Oliván